lunes, octubre 25, 2010

Querida democracia…(Diario Milenio/Opinión 25/10/10)

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La Providencia al poder

Cada vez que un escéptico se pregunta en voz alta qué demonios nos trajo la democracia, me da por recordar la pregunta antiquísima: ¿Qué te trajo Santa Claus? Más que grandes sorpresas, del viejo del costal esperaba uno el cumplimiento fiel de sus expectativas, si para eso le había escrito una carta puntual donde especificaba sus precisos deseos al respecto, sostenidos por cierto en la que solía ser una declaración falseada. “Querido Santa Claus: Me he portado muy bien…”, arrancaba uno con cierta desvergüenza, si bien ya preguntándose si el hombre del trineo tendría algún recurso telepático para identificar las patrañas de cada remitente. Alguna vez le pregunté a mi madre, con el falso descuido del niño que pretende referirse a un abstracto, cómo era que ese santo generoso podía comprobar que uno en efecto se había portado bien. “Diosito se lo cuenta”, me explicó, y a partir de ese día me asaltaron las dudas en torno a la eficiencia de la omnisciencia. ¿Cómo, si Dios sabía que me portaba yo del carajo, podía permitir que Santa Claus me agasajara con tantos regalos? ¿Qué parte del sistema no estaba funcionando, si en el peor de mis años había aterrizado junto al árbol aquella faraónica autopista? ¿No advertían mis padres, que algo sabían de mi comportamiento, el evidente premio a la mentira que cada Navidad acontecía en la casa?

Esperar que la democracia por sí misma nos traiga la justicia, la paz y la equidad, entre otros regalazos providenciales, es tanto como hacerse de una nueva cocina y dar por hecho que en adelante comerá delicioso, así no sepa uno ni prender la estufa. Como si la mejor de las cocinas no sirviera también para hacer inmundicias. Claro que a las cocinas no se les dedican las loas y discursos que suele merecer la democracia, especialmente de quienes la presentan como aquella herramienta milagrosa cuyas virtudes resultan comparables a las de Papá Noel. De modo que una vez que Santa Democracia no cumple con la lista de peticiones que sus ocasionales fieles redactaron, la decepción es lo bastante grande para que sean legión quienes sienten nostalgia por la dictadura: esa suerte de dios veleidoso y corrupto que por igual reparte premios y castigos entre serviles y desafectos, como lo haría algún prefecto escolar entre niños pequeños que aún no aprenden a mandarse solos.

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Milagros a granel

Hasta donde se ha visto, las herramientas milagrosas sólo están a la venta entre los merolicos. El charlatán nos habla maravillas de un cierto pelapapas baratísimo, cuyas utilidades son no obstante tan amplias y diversas que con seguridad supera las virtudes de un costoso procesador de alimentos; y uno, que está delante y presencia el milagro de verlo rebanar toda clase de frutas y verduras como un tahúr al mando de sus naipes, entiende que sería un perfecto estúpido si no se aprovechara de la gran ocasión, de manera que no es capaz de imaginar que en vez de un pelapapas milagroso está comprando no otra cosa que dos habilidades intransferibles: una manual y la otra verbal. Si antes unos embaucadores a diario nos vendían una dictadura con la etiqueta de democracia, hoy que al fin disponemos de la herramienta auténtica le pedimos la clase de milagros que sólo un charlatán puede ofrecer, aunque nunca entregar.

Igual que una cocina sirve lo mismo para fabricar bombas, drogas o pasteles, la democracia admite, por su naturaleza respetuosa y adulta, toda suerte de aviesas intenciones disfrazadas de gestos democráticos. ¿O es que acaso no alcanza una cocina para hacer que la casa vuele en pedazos? Abundan los ejemplos de vivales que acceden al poder utilizando la herramienta democrática y acto seguido se valen justamente de ella para torcerla, corromperla e inutilizarla en el nombre de un pueblo tan abstracto como sus cacareos pastoriles. Igual que el asesino se cura en salud a fuerza de exaltar y capitalizar las múltiples virtudes del difunto, quien logra secuestrar la democracia no hace sino hablar de ella en los mejores términos, y si alguno se atreve a cuestionarla no le temblará el pulso para dejar sentado que la suya es la Auténtica Democracia. Nada muy diferente de alzar la voz airada para decir que uno es el verdadero Santa Claus.

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Duro contra la herramienta

Esperar que la democracia nos traiga por sí misma cualquier cosa es en esencia una idea infantil, y entre adultos semeja el pensamiento propio de un esclavo, quien por su situación no puede procurarse más de lo que su amo le concede. No es raro, por lo tanto, que ante la perspectiva de mandarse solo más de uno prefiera seguir obedeciendo sin mayor compromiso. Lo de menos es que sin democracia nada de lo anhelado pueda hacerse factible, si el esclavo vivió siempre habituado a dar a sus anhelos por perdidos, igual que el niño pobre se resigna al desdén de Santa Claus. Hay un ingenuidad entre conmovedora y lastimera en esa decepción, hoy tan en boga, de un don que se creía caído del cielo. Y si a ello le añadimos el uso fraudulento que más de uno le da a la democracia, con la más que evidente intención de minarla, no parece tan raro que se hable mal del hacha y bien del leñador; habría que ir prohibiendo esas malditas hachas.

Tal vez la gran ventaja de las dictaduras esté en la deliciosa irresponsabilidad que suelen auspiciar. Frente a ellas, no existe iniciativa personal que valga, ni opinión colectiva que cuente, ni méritos mayores que silencio, sumisión y obediencia. Igual que a Santa Claus le escribía uno patrañas muy bonitas en torno a su presunto comportamiento, la dictadura suele contentarse con que pretenda uno que se porta bien, aunque en el fondo sabe de sus traspasos y los tolera, por magnánima que es. ¿Quién no quisiera, al fin, volver a ser niño? ¿Qué visiones son esas de andarse haciendo cargo del propio destino? ¿Por qué no forman fila y pasan de uno en uno por su regalo?

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