miércoles, septiembre 08, 2010

País de léperos-Pedro Ángel Palou (revista Poder y Negocios 01/09/10)

Algunas reflexiones sobre la Independencia y la Iglesia (o cómo no festejar el Bicentenario).

Desde el inicio Hidalgo es más una figura y su movimiento un discurso, que una realidad. Su empresa independentista dura cinco meses y es su seguidor, Morelos, quien le da continuidad militar y además ideología.

No es gratuito que en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México José Mariano Beristáin, deán de, la misma, el 19 de marzo de 1815, llamara a Hidalgo el Judas de la Nueva España, el Barrabás de América, por pervertir al pueblo americano y llevarlo a desconocer a Fernando VII como rey. Comparó a los insurgentes con los escribas y fariseos de Jerusalén que condenaron a Jesús engañando al pueblo; de la misma manera aquéllos han seducido y engañado al pueblo americano renegando de un rey enviado de Dios para consuelo y felicidad de sus hijos amados.

Las masas trabajadoras se hacen presentes desde el inicio, pero son algunos ideólogos provenientes de la clase media los que abrazan la causa revolucionaria y toman su dirección intelectual. En ese sentido los periódicos de Fernández de Lizardi son esenciales. La época es turbulenta, pero sobre todo ambigua: lo nuevo no ha llegado aún –tardará décadas–, y lo viejo se haya presente en cada esquina. Las nuestras eran sociedades abiertas, dispersas, heterogénas. Pero además eran sociedades “donde a la palabra hablada se le daba un enorme peso, donde por haber dado su palabra o haber traicionado la palabra de otro, se sellaban pactos y estallaban guerras, donde la abundante cultura local –la cual se organizaba alrededor de la fiesta, la música, el baile y la tertulia– pesaba mucho más que la cultura abstracta y escasa del libro”.

Jean Franco ha demostrado con perspicacia que esa exhuberante diversidad de la cultura popular les estorbaba a los letrados –la Ilustración y su espíritu racionalista y homogeneizador que desembocará en el positivismo comtiano y su Orden y Progreso, veían esa multiculturalidad como muestra del atraso irremediable de nuestro continente-.

Frente al orden estanco de la vida colonial la ruptura radical fue propiciada por nuevas institucones, como el periodismo. Pienso en El Diario de México, de Carlos María Bustamante (fundado en 1805), que lo mismo incluía sermones que ensayos y noticias. En todos los números el periódico critica lo irracional de todas las formas de lo popular y se dedica al didactismo. Allí y en otras publicaciones conviven José María Luis Mora, el propio Bustamante y el primer novelista americano, José Joaquín Fernández de Lizardi, que se convertirá el mismo –como el Karl Krauss del final habsbúrgico austríaco– en un hombre de prensa, un hombre de letras –con las diferencias ideológicas de cada caso– que será el modelo a seguir en todo el siglo XIX. Su autoridad se debe a su esfera pública, no a las formas tradicionales del saber.

Jean Franco afirma que Lizardi es consciente de pertenecer a una nueva generación que considera como una de sus responsabilidades traducir a un lenguaje llano las nuevas ideas europeas y ofrecer nuevos criterios de comportamiento público y privado. Su periódico, El Pensador Mexicano, fue cerrado en 1812 y Lizardi encarcelado por supuestamente haber insultado al virrey. Es el Lizardi laico, secular que aprovecha la nueva libertad de prensa instaurada por las Cortes de Cádiz y que llega apenas a nueve números iniciales. Lizardi asume su papel de maestro de comportamiento porque esta nueva clase que no conoce aún su lugar, pero se sabe no aristocrática, está esperando aún a la burguesía que no llega. La élite y los otros es la única división posible antes de la Independencia. Ahora se trata de civilizar a esos otros. La clase letrada, proveniente de la clase media, quiere educar a ese pueblo menudo que no conoce normas de comportamiento, que no sabe disciplinarse.

Frente al teatro del mundo que la aristocracia había impuesto, una nueva ética de trabajo exige austeridad e industria. En América Latina civilización se equipara a disciplina. Anacrónicos e indisciplinados, o se los tranforma o se los extirpa. “El comportamiento de los humildes, sus ritos religiosos, se convierten para Lizardi en un caos y desorden que no concuerdan con la forma en que debe ser el comportamiento social”. La pregunta que se hace sin empacho Lizardi en su Diálogo de los muertos, es cómo se puede hacer un país con una gavilla de léperos. Esos léperos que, sin embargo, ansían regular.

Las teorías que justifican el movimiento reflejan su constitución social. Junto a las ideas de origen más claramente popular, se expresan concepciones políticas propias de la clase “letrada”. Se distinguen dos etapas en la evolución de su pensamiento. En los primeros años, al lado de las ideas agraristas y del igualitarismo social impuestos por su contacto con el pueblo, perdura la concepción de raigambre tradicional: las tesis del Ayuntamiento de México se reiteran y desarrollan. Conforme la revolución avanza, sus objetivos se vuelven más radicales; la radicalización de la acción revolucionaria provoca, entonces, una transformación ideológica: los dirigentes criollos se abren, cada vez más a las ideas democráticas modernas, en su versión francesa, propias del liberalismo europeo. Estas dos etapas ideológicas pueden considerarse como niveles de radicalismo creciente en la concepción política de la clase media que expresan, a su vez, dos momentos de una misma actitud histórica de negación del pasado y retorno a los orígenes de la comunidad.

Nada tiene el movimiento de similar con la Revolución Francesa. Supone, por el contrario, una actitud defensiva de las instituciones hispánicas fundamentales frente a las innovaciones de los invasores. Por eso Juan Aldama puede escribir que lucha “por una libertad, que no libertad francesa contra la religión”.

A la sombra de Hidalgo está Ignacio López Rayón, y después a la de Morelos están los intelectuales cada vez más numerosos. Algunos ayudan al movimiento desde fuera con sus escritos (como Lizardi y Mier); la mayoría, perseguidos o desplazados por la sociedad virreinal, huyen del territorio realista y se unen a los rebeldes: son abogados, doctores, eclesiásticos del clero medio; unos provienen de los ayuntamientos (como Cos o Quintana Roo), otros son escritores o predicadores (como Bustamante, Velasco Liceaga, Rosains, Verduzco, etcétera).

En los siguientes años de lucha, los insurgentes esbozan una lucha contra la degeneración del clero en teocracia y la utilización de los bienes sobrenaturales en objetivos mundanos; con ello pretenderán hacer posible una elección libre del catolicismo no inspirada por motivos políticos. La reforma que se pretende llevar al cabo es desde el interior de la Iglesia y no desde fuera de ella. Los que la propugnan son, casi en su totalidad, sacerdotes, y expresan la opinión de la mayoría del clero bajo y medio. Se trata de un movimiento que opone la parte del clero más en contacto con sus fieles al alto clero ligado a la clase dominante por intereses bancarios.

El conflicto no proviene de una separación del clero insurgente, sino de la deserción de la jerarquía que abandona y condena a la comunidad de sus fieles, tomando el camino, ya trillado en la Nueva España, de una anticristiana teocracia. Este abandono es el que permite vislumbrar, por primera vez, la necesidad de una reforma eclesiástica basada en la separación de religión y política y en la supresión de la riqueza del clero. La primera raíz del futuro movimiento de Reforma habrá que buscarla en el interior de la comunidad cristiana y no en los liberales de cepa. Casi podríamos decir que no hay época de la historia de México que no haya estado marcada por esa institución ambigua y compleja, la Iglesia católica.

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