lunes, diciembre 27, 2010

¿Rock antifacista?-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 25/12/10)

Dos confesiones obligadas. No era mi mejor día para asistir a un concierto de rock, y menos a uno que consistiría en la ejecución íntegra de un álbum mítico, uno de cuyos temas principalísimos es la figura del padre. (Me explico: mi propio padre ha tenido problemas de salud a últimas fechas, y justo había dedicado yo la totalidad de ese día a acompañarlo a citas médicas.) Y, además, no vi sino poquísimo más de la mitad del espectáculo, pues para llegar al Palacio de los Deportes hube de salir de Santa Fe en hora pico -empresa para la que es menester hacer acopio de una fe santísima que, ¡ay!, no poseo-, pasar a depositar a mis padres a Polanco, hacer nueva escala en la Condesa para recoger mi boleto en casa y bregar Viaducto arriba en medio del caos que ha llevado a mi ingeniosa mujer a proferir el aforismo inmortal según el cual el año consiste de once meses... y una pesadilla (esto, querido Tim Burton, es justo the nightmare before Christmas). Así, tomé asiento a las 10:15 de la noche, físicamente agotado, emocionalmente alterado y contento más por descansar el cuerpo y haber logrado no fallar a la cita que por la perspectiva de disfrutar el espectáculo.

Pero lo disfruté. Roger Waters, con o sin Pink Floyd, no es lo mío (demasiado hay en su música todavía de rock progresivo... y he aquí que detesto el rock progresivo). Y aunque reconozco que The Wall es un álbum notable, también es cierto que no lo escucho por así decirlo nunca. Nada de eso importó, sin embargo. Cuando llegué, me deslumbró la solvencia escénica de lo que veía: un muro físico de gruesos ladrillos a punto de ser completado, sobre el que eran proyectadas películas hermosas y evocadoras y terribles, perturbadoramente realistas, y tras el cual tocaba la banda.

Para la segunda rola del segundo acto -no es The Wall Live un concierto de rock convencional, sino un espectáculo teatral deslumbrante y conmovedor, con un discurso no narrativo pero sí inteligente y bien articulado- sabía que asistía a una experiencia escénica mayor. Aun así, no podía evitar sentirme defraudado. Primero pensé que el público -el veinteañero histerizado que coreaba y ululaba a mi izquierda, los espectadores que se obstinan en mediar todo lo visto con una cámara, el mar de encendedores blandidos con ingenua ñoñería- era la causa de mi leve pero certero malestar. Luego, para peor, descubrí que tal comportamiento no era sino apenas la consecuencia, y que la culpa, toda, era del rock mismo.

Waters es un artista, por tanto sensible, y -cosa rara en un artista, anota el hiperracionalista que soy- además un hombre inteligente. Pero es, ante todo, una estrella de rock, y como tal no puede evitar recurrir al arsenal de artimañas de un universo que busca siempre la disolución de la individualidad y el culto a la personalidad, nociones por definición facistoides. El problema es que The Wall se pretende apología del individuo e incluso del ciudadano, crítica pertinente y pertinaz a los fascismos de izquierda y de derecha: a todos -el comunismo, el capitalismo, el Islam, el sionismo, el gran capital- salvo a uno, el rock mismo, cuyo aparato totalitario arrolla todo atisbo de voluntad en personas que no quieren ser sino masa.

A la salida me vino la imagen de un viejo cartón de Palomo: "Soy antifacista." "¿Militante?" "No. Hago los antifaces.". En mi recuerdo, los ojos que se atisban tras el antifaz son los de Roger Waters, quien siempre está observándome.

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