sábado, noviembre 13, 2010

Puedo explicarlo todo-Xavier Velasco (Milenio/Suplemento Laberinto 13/11/10)

Con autorización de la editorial Alfaguara, publicamos dos momentos de la nueva novela del autor de Diablo Guardián, una historia, ha dicho él mismo, de “sarcasmo, ternura, inocencia y culpa” cuyo protagonista, literalmente, deja a todos sin aliento.

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Isaías Balboa creyó siempre en los cuestionarios. Decía ver en ellos mapas de vida, donde cada pregunta era una irrevocable bifurcación, idéntica a los giros del destino, pero a quien se atuviese estrictamente a los hechos difícilmente le pasaría de largo la tendencia de don Isaías a torcer esos mapas de acuerdo a su concepto personal del destino. Su primer libro, Todo el oro del mundo, publicado en modesta edición privada, invitaba al lector, en términos extrañamente agresivos, a “exprimirle las ubres al universo” hasta dejarlas “secas como una vulva de generala”. En 1972, un estilo en tal modo desafiante podía encontrar cabida en la ficción literaria, y hasta probablemente en la historieta, pero no entre los libros de autoayuda y superación personal. A lo largo de los veinte años siguientes, el contador privado Isaías Antonio Balboa Egea persistió en el empeño de escribir un manual para el éxito en verdad exitoso, y ante cada revés no encontró mejor táctica que contratar a un nuevo redactor. Algún día su firma, respaldada hasta entonces por estilos y contenidos distintos, daría cabida a un verdadero talento, y de esa dupla nacería el éxito.

Isaías Balboa dio por hecho que el éxito por fin había llegado en el otoño del setenta y ocho. Finalmente, una editorial grande se interesaba en publicar su libro más reciente: A golpes con el destino. Unos meses más tarde, le llamó el editor. Tenía lista la portada del libro. Ciertamente Balboa no esperaba gran cosa de los diseñadores, pero tampoco le quitaba el sueño. Quería letras grandes, eso sí. (Había resistido la tentación de llamarse doctor, y pensaba que tarde o temprano alguna institución tendría que obsequiarle el Honoris Causa.) Y así estaba: su nombre en letras grandes, incluso demasiado grandes, sobre un fondo que el editor le había anunciado como Gran Sorpresa: la imagen de Sylvester Stallone en el papel de Rocky Balboa.

Le explicaron: la película estaba de moda, tenían los derechos de la foto, venderían libritos como tortillas.Libritos. Antes de la segunda de las preguntas cáusticas que acabaron llevándolo a la calle bajo oportuna escolta policial, Isaías Balboa tenía las facciones entre hinchadas y contraídas, el semblante completamente fluorescente, la saliva ganando espesura. ¿Quién se creían que era él, un payaso? ¿Habían pagado los derechos por publicar aquella foto inmunda que lo ubicaba sin lugar a dudas en el escalafón más bajo de la filosofía barata? De ahí a referirse con irritante precisión a las partes pudendas de cada una de las madres implicadas en el alumbramiento de imbéciles como ellos, a los cuales “había que ensartarles uno por uno sus libros en el culo, para ver si un experto reconoce la diferencia entre cagada y mierda”, medió apenas un par de minutos.

