martes, agosto 03, 2010

Era / Era (Diario Milenio/Opinión 03/08/10)

Fueron viajes sobre todo. Ese constante moverse o huir. Una larga carretera que, en aquel entonces, parecía no tener fin. No lo tenía.
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Era otra era.
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El contexto: el país, que en definitiva era otro, entraba en los años dorados del así llamado Milagro Mexicano y, mi familia, que se había asentado hacia cuartos de siglo en la esquina más noreste del rumbo, pudo dejar atrás su pasado bucólico, su pasado de agricultores rodeados de capullos de algodón y, luego, de sorgo, para emprender ese viaje hacia la ciudad y la universidad y los libros y, en consecuencia, hacia los otros muchos viajes de ida y de regreso.
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De eso se hace la infancia a veces: viajes de ida y viajes de vuelta. Una ventanilla. La mirada, inquieta.
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Por eso, si me lo preguntas así, tan directamente, te tendría que decir que los sesenta son poco más o menos ese oscilar. Un cochecito loco que parte. Una máquina de tiempo. Una máquina de palabras.
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Porque viajar, bien lo sabes, viajar puede significar cualquier cosa. Algunos viajan sin haber salido nunca. Algunos viajan y en realidad no salen nunca. Otros viajan sin notarlo siquiera. A últimas fechas viajo, por ejemplo, a qué más decirlo, aprisa, usualmente trabajando. Un libro en las manos, por ejemplo. La computadora abierta. El iPhone. Pero antes, en esos viajes de los sesenta, la cosa era distinta. Viajar era, en realidad, irse. Desaparecer. Ya no estoy aquí.
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Todo empezaba así: se checaban las llantas, el aceite, la posición de los espejos. Se lavaba el coche. Mi madre preparaba alimentos sanos —sándwiches con pan de centeno, agua fresca, alguna botella de vino— y los colocaba en una hielera. Ahí, cerca, iban los manteles, las servilletas. Cada quien ocupaba su lugar. Ah, el aroma de la gasolina. El ronroneo del motor. La carretera, abierta.
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Era otra era.
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Habría que señalar que, en las fotos de esa era, todas ellas teñidas de esos tonos pastel que tan bien distinguen los productos Kodak de entonces, el hombre y la mujer que eran mis padres aparecen, sobre todo, como un hombre y una mujer. Un cigarrillo en la boca: ella. Una pipa: él. A veces los dos juntos, en alguna fