martes, diciembre 07, 2010

El espíritu elástico (Diario Milenio/Opinión 06/12/10)

Tortuosa Navidad


Nunca entendí muy bien a esas personas frías y previsoras que corrían a hacer sus compras navideñas con varias semanas de antelación, cuando aún no había en las tiendas adornos navideños ni se hablaba del tema porque era muy lejano, o así lo parecía. Nada que hoy día pueda imaginarse, si al final ha ganado la anticipación y lo más natural es que la temporada navideña se haya engullido no nada más diciembre, sino también noviembre y quién sabe si no dentro de un tiempo se extenderá hasta octubre, devorándose Halloween en el camino. Tiempo de regalar, nos dicen, de modo que la gente no solamente invierta en ello parte de sus ingresos de diciembre, sino los de noviembre, octubre, enero y febrero, o inclusive los de los próximos doce o dieciocho meses, según las relucientes facilidades disponibles para los generosos impulsivos. Todo lo cual redunda en un estado de excepción, de pronto confundible con la crispación, que se extiende por seis o siete semanas, durante cuyo transcurso no es posible llegar a tiempo a ningún lado.

Es todavía el principio de diciembre, aunque se hace ya tarde para las compras. Las mejores ofertas han desaparecido con las ventas nocturnas que las albergaron; más de uno se arrepiente por no haberse apurado a aprovecharlas y ya se hace el propósito de hacerlo bien temprano el año próximo. Un escenario ideal para los comerciantes, que llegan a diciembre con los números negros y extienden a lo largo de casi dos meses el tiempo del espíritu navideño, pero acaso no tan afortunada para el alma de la generosidad. La sola idea de comprar un regalo con seis semanas de anticipación se antoja anticlimática, pues de entrada erosiona la ilusión del que da: esa anticipación emocional que día tras día crece, conforme la ocasión se va acercando, pero difícilmente vive por semanas. Tratar de transfundirnos el dichoso espíritu navideño a lo largo de poco menos de dos meses, mediante villancicos, ofertas y efectos especiales, no es sino contagiarnos de una resignación más o menos neurótica que promete aliviarse a golpe de derroche. Total, es Navidad.

Del sismo al pasmo


No parece casual que tras el maremágnum de noviembre y diciembre sobrevenga un estado de pasmo general que cada día resulta más extenso y ya amenaza con devorarse enero: un mes incierto y hueco por la resaca misma del anterior, durante cuyo transcurso nadie quisiera hacer nada importante, si de antemano ya puede contarse con la apatía y la quiebra de los más. Raro es quien paga deudas a lo largo de diciembre y enero, y abundan quienes lo hacen por ahí de marzo. Es decir que el efecto de la Navidad bien podría extenderse a lo largo de poco menos de medio año. ¿Exagero? Tal vez, pero los comerciantes nada quisieran más que darme la razón. ¿Quién nos dice que de aquí a pocos años la temporada navideña no se comerá octubre, de modo que pasemos una cuarta parte del año escuchando constantes villancicos, embotellados entre tienda y tienda, o incluso dentro de la tienda misma?

De niño me gustaban estas cosas, pero como ya he dicho: duraban menos. Nunca, que yo recuerde, me dio por escribir una carta a Santa Claus fuera de las hoy mal llamadas fiestas decembrinas, aunque había ciertos niños industriosos que dedicaban octubre y noviembre a ofrecer la impresión de tarjetas navideñas, que como es evidente requerían de cierta anticipación. Ahora que las imprentas han perdido ese ingreso, pues ya a nadie le importa enviar ni recibir esos alegres trozos de cartón que un día fueron parte de la decoración de temporada, las felicitaciones se intercambian, si acaso, en las tiendas, que es donde por azar logramos coincidir, si lo demás del tiempo que nos queda lo pasamos embotellados, o corriendo, o esperando a que se haga más tarde y pueda uno salir y volver a su casa sin por ello tener que presentar nuevos síntomas de envejecimiento prematuro.

Dieta de villancicos


Sé cómo se le llama a la gente que esgrime argumentos como los aquí expuestos. Amargado, ¿no es cierto? Uno supuestamente debería celebrar la extensión de la temporada navideña, por cuanto ésta consigue tener de extraordinario. Pero he aquí que lo extraordinario no suele ser elástico, ni se distingue por abundante; menos aún se deja configurar. Qué más quisiera uno que su cumpleaños durara dos meses, y si bien es verdad que de niño la emoción precedente vivía a lo largo de toda una semana, no imagino cómo es que algunos logran celebrar navidades de dos meses. A menos, por supuesto, que en lugar de pasarme dos meses gastando me dedicara a recolectar dinero. En tal caso mi espíritu navideño sería como Zeus vestido de rojo, y haría todo cuanto fuera posible por inundar el mundo de villancicos, de manera que sólo los sonidos de mis registradoras rivalizaran con el coro de las campanas de Belén. A como están las cosas, sin embargo, encuentro que este espíritu navideño dilatado no alcanza para más que ir cada año detrás de la zanahoria de las ventas nocturnas y sus resplandecientes meses sin intereses, ya no en plan desprendido sino con la avidez de un cazador de ofertas trasnochado.

No dudo que a lo ancho de una venta nocturna crezca y florezca la generosidad, e inclusive la irresponsabilidad. Es por supuesto muy gratificante tomar la decisión de endrogarse a lo bestia y porque sí. Hay un deleite en comprar a deshoras, pero de ahí a poner a Santa Claus a trabajar desde el inicio de noviembre, de modo que el chantaje se extienda más allá de lo creíble, hay la misma distancia que separa a la fiesta del simulacro. No han pasado ni siete días de diciembre y ya hay quienes ofrecen a precio de remate los saldos de colguijes y adornos navideños. Pues hoy la Navidad es más larga que la Cuaresma misma, y para quien lo dude ahí están los villancicos. Hay quien quisiera oírlos el año entero.

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