Ya en la calle, Isaías Balboa llegó a una determinación que con los años probaría ser inquebrantable: se haría impresor, al precio que fuera. En dos meses logró traspasar el despacho contable, justo a tiempo para comprar lo que quedaba de una imprenta caída en desgracia. Con la casa hipotecada y maquinaria de segunda mano, Balboa se sentó a diseñar un cuestionario, pensando en contadores y jefes de compras. Su idea era atraer clientes potenciales, por intermedio de un juego de preguntas que estratégicamente los llevaría a concluir que sus necesidades de papelería podían ser todas satisfechas por el mismo proveedor, a un precio más bajo y, ya en privado, susceptible de otorgar comisiones al comprador, sin factura mediante. Pronto, Isaías Balboa consolidó no exactamente ese negocio, sino otro paralelo: la impresión de facturas fiscales apócrifas “para todos los presupuestos”. Amigo y prontamente cómplice de decenas de contadores en apuros, Isaías logró levantar el negocio en cuestión de cinco años. Tiempo más que bastante para que la imprenta Carlo Magno, bautizada en honor de su primogénito, se convirtiera en Editorial Magno León, donde ya aparecía Napoleón, su segundo hijo. Al resto de la humanidad le heredaría sus libros, que desde el tercer año comenzó a imprimir en casa, con el logo de un león coronado en el lomo de cada uno de los mil ejemplares.

Años más tarde, cuando por primera vez piensa en recopilar sus obras completas, Isaías cae en la cuenta de que dieciocho libros totalmente disímbolos firmados por el mismo autor son menú suficiente para ofrecer respuestas en forma sistemática. Mediante cuestionarios que identifiquen de manera estratégica el problema específico del lector y el libro que lo va a resolver. Un concepto retórico, más que otra cosa, pues una vez que los lectores se sumergieran en el libro en cuestión, éste se hallaría repleto de referencias a los otros, lo cual haría asimismo aconsejable su respectiva compra. Cuando, al final del año, un infarto puso en duda el proyecto, Isaías resolvió publicar con su nombre la colección de libros bajo el título del único que no quería volver a publicar: El oro del mundo. Le había quitado el “todo”, luego que el último de sus redactores lo convenció de que estaba de sobra. Necesitaba, eso sí, alguien que se encargara de revisar los libros y cargarlos de citas y referencias recíprocas. Un redactor que no hubiera participado en ninguno de sus dieciocho libros. Alguien que comprendiera el total de las obras como un conjunto, que pusiera los puentes y los señalamientos, que en lugar de quitar las redundancias se concentrara en multiplicarlas. Según él, la literatura de autoayuda se parecía a la cumbia y a la salsa, cuya sabiduría consiste en repetir un mismo estribillo hasta el delirio. Necesitaba, pues, un redactor capaz de convertir dieciocho panfletos descoyuntados en una sola marca con productos complementarios entre sí. Más que libros, Isaías Balboa pretendía legar al mundo todo un sistema de superación personal. Podía imaginar a su hijo Carlo Magno presidiendo la Universidad Balboa y ya no tanto recibiendo doctorados, como otorgándolos. No le cabía duda de que en trescientos años la gente se referiría a su nombre como un benefactor que cambió los destinos de media humanidad, y con seguridad los premios Balboa, otorgados por la fundación del mismo nombre, valdrían tanto o más que los establecidos por Alfred Nobel, cuyos méritos aparecerían, al fin, claramente inferiores.

Aun con su nombramiento anticipado, Carlo Magno Balboa no se veía a sí mismo como rector de nada. Desde los veintiún años se había hecho cargo de la imprenta, cuyas recientes ínfulas de casa editora eran un agujero por el que se iba parte de las ganancias, y ahora de paso tenía que pagar por los vicios de su hermano Napoleón, quien muy difícilmente llenaría algún día los zapatos de presidente de la F.I.B. (Fundación Internacional Balboa). Borracho, cocainómano y tahúr, Napoleón solamente pisaba la empresa el día de pago, que aprovechaba para de cuando en cuando insultar a los empleados. ¿Qué me ven, holgazanes, jodidos, buenos para nada? Voy a acabar corriéndolos yo mismo, y a patadas. Págame, puta, le exigía a la cajera, mirándole el escote con fijeza insultante. Salía caro tener un hermano rufián y un padre megalómano. Carlo Magno estaba harto de trabajar doce horas de lunes a sábado sólo para hacer viables las cuentas del hipódromo y el proyecto El oro del mundo. Tengo una idea, papá, hazlo todo en un solo volumen. No puedo publicar dieciocho libros, mi negocio es hacer facturas de hule, no alumbrar el camino de la humanidad.

