martes, septiembre 28, 2010

La edad de la pedrada (Diario Milenio/Opinión 27/09/10)

Crononáutica aplicada

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Del extenso catálogo de invenciones quiméricas que creció uno añorando desde la limitada realidad, hay una que destaca por su concepción misma, capaz de darle cuerda a la imaginación de un niño durante tantas horas que las lucubraciones al respecto se extienden más allá de la niñez: la máquina del tiempo. Por más vueltas que daba uno a la idea, la sola posibilidad de que un tiempo lograra incidir en el otro hacía trizas la entera fantasía, y aun así asistía fascinado a zagas como El túnel del tiempo, El planeta de los simios yRegreso al futuro, donde esa hipótesis esencialmente absurda parecía verosímil e inducía a toda suerte de divertidas travesías, materia gris adentro. Más allá, sin embargo, de la mera lógica secuencial, la perspectiva de transportarse en el tiempo abrigaba asimismo el engorro de entenderse con gente que no parece gente. Fue sin duda una cortesía piadosa que nos plantaran simios en lugar de personas, ya quiero ver cómo les habría ido a los crononautas de la película de haber aterrizado, por decir algo, en los dominios de la Santa Inquisición.

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Una forma sencilla y económica de hacerse cierta idea de los estragos que implicaría la construcción de una máquina del tiempo consiste en asomarse a las tecnologías extintas. Una película grabada en Betamax, comerciales incluidos, es capaz de mostrarnos un mundo que parece y es rupestre, más todavía si se le juzga desde la alta definición. Cada día, el pasado despierta un poco más borroso, plano y desierto, y en tanto eso va haciéndose difícil entenderse con él. Y si así pasa con las décadas recientes, cuyos protagonistas ya aparecen salidos de un planeta distinto, cuando no distante, qué no sucedería tratándose de gente del pasado remoto, que ya sólo por eso sería menos gente que los contemporáneos, y a su vez nos vería como simios. Uno se afrenta a veces cuando ve los programas de los años setenta y halla, no sin alguna dosis de bochorno darwiniano, que pertenecen a una distinta etapa del proceso evolutivo.

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Planeta Jamenei

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Cada vez que aparecen, a su modo borrosos y pixelados en la pantalla plana de mi televisión, personajes como Hugo Chávez o Silvio Berlusconi, experimento la rara sensación de estar viviendo en los años setenta. Juraría que el cinescopio se va haciendo convexo y le brotan controles analógicos adelante y atrás conforme el personaje se esfuerza por llevarme de regreso a esos tiempos atrabiliarios, cuando estaba de moda y parecía normal administrar países como haciendas mediante la figura del gorilato. Unos tiempos tal vez no tan distantes si asistimos a ellos mediante fuentes de tan alta y gozosa definición como, digamos, el cine de Polanski o Truffaut, con Isabelle Adjani como protagonista: la querúbica Stella en El inquilino, la hija enloquecida de Víctor Hugo en La historia de Adéle H. ¿Sería casualidad que en adelante los papeles de la actriz rara vez se apartaran de la tragedia o el desquiciamiento? A juzgar por la lapidaria opinión de los editores del periódico iraní Kayhan, el diablo es responsable de esa coincidencia. “Prostitutas que merecen morir”, calificó el periódico a Isabelle Adjani y Carla Bruni, por la infamia de interceder públicamente contra la pena de lapidación.

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De lo anterior tendría que desprenderse, mediante un solapado anacronismo, la sospecha de que el líder supremo de la revolución iraní —Alí Jamenei, a cuyas terminantes órdenes trabajan los editores de Kayhan— guarda cierto rencor contra la absolución de María Magdalena, y hasta la fecha juzga que quienes interceden por presuntas casquivanas, son por fuerza cafiches o suripantas. “Hasta la fecha”, al fin, no quiere decir mucho, si bastaría un vistazo a las leyes iraníes para asumir que sus pergeñadores y votantes habitan una época poco distante y aún menos distinta de la que nos refieren Juan, Lucas, Pablo y Mateo. A los ojos de los subordinados entusiastas del líder Jamenei, este Cafarnaúm al que llamamos mundo tiene que estar repleto de casquivanas, prostitutas y diablas. Cualquiera califica, de acuerdo a los rigores de un jurado compuesto por fanáticos, fariseos y miedosos, que sin embargo serían del todo verosímiles dos mil años atrás, por no ir muy lejos.

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Magdala en el corazón

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Escuchar las soflamas de Mahmoud Ahmadineyad, no menos sometido a Jamenei que los esbirros majaderos del Kayhan, equivale a viajar tanto en el tiempo que uno se mira inmerso en el planeta agreste de los puros. Al final, la experiencia suele ser tan frustrante como tratar de oír un cassette en un iPod, sólo que en vez de cuarenta años de inventos se interponen milenios de cerrazón, por cierto, muy rentable para los puritanos en el poder. El caso es que al través del filtro empleado por palurdos, acólitos y mochos de provecho, la gran diva de culto del cine francés no es más humana que un simio enjaulado, y al cabo si se trata de engordar una lista de actrices pecadoras que han reunido los méritos para encender los ánimos de los lapidadores, no quedaría a salvo ni Mary Pickford.

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El místico dialoga, decía Octavio Paz, sólo con Dios y consigo mismo. No se espera otra cosa, pues, del misticastro que es anacrónico e inaccesible por mera conveniencia. Puede dar libre curso a burradas, calumnias y prejuicios sin responder por ellas, y menos todavía sustentarlas, cuando en todos los casos cuenta con la coartada de la santidad. Uno de los problemas recurrentes en los relatos donde aparecen máquinas del tiempo tiene que ver con el asunto del regreso, pues nadie garantiza a quienes viajan en el tiempo que algún día consigan volver sanos y salvos hasta el año del que una vez salieron. Cuesta mucho trabajo no ser visto como simio en una época distinta a la propia. Se sobrevive mal, en todo caso. De escribir este artículo en el Irán de hoy, por ejemplo, tendría que someterme a procesos y penas dignos de tiempos previos al medioevo. “Si mi abuela resucitara en esta época”, solían aventurar las abuelas, “se volvería a morir de la impresión”. Pobre Ahmadineyad: debe sentirse así cada vez que una máquina del tiempo lo abandona a su suerte en medio Nueva York.

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