martes, agosto 17, 2010

La Giganta / y II (Diario Milenio/Opinión 17/08/10)

Le aclaró el misterio del polvo: era del Sahara, un desierto enorme que, a pesar de encontrarse lejos, compartía corrientes de viento con la isla. Se encontraban, en efecto, en una isla: cuando se incorporó y, siguiendo sus instrucciones, dio los pasos necesarios para estar fuera de la ciudad, observó la topografía con más cuidado. Las eras geológicas. Los trazos fronterizos. La fauna. Increíble lo que puede parecerse la superficie de la tierra a la superficie del cerebro, pensó. No le quedó la menor duda: hasta su nariz llegó el aroma del mar, un tufo de planta carnívora y de cocos podridos. Algas. Lianas. Hasta sus oídos llegó el rumor de las olas. Un gris imperial. Se trataba de una isla pequeña, salpicada de selvas, y destruida. Él había sobrevivido, eso lo aseguró de manera vehemente, gracias al azar.
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—Debió haber sido una guerra terrible —comentó ella sin pensarlo mucho, asumiendo que su primera impresión era la cierta.
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—Mucho —mencionó él, sentado sobre un pliegue de su blusa, sin importarle en realidad si se referían al mismo tema. Los ojos, de súbito, en otro lugar—. Mira —le señaló al final. Un cierto alborozo en la voz. Una chispa en las pupilas. Se refería a un montón de pedazos de madera que, rotos, se amontonaban cerca de unos arrecifes. Las olas los movían a su antojo, llevándolos a la playa y trayéndolos de vuelta a la superficie marina.
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—En eso llegaste tú —aseguró.
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Tenía cosas concretas qué preguntarle: el nombre de la ciudad, la causa de su ruina, la ubicación del helicóptero en que había llegado, ¿había muchos más? Necesitaba información. Necesitaba saber cómo irse. Eso sobre todo: necesitaba irse. De momento eso era lo único que se le ocurría hacer con su vida: dejar atrás una isla desierta adonde había llegado sin mucha conciencia o voluntad, aparentemente como resultado de un naufragio. Siempre es extraño el momento en que se encuentra un objetivo en la vida, recapacitó.
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—El helicóptero –dijo, titubeante—. ¿Hay más?
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El hombre muy pequeño la miró desde donde se encontraba, que era su hombro, y se negó a contestar. La veía y, luego, se volvía a ver el paisaje. La veía y cerraba los ojos, viendo en realidad a otro lado. La veía y se desesperaba.
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—Mira —volvió a señalar otros destrozos en la ciudad: árboles partidos en dos, antenas rotas, cúpulas por donde zureaban las palomas.
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—¿Qué quieres que mire? —le preguntó, irritada, olvidándose por un momento que tenía que bajar la voz al hablarle—. Todo eso ya lo vi al llegar.
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—Fíjate bien —insistió a gritos.
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Nunca supo cómo no lo había notado antes: las grandes huellas hundidas en el pavimento, los cofres de los autos destrozados por manazas gigantescas, los lagos sin seña alguna de agua. Los estanques secos. Guardó silencio mientras lo observaba todo, digiriéndolo. Guardó silencio cuando cayó sobre una banqueta y dobló las rodillas. Todo es estela de algo más, se dijo. La destrucción no es más que un eco de otra destrucción. Luego meneó la cabeza con gran lentitud. Las palomas revolotearon cerca de sus cabellos, confundiéndolos de seguro con algún nido. Los insectos. El sonido insomne de los insectos cerca de los orificios nasales, a la entrada de los oídos. Cuando finalmente estuvo lista para decir algo, se volvió a verlo. El hombre dormía ya. O fingía dormir. Parecía dulce e inofensivo entre los pliegues de su manga. Daba la impresión de que soñaba algo.
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La que no puede ser de verdad eres tú, esa frase la recordaría después.
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Sonrió. Pudieron haber discutido por horas enteras, pero en lugar de contestar, sonrió. Luego cerró los ojos y, con un brazo en alto, intentó arreglarse el cabello. Su inmovilidad la arrulló. Cuando él se despertó y estiró los brazos, el movimiento no dejó de provocarle cosquillas en su costado. ¿Y si existiera en realidad? Cuando volvió a abrir los ojos, evitó mirarlo y prefirió guarecer la mirada en el cielo. Un azul diluido en la taza de la oscuridad. Imaginó las aves contra las que habría batallado a lo largo de la vida: las plumas de colores, los picos de guerra, el ruido infernal. Imaginó el rostro aterrado de Mandeville cuando presenció por primera vez la manera tan precaria en que se defendía de los aleteos de los pájaros: los codos erguidos, las rocas puntiagudas, los alaridos. Pronto pudo incluso ver el rostro contrito de Mandeville al observar su desfallecimiento. El hombre muy pequeño conocería la derrota, de eso no le cupo la menor duda. Cuando se volvió a ver una vez más el entorno vacío también estuvo segura de que conocía el olvido. El olvido de sí.
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—Amar una cosa es estar empeñado en que exista —murmuró sin darse cuenta. El sonido de una ambulancia en algún lugar dentro de su voz.
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—Eso ya la dijo hace mucho tiempo Ortega y Gasset —le respondió a gritos el hombre muy pequeño desde la cuenca de que se formaba detrás de su clavícula, ahí donde se había arrellanado. El eco de un eco. La puesta en abismo. La desaparición. Nada los había preparado para la explosión de la carcajada: el súbito movimiento del cuerpo, el espasmo del abdomen, la onda abrupta del sonido. Él resbaló hasta caer dentro de su ombligo y ella no pudo más que cubrirse los labios en un intento infructuoso por detener el ataque de risa. ¿Quién era ella en realidad para afirmar o negar la existencia de alguien que se comunicaba tan exasperadamente? En un mundo a todas luces abandonado, ¿a quién le correspondería decidir quién o qué era de verdad? Cuando logró incorporarse volvió a colocar la mano izquierda a los pies del hombrecillo, en signo de invitación. Él se subió.
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—Si sabes eso —le dijo en voz muy baja cuando logró sostenerlo a la altura de sus ojos— entonces debe saber que amar una cosa es no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente.
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El hombre muy pequeño, por toda respuesta, se alzó de hombros. El ruido del helicóptero los distrajo. El viento del Sahara les despeinó los cabellos y colocó una capa de polvo sobre sus labios. La giganta lo observó entonces, en la palma de su propia mano. Era la misma cara que debió haber tenido Mandeville, entre 1357 y 1371, cuando se disponía a describirlo y a despedirse. Las dos cosas al mismo tiempo. Era la cara de alguien que lo ha inventado ya todo.

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