lunes, noviembre 08, 2010

Para quemar un petate (Diario Milenio/Opinión 08/11/10)

Visiones y ficciones


Dicen, quienes de pronto creen saber, que la realidad supera a la ficción, como si ambas corrieran paralelamente. Toma tiempo, sin duda, pero el mero quehacer de la ficción es redondear y perfeccionar aquello que ha nacido chueco y contrahecho. Hacer las cosas mal y porque sí, que es la manía de la realidad, difícilmente puede superar al empeño de armarse de razones y propósitos en la persecución de un objetivo estético. Más que una improbable competidora, la realidad es el abrevadero de la ficción. Ahora bien, su proceso es inverso al digestivo, por eso la tarea del ficcionante consiste en alimentarse de inmundicias a las que su organismo transforma en manjares. Cuando menos eso ayuda a explicarse que a menudo la realidad resulte indigestible y uno sólo la trague con la ayuda de un buen bocado de ficción. Fue así, me explico ahora, como caí en el vicio de las narcoseries. Ninguna, de seguro, lo bastante cercana al horror de la matachina en curso para asumirse más que villamelón, pero más de una al tanto de que no cuenta nada del otro mundo.

Ya sea en California, Miami o Medellín, la narcorrealidad es maná celestial de la narcoficción, si su pura semilla florece donde sea y rinde frutos el año entero. ¿Qué ficcionante se dirá mal provisto por una realidad generosa en billetes, adrenalina y sangre? El cártel de los sapos, Las muñecas de la mafia, Rosario Tijeras, El ventilador, Sin tetas no hay paraíso, El capo, Sin senos no hay paraíso (la misma, pero peor)… Las he visto por una suerte de inercia, esperando tal vez encontrar en alguna de las demás el encanto de la que encabeza la lista. En todo caso, las primeras tres se dejan ver compulsivamente y las últimas cuatro difícilmente pasan de melodramas más o menos infumables, pero la realidad es tan pesada que uno sigue pegado a la pantalla, como esperando que se escape un detalle que abra nuevas ventanas hacia ese lado oscuro que cada día se integra mejor al insulso horizonte cotidiano. Nada hay más divertido, de repente, que ver a medio mundo haciendo alegremente lo que según la ley no puede hacerse.

Validando la fábula


Llega uno a saber, gracias al cine y la novela negra, que la vida de un wise guy difícilmente pasa de los diez años. Son, como todo gángster de poca monta, ratitas desechables, y a diferencia de los grandes capos, varios de ellos políticos encumbrados, sirven para ilustrar las moralejas más socorridas sobre el destino idóneo de los malos pasos. Lejos del cine negro que las precede, donde el crimen también sabe pagar, los personajes de las narcoseries colombianas están sin excepción condenados a engordar el prestigio de los fabulistas. Ya sea porque terminan en plan de presidiarios, soplones o cadáveres, ninguno goza al fin de su fortuna. Mientras eso sucede, día con día se hacen una guerra invariablemente desleal donde florecen líneas tan ingeniosas y decorativas como “¿Quieres que ya te ponga a chupar formol?” o “Vamos a llenarte la boca de moscas”.

A quien me ha preguntado cómo es que soporté tantos capítulos de la que a fin de cuentas es una misma historia, suelo decirle que, por justo contrapeso, me aplica seguir las que no sé si debería llamar narcoseriesamericanas. ¿Es Weeds eso, una narcoserie, o nada más una comedia familiar? Afortunadamente, es estupenda. Y nada menos que eso puedo decir de Breaking Bad, donde se cuenta la vida en familia de un productor de metanfetamina. ¿Y The Wire es una narcoserie, una serie policiaca o una epopeya multifamiliar? En todo caso ninguna de ellas retrata personajes excepcionales; su mérito descansa en hacer ver lo cotidiano excepcional, y viceversa. Más allá de los votos en California y las declaraciones de expertos, columnistas y políticos, la ficción cotidiana que abreva de la cotidianidad gringa (y a la cual se dirige de regreso, enriquecida de orden y sentido) tiene un tufo no menos cotidiano que el de los huevos fritos o la cerveza. ¿Y no es cierto que incluso series en teoría ajenas al tema, como Six Feet Under o Bored To Death, huelen a mota de aquí a treinta cuadras?

El imperio del trampolín


En abierto contraste con la fábula, que en todo caso miente por ingenua, la ficción abomina de la hipocresía, puesto que, a diferencia de la realidad, no puede darse el lujo de ser inverosímil. Si es preciso mentir, lo hará exhibiendo tanto de verdad que de cualquier manera terminará mostrando más de lo que en principio pretendía esconder. Todavía no estamos acostumbrados a tratar con matones y traficantes cotidianamente, pero hace muchos años que el viejo olor a petate quemado dejó de impresionar a las abuelas, acostumbradas hoy a untarse en las piernas justo lo que sus nietos se fuman y sus hijos afirman que jamás han probado, o que una vez lo hicieron pero eso sí, no le dieron el golpe. Nunca en mi vida he quemado un petate, ni creo haber estado cerca de quien lo hiciera: debe de ser por eso que la expresión dejó de ser empleada, toda vez que a la mota todo el mundo la ha olido y a los petates no hay para qué incendiarlos.

He esperado hasta hoy, tronándome los dedos, por el capítulo 8 de Boardwalk Empire, que sin buscarlo así podría terminar engrosando el catálogo de las narcoseries. Producida por Martin Scorsese, que además dirigió el capítulo piloto, transcurre entera durante la ley seca, y a ella le debe toda su trama. ¿Ley seca, dije? Lo que uno ve, poco menos que escena por escena, es a los personajes bebiendo a toda hora en Atlantic City, que es una suerte de gran cantina equipada con casino y burdel, de modo que bajo ningún pretexto alguien se mire seco en su interior. Para fortuna de una larga cadena de maleantes, nada es más fácil en la Atlantic City de los años veinte que hallar cerveza o whisky, igual que en Weeds cualquiera sabe dónde dar con la mota. Pues nada, insisto, intoxica a la ficción más que la hipocresía. En el primer capítulo de Boardwalk Empire, Nucky Thompson —capo mayor, interpretado por Steve Buscemi— brinda con sus compinches a la salud de los ingenuos que les dieron tamaña ley de regalo. Con perdón de Scorsese, Buscemi y asociados: esa frase, hoy en día, tiene el aroma del petate quemado. Quise decir, el de la realidad.


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