martes, octubre 12, 2010

La ortodoxia ignorante (Diario Milenio/Opinión 11/10/10)

Otras excomuniones

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Muchos años antes de hacerse sionista militante, periodista, científico, activista político, narrador en cuatro idiomas, sexólogo, espía prosoviético, vibrante autobiógrafo y dolor de cabeza simultáneo de Hitler y Stalin, Arthur Koestler se resignó alegremente a vivir sin un título universitario, durante cierta farra luminosa en cuya orilla última prendió fuego a sus documentos escolares y no volvió a las aulas. Una vez condenado al paredón por el franquismo —había viajado a España con la misión de reunir pruebas fehacientes de la intromisión de las potencias del Eje en la Guerra Civil— y unos meses más tarde liberado merced a cierto canje providencial, Koestler debió escapar a Londres para evadir a esbirros y sabuesos de las dos dictaduras más feroces del siglo XX. Desde entonces, en una de las paredes de su casa lucía enmarcada la caricatura donde tanto el Palurdo de Linz como el Carnicero de Georgia encendían hogueras con sus libros. Esa caricatura, presumía el autor húngaro, valía por un título aparte. Más todavía en esos años sangrientos, cuando pocos artistas o intelectuales osaban plantar cara a sendos extremismos.

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No muy lejos de ahí, André Gide —el otro escritor que consiguió viajar por la URSS en los años de purgas y hambrunas sin medida y no quiso callar al respecto— debió sobrevivir como un apestado entre la beatitud imperante, tal como años después le pasaría a Albert Camus, tras la publicación de El hombre rebelde, libro que le valió la excomunión a manos de su ya ex amigo, el entonces pontífice Jean-Paul Sartre. Poco de raro tiene descubrir que al paso de unas cuantas décadas la obra de Sartre ha ido envejeciendo y anquilosándose, en la misma medida que el trabajo de Koestler, Gide y en especial Camus luce hoy como nunca vigente y rozagante, aunque sí sea curioso que aún ahora menudeen aquellos clérigos sin sotana que condenan a Camus por El hombre rebelde pero lo absuelven por El extranjero, afectados quizá por la miopía sartreana que en su momento no supo ver en un libro los gérmenes del otro.

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Ventarrones y mareos

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Es sintomático que a tantos años de distancia el beaterío persista en un empeño idéntico cuando se expresan en torno a la obra de Mario Vargas Llosa. Cada vez que se aprestan a excomulgarlo por sus ideas liberales, comienzan por perdonarle la vida en el nombre de ésta o aquella novela que aseguran haber leído y apreciado, pues de entrada no quieren pasar por ignorantes. Resulta, según esto, que no hay entonces uno sino dos diferentes Vargas Llosa: sinrazón más que buena para exhibirlo como una suerte de licántropo esquizofrénico. De día, según esto, el novelista escribe obras maestras, pero apenas se asoma la luna se le cubren de pelos las manos y se entrega a escribir horrores innombrables que le paran los pelos de punta al beaterío. La cantaleta beata nos sugiere, a oportuno pero ya infortunado resguardo del qué dirán, que las ideas vertidas por el autor de La fiesta del Chivo en los volúmenes de Contra viento y marea, por ejemplo, no están presentes en su obra literaria, hasta el extremo de contradecirla. De ahí a crucificarlo con un largo rosario de invectivas estúpidas y monocromáticas ya no hay casi distancia, si bien estas condenas —con frecuencia cargadas de medias verdades, cuando no de calumnias enteras— suelen desnudar antes a los inquisidores que al procesado, cuya culpa consiste en haber navegado de Sartre a Camus y, al fin liberal, abominar del autoritarismo.

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Es un lugar común que a Vargas Llosa se le tache de ideólogo rígido —mentira sustentable sólo a partir de una ignorancia olímpica— desde la ideología más rancia, tiesa y turbia. Lo que se llama, a veces, pleito ratero: recurso de la clase de tartufos que sin vergüenza alguna sustraen una cartera y azuzan a la turba contra el ladrón. Si otros tienen bastante con sumarse a las causas más gastadas en el nombre de un compromiso de cartón que de entrada los libra de la monserga de tener que pensar por cuenta propia, Vargas Llosa no cesa de cuestionarse, ni le tiembla la mano para rectificar, cuando se hace preciso. Su trabajo como ensayista y pensador es reflejo de una permanente evolución, y por cierto: jamás se le ha visto negarse a debatir una idea; menos aún corresponder a esos insultos y descalificaciones morales que tanto gustan a sus malquerientes virulentos.

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Fujimorismo de armario

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Especial atención merece al beaterío la memoria de aquellas elecciones infelices donde todo el poder del primer gobierno de Alan García se entregó a respaldar a Alberto Fujimori, con tal de echar abajo la aspiración presidencial del autor de Historia de Mayta. Es curioso que hasta hoy abunden los supuestos progresistas que lo celebran retrospectivamente, tal vez porque ese dato retorcido les permite denostar sus ideas políticas y afirmar que su mundo es la literatura (¿fantástica, quizá?) y de ahí no tendría por qué salir. Una vez más, hablan menos de Vargas Llosa que de sí mismos, pues ya se ve que sus ardientes corazones se identifican más con gente del calibre de Vladimiro Montesinos, y acaso aún ahora experimentan alguna nostalgia por el fujimorato.

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A Vargas Llosa se le vio en Bagdad, entrevistando, entre otros, a un alto clérigo musulmán que apenas días después sería asesinado. Estuvo luego en la franja de Gaza, jugándose el pellejo por ir tras la verdad, y al lado de Amos Oz y David Grossman sacó la cara por los palestinos de la calle, sojuzgados por el bloqueo fanático del gobierno israelí —de cuya democracia, sin embargo, ha sido admirador y defensor—. No se ve que los beatos de conciencia tranquila se tomen semejantes molestias para expresar aquellas opiniones furibundas que con frecuencia no son más que ecos de ecos de cantaletas sordas y gastadas, hijas de la pereza mental y la hipocresía. Para suerte de todos, sin embargo, la obra de Mario Vargas Llosa está toda a la vista y se defiende sola. No precisa, además, de absolución alguna, y al contrario: nada mejor que tantas condenas necias para tener presente qué tan viva está.

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