lunes, octubre 18, 2010

Con el perdón de los burros (Diario Milenio/Opinión 18/10/10)

1 Ficciones y facciones

Hará un par de semanas que caí, de refilón y por pocos minutos, en uno de esos curiosos eventos que reúnen a personalidades de la política y la literatura, donde a menudo unos y otros se dan el gusto de intercambiar papeles, de modo que no es raro advertir a cierto narrador haciendo malabares por decir solamente lo pulcro y lo correcto, al tiempo que el político pretende que se sale del libreto y por una vez dice lo que realmente piensa. Todo lo cual, pensé, conforme entraba en el grave recinto, quedaría muy bien si no campeara entre los convidados una solemnidad donde hasta las sonrisas —y ellas en especial— pecan de tiesas y las palabras son todas cosméticas. Contemplé entonces al orador: un escritor que hablaba a los presentes con la clase de pulcritud impecable que muy probablemente envidiarían varios de los políticos allí presentes, pues lo cierto es que empleaba con destreza quirúrgica el lenguaje eufemístico y redundante de la más ampulosa corrección política. Un logro muy difícil, supone uno, para aquél cuyo oficio consiste justamente en deshacerse de las palabras huecas y llamarle a las cosas por su nombre, a reserva y despecho de mejores opiniones.

Pensar en la literatura y la política como actividades en cierto modo afines o relacionadas es un error tan grande como frecuente. Escribe estas palabras quien un día estudió para político, en la creencia ilusa de que esa profesión sería compatible con la de novelista. Pronto entendí que antes se hace un buen policía de un ladrón a que un escritor sirva para político, o viceversa. Teóricamente, policías y ladrones pertenecen a bandos irreconciliables, aunque en la vida real son casi el mismo gremio. Lo cual no pasa con el arte y la política, cuya razón de ser tiene que ver ya sea con la expresión libre o condicionada, pero nunca con ambas a la vez. Y hasta donde yo sé, un buen político es el que hace política 24 horas diarias, y un escritor no deja ni dormido de ser escritor. Parece muy difícil, y abundan los ejemplos, brillar en una de estas profesiones sin hacer el ridículo en la otra.

2 El morbo y el bochorno

Una cosa, no obstante, es que no sirva uno para mitotero y otra que no le guste husmear en el mitote. Cuenta Bob Colacello, legendario editor en jefe de la revista Interview, que cierto día, cansado de buscar un buen regalo y ya en la mera víspera del cumpleaños de su prophet-in-chief Andy Warhol, decidió regalarle un cassette que contenía cierta conversación privada de Jacqueline Kennedy Onassis. No me extraña que Warhol opinara que era el mejor regalo que había recibido en la vida, si en el alma de todo narrador —y él lo era a su manera— hay un morbo invencible que le exige asomarse a la miseria humana y sus rincones mejor resguardados. ¿Pero qué habría pasado si Colacello hubiera hecho al revés: regalarle a la señora Kennedy Onassis una conversación privada de Andy Warhol, si es que un día tuvo alguna? A falta de opinión fundamentada, pienso que habría echado la cinta a la basura.

No hace mucho que en otra de estas reuniones, a la espera de La Hora del Orador, un amigo editor, a cuya invitación no supe negarme, se acercó acompañado de un alto dignatario internacional, cuyas palabras luego resonarían delante del micrófono. Hechas las cortesías de rigor, el hombre procedió a felicitarme por cierto artículo que semanas atrás había escrito yo sobre alguna ciudad de su país. “No lo he leído”, me confió, con un guiño amigable, “pero voy a hablar cosas muy bonitas de él en mi discurso”. A lo cual sonreí, dudando un poco entre soltar la carcajada o dejarme de modos y preguntarle si por casualidad alguna vez había sabido algo sobre el tema del cual estaba hablando. Una vez resistidas ambas tentaciones, me esfumé de la escena presa de un arrebato de vergüenza que amenazaba con no ser más ajena, si me quedaba a oír el tal discurso.

3 ¿Cómo se escribe ‘posisionarce’?

Cada vez que un político rinde homenaje público a un escritor —sin que de pronto éste pueda evitarlo, y no le quede sino ir a regañadientes a poner su carota de palo y declararse irremisiblemente agradecido (¿y al fin, cómo no estarlo?)— no hace sino emplazarlo desarmado en su reino de apariencias, con la esperanza más o menos peregrina de llevar un chorrito de agua a su molino. Si ayer mismo se le veía en las fotos sonriente y hasta tierno, cargando a un niño hambreado de cuyo nombre y suerte nunca se enteraría, hoy se le ve sonriente y hasta culto, en compañía de esos seres extravagantes cuyos nombres y obras le resultan curiosamente confundibles. Pero como no es un examen oral, y menos un debate, sino mera cuestión de posicionamiento, el teatrito funciona mientras el suspirante no abre la boca. A menos que, en efecto, sean lectores —y los hay, por fortuna, si bien cada día menos en su gremio—, lo común es que el ego los traicione y con tal de lucirse terminen por soltar alguna memorable perla silvestre. Cada vez que los oigo, no sé por qué me viene a la memoria una cita exquisita de la serie Malviviendo.com: “Quedan muy pocos hombres con ‘o’ mayúscula”.

No sorprende enterarse que un congresista, un funcionario cultural o hasta un mandatario jamás abren un libro, sino que encima de eso alcen su autorizada voz para citar, elogiar y homenajear obras que no han leído ni leerán, si ya se ve que ni la calma chicha del retiro le da licencia a nuestro ex presidente para leerse un librito de Borges, aunque sea en el nombre de la pulcritud. ¿Cómo es posible que, en esos niveles, no exista un asesor capacitado para quitarle a tiempo las orejas de burro al licenciado? ¿Debemos dar por hecho que los señores funcionarios son así para todo? ¿Qué se siente vivir en un país donde los congresistas que hablan de cultura tienen menos substancia que un merolico, cuando no se comportan con la prestancia de un cadenero de burdel? ¿Tendrán alguna idea del papelón que hacen: además de palurdos, fariseos? ¿Querrán homenajear a Ibargüengoitia? ¿Será que así se están asegurando un lugar en la historia de la literatura? ¿Serán así de astutos, al final?

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