viernes, diciembre 10, 2010

El cristal (y el armazón) con que se mira-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 10/12/10)

Reglas de oro de las limitaciones oculares, a decir de su servidor, quien no es ni oculista ni ocurrente pero sí muy devoto de las formas (y un pelín autoritario). Número uno: todo miope, hipermétrope y/o astígmata que pueda pagárselos deberá poseer cuando menos dos pares de anteojos, por si llegara a perderse o dañarse uno. Número dos: todo miope, hipermétrope y/o astígmata que pueda pagar por ello deberá, además, graduar las lentes de sus anteojos oscuros, so pena de confundir a Angelina Jolie con mi tía Angelina (edad: 96) en una tarde soleada.

Número tres: todo miope, hipermétrope y/o astígmata que pueda pagar (todavía más) por ello deberá poseer, de hecho, una colección de anteojos de distintos colores y formas, para combinar con el atuendo pero, sobre todo, con el humor del día, ya sólo porque los anteojos son objetos hermosos, y porque funcionan en tanto metonimia de las distintas máscaras que todos -los griegos y Jung y Camille Paglia dixeunt- a fin de cuentas llevamos (y trocamos unas por otras) todo el tiempo.

Yo quisiera ser de los terceros pero no me alcanza el presupuesto. Así, durante años me limité a adoptar las reglas uno y dos, y a trabajar como bestia para pagar la hipoteca y las cuentas pero también para aspirar (aun si todavía en vano) a juguetes como la todavía aspiracional colección de gafas.

He aquí, sin embargo, que el atolondramiento y la frivolidad me han llevado a incumplir incluso la primera regla. Primero, por andar con los lentes oscuros una de esas mañanas caniculares, dejé olvidado uno de mis armazones con micas claras en un taxi. Y apenas unos meses después -es decir hace un par de semanas-, me dio por sentirme joven en una fiesta de cumpleaños (¿he dicho ya que se me anticipó la midlife crisis?), por bailar (creo que era “Cream”, de Prince, lo que sonaba) y, mientras me contoneaba grotesco sin saber que lo resultaba (efecto de los muchos whiskys), vi, en cámara lenta (¿otra vez las libaciones?), caer el armazón de mi rostro al suelo y posarse un pie rotundo, del que no recuerdo sino el zapatón, sobre su materia hasta entonces íntegra. Ambas patillas se torcieron. Pude enderezar una pero la otra se me quedó, íngrima e ingrata, en la mano. Pérdida total (de mi último armazón pero también -¡ay!- de la dignidad).


Al día siguiente, bien calados los lentes oscuros -los únicos que conservaba ya-, hice de tripas y deudas corazón y me lancé a la óptica. Quería que mis nuevos anteojos fueran, como los damnificados, de pasta. Me probé algunos negros y, a decir verdad, varios iban bien con mi rostro. Hasta que atisbé en una vitrina unos blancos, de forma apenas caprichosa (es decir que las aristas superiores son ligerísimamente oblicuas). Hacía tiempo había visto en un aparador unos anteojos blancos, valuados en más de 7 mil pesos, y había tenido que renunciar a ellos, porque no me alcanzaba para comprarlos y no los necesitaba. Pero éstos costaban poco más de 4 mil (¡y a 12 meses sin intereses!), me eran urgentes y, para mejor, quedaban, a mi juicio, perfectos. Firmé el voucher y ordené las micas. Tras cinco días de andar por la vida con look de José Feliciano, fueron míos.

Ahora ya no soy un escritor ni un comentarista televisivo. Soy, sin remedio, el señor de los lentes blancos. Mis compañeros de pantalla me hacen bromas al respecto, a cuadro. Los televidentes, vía Twitter, comentan no sobre lo que sale de mi boca sino sobre lo que enmarca mi rostro, con votos a favor (“¡Están chidos!”) pero sobre todo en contra (“¡Pareces Señorita Cometa!”). Y yo padezco -valoro las opiniones no solicitadas pero no las de extraños monomaniacos- pero persevero: me gustan mis lentes blancos.

Me veo al espejo y los encuentro simpáticos. Vistosos sí, dignos de vaga admiración o incluso de tenue reprobación (no tiene el resto del mundo por qué compartir mi gusto) pero sin duda no meritorios de tanto interés ni, sobre todo, de tanto encono. Pero he aquí que su albor los hace poco convencionales. Y que, desde la renuncia masculina a la vanidad derivada de la Revolución Francesa -que bien documenta Lipovetsky en El imperio de lo efímero-, el consenso social es que, excepción hecha de la corbata, los hombres no tendríamos derecho a hacer elecciones vestimentarias esteticistas. Pues bien, manifiesto mi desacuerdo. Reivindico mi derecho a llevar anteojos blancos. Sé hombre tú -aun si miope- y cálate unos anteojos (¿o son antojos?) blancos.

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