sábado, octubre 09, 2010

Cacahuates-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 09/10/10)

Cacahuates

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Asiste sin duda la razón a mi amigo que afirma que Mad men –mi serie televisiva favorita pero, por cierto, también la suya– habría debido encontrar su final definitivo en el último capítulo de su tercera temporada. Y si digo que le asiste la razón es porque ambos sabemos algo de narrativa, y porque por tanto nos queda claro que el arco de la historia ha recorrido ya su parábola natural: Don Draper ha terminado por enredarse los bien calzados pies en el rastro de mentiras –o de silencios: es lo mismo– que ha venido sembrando a su paso y ha dado un resbalón del que acaso se levante, pero sólo a costo de su identidad misma. Su pasado inconfesable y su presente turbulento han quedado al descubierto. Su mujer lo ha dejado. Su edén personal –la agencia Sterling Cooper– ha colapsado. Kennedy ha muerto, pues, y Draper no se siente demasiado bien.

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O, dicho de otro modo, el punto ético y estético que ha pretendido hacer esta serie sobre una época en que la estética se pretendía ética ha sido establecido con creces. El paraíso está inexorablemente perdido. Nuestro trágico ha aprendido la lección (al menos hasta donde es capaz de aprenderla) y nosotros, aun si de manera vicaria, la hemos aprendido con él (al menos hasta donde somos capaces de aprenderla… y de aprehenderla). Debería haber llegado la hora de que cayera lento el telón.

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Pero no cae y, hasta donde sabemos, no caerá en años. El pasado julio vio el estreno estadounidense de una cuarta temporada de Mad men, cuya llegada las pantallas mexicanas se antoja inminente. Y, como la serie está bien escrita y se concibe como un producto de nicho –como uno que no apela al mínimo denominador común–, anticipo ya que la trama será lógica e inteligente, que los personajes no serán objeto de traición psicológica, que el ambiente narrativo en que se desarrolle la continuación será respirable. No, por ello, sin embargo, dejara ésta de ser respiración artificial.

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Pero Mad men no es sino una feliz anomalía, con todo la serie televisiva con mayor rigor narrativo jamás filmada. Mucho más evidentemente mercenarios son casos como el de la ya extinta Lost, a cada capítulo más extraviada en sus propias subtramas y teorías conspiratorias y por tanto más inverosímil, o el de esa Desperate housewives cuya séptima temporada tuviera su estreno hace dos semanas en Estados Unidos y hace una en nuestro país.

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A fin de mantenerla con vida, sus creadores han jugado con el destino de sus personajes como los semidioses ex machina que se saben. Las parejas se casan, se divorcian y se vuelven a casar, merced a la muerte oportuna o a la locura temporal de las parejas sustitutas que van topándose. Cancerosos, alcohólicos, ciegos y paralíticos son objeto de curas milagrosas por obra y gracia no de los adelantos de la ciencia sino de los adelantos por concepto de regalías. Las esposas desesperadas se han vuelto, pues, desesperantes. Y pese a ello seguimos esperando algo de ellas, como algo esperamos todavía de los Mad men.

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¿Y qué esperamos? Consuelo. El placer infantil de la repetición. La certeza de que, aunque nuestro entorno cambie todo el tiempo, el de nuestros personajes favoritos se mantendrá por siempre entrañable y divertido y hermoso. Es un placer menor, pero esos son los únicos que prodiga la televisión, a la que no en balde solía comparar Orson Welles con cierta botana.

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“Detesto la televisión”, decía. “La detesto tanto como a los cacahuates. Pero no puedo dejar de comer cacahuates”.

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