Exageraba, claro. Al cabo de veinte años de crecer, la imprenta daba para sostener cinco padres y otros tantos hermanos como aquéllos, y Carlo Magno muy bien lo sabía, pero alguien dentro de él seguía mascando rabia y Rebeca, su esposa por doce años, se encargaba de alimentarla puntualmente. ¿Para eso lo había hecho su papá heredero? ¿Tenían sus hijos que privarse de tantas cosas elementales para que un viejo loco y un parásito vicioso pudieran continuar desprestigiándolos, y encima de eso descapitalizándolos? ¿No le daba vergüenza que su padre y su hermano le quitaran el pan de la boca a sus hijos? Luego de varios meses de posponer el proyecto, cuando más cerca estaba Rebeca de convencer a Carlo Magno de jubilar a don Isaías y encerrar al cuñado en una clínica, tuvo el padre un segundo infarto. Todavía en el hospital, y acaso ya alertado sobre la peligrosidad del enemigo, Isaías Balboa aprovechó la tarde del domingo, con toda la familia reunida en torno suyo, para escenificar un ataque de asfixia y acto seguido, trémulo todavía, suplicar entre lágrimas que no le permitieran morirse sin ver listas sus obras completas. Vencida, no rendida, Rebeca de Balboa consiguió del marido la promesa de hallar una clínica de rehabilitación para su hermano.

—Mira, papá, el anuncio en el periódico. Tiene el texto que tú escribiste, ¿te acuerdas? —se acercó Carlo Magno a la cama, durante la mañana del miércoles siguiente.

—¿Ya sacaste el anuncio? —se alarmó teatralmente Isaías, listo para ejercer el poder que creían haberle arrebatado. —¿Y cómo quieres que contrate a un corrector de estilo, si todavía no hago los cuestionarios?

En la sección clasificada del día, se leía un texto a dos columnas que ya en sí mismo era un cuestionario, pero el patrón tenía sus reservas. ¿Quién le había añadido esa sandez de “Preguntar por el señor Isaías”? ¿Era aquélla su casa, o en su ausencia lo habían degradado a mayordomo? Ya verían si lo trataban de esa manera cuando estuviera listo El oro del mundo, cabrones malagradecidos, vividores, buitres, no se les había hecho matarlo de un coraje. ¿Seguro lo darían de alta al día siguiente? Que le mandaran ya una secretaria, tenía que dictarle los cuestionarios…

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El tiempo te lo dan, la vida hay que robársela”, dice Isaías Balboa en la nueva novela de Xavier Velasco. Empeñado en escribir un manual para el éxito, con el paso de los años acumula dieciocho libros que tienen el común denominador de su firma, sólo eso porque en lo demás son tan diferentes como los redactores a quienes fueron encargados. El último de ellos, contratado para poner a punto las obras completas de Balboa, es Joaquín Medina, un pícaro incapaz de imaginar una frase amable, sólo sabe fustigar a los posibles lectores, atiborrarlos de improperios. Él es el protagonista de Puedo explicarlo todo, una historia —dicen los editores— “plena de comezones entretejidas, rencores entrañables y demonios comunes, donde cada meandro puede ser un abismo y no se quiere más que seguir bajando”.

Para Velasco, éste ha sido “su proyecto más pensado, posesivo y exigente”, con una decena de personajes principales, en sus casi 800 páginas intenta contener un “mundo amplio pero autosuficiente”.

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Narrador y periodista, columnista de Milenio Diario, Xavier Velasco (Ciudad de México, 1964) obtuvo en 2003 el Premio Internacional de Novela Alfaguara con Diablo Guardián. Es también autor de Una banda nombrada Caifanes (1990), Cecilia (1993), Luna llena en las rocas (2000), El materialismo histérico (2004) y Éste que ves (2006).

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