viernes, octubre 15, 2010

Sed de mal-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 15/10/10)

“¡No se te vaya a ocurrir salir de tu habitación!” Quien me hizo semejante advertencia no fue una persona, ni dos, sino tres, cada una ignorante, al proferirla, de que otros me la habían hecho ya o me la harían muy pronto. ¿Qué los aterrorizaba tanto? ¿Qué los hacía temer por mi integridad física (y, por tanto, arriesgarse a jugar con mi estabilidad psicológica a fin de protegerla)? Apenas el anuncio del destino de mi próximo viaje de trabajo: Tijuana.

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Conocía ya la ciudad. Sólo que mi única visita previa se había dado en 1983, cuando contaba yo ingenuos y poco memoriosos ocho años. Por si fuera poco, el verdadero destino de aquel viaje infantil no fue Tijuana sino San Diego, que mi madre, aprovechando un compromiso de trabajo brevísimo en la ciudad mexicana vecina había postulado como sede de un fin de semana largo en familia. Así, de San Diego guardo algunos recuerdos difusos pero entrañables -el puerto; edificaciones coloniales que se me confunden entre sí; y, asunto importantísimo a esa edad, Sea World, donde me hice de un delfín de peluche que antes del año de vida sucumbió a mis malos tratos- mientras que, hasta ahora, toda memoria de Tijuana se me agotaba en cruce fronterizo.

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Tenía ganas de ver Tijuana con ojos adultos. Y no porque la imaginara hermosa (he visto suficientes fotografías para saber que no lo es) ni porque la anticipara plácida (no sólo escribo en el periódico: también lo leo) sino porque, borracho de cine, me soñaba Charlton Heston (aun si mi silueta me acerca más -¡ay!- a Orson Welles) corriendo Avenida Revolución abajo en Sed de mal. Pero suponía que no se iba a poder. Y no sólo porque la que encarna una feliz combinación de Janet Leigh y Marlene Dietrich en mi personalísima película nomás no quiso venir -pretextó exceso de trabajo- sino porque, de acuerdo a una amiga querida pero histriónica (es, de hecho, actriz) tal empresa supondría la pérdida, si no de la vida, cuando menos de la integridad moral y de la cartera. “Hace cuatro años fui al Encuentro de Teatro que hacen en el CECUT, con una amiga que también es actriz y con otra amiga editora de revista”, me contó. “El taxista que nos llevaba del aeropuerto al hotel se puso a ofrecernos que si coca, que si tachas, que si chicos, que si chicas, que si ¡niños!”. Como las tres alegres (es un decir) casadas (eso sí eran… entonces) dijeron no entrarle a semejantes vicios, habrían sido bajadas en pleno trayecto por el taxista en cuestión, no sólo alterado por la airada negativa, sino de plano víctima él mismo de un estado alterado de conciencia (y creo sospechar que no precisamente producto de la pasión amorosa). Ergo la admonición de encerrarme a piedra y lodo. Ergo mi decisión -temeraria pero nomás tantito- de hacer mi trabajo y luego lanzarme a pasar el día, como cuando niño, en San Diego.

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Pero he aquí que, por inercia, antes de salir de casa deslicé el pasaporte en el portafolios (que no traje) y no en la maleta. Y que, por tanto, me quedé varado en Tijuana… pero no en el hotel, lo que habría sido digno de una señorita de provincias y no de Charlton Heston. Así, y pese a la presencia de militares y agentes de la PFP en el aeropuerto, y pese a la aparición de dos cadáveres decapitados colgados de un puente la mañana misma de mi arribo, salí. Y vi mucha gente -un adolescente que paseaba a su perro, una pareja de novios, una mujer con su madre añosa y su hija niña, un grupito de veinteañeros gringos en busca de acción- transitar por la mítica Avenida Revolución. Y vi coches y taxis y combis surcarla, y turistas entrar a sus horribles tiendas de souvenirs -habilitadas casi todas, eso sí, en edificios chaparros de un estilo a caballo entre el art déco y lo colonial, no exentos de interés arquitectónico y de encanto retro/cutre– y hipsters pasearse por la perpendicular Sexta, donde perdí el tiempo en una extraordinaria sombrerería y en una tienda de discos no menos notable. Y comí en el recién remozado Caesars, donde Cardini inventó la ensalada César, y acompañé la dicha ensalada con uno de los mejores martinis de mi vida, preparado en una larguísima barra de caoba, restaurada con primor.

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Y me sentí no Charlton Heston policía ni Orson Welles ladrón sino un visitante más, en una ciudad no sólo relativamente segura sino valiente, tanto como ese mural que adorna un edificio sito en la esquina de la Sexta y la Revo y que reza “A pesar de todo, Tijuana se mueve”.

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Me quedé, pues, con sed de mal. Lo celebro.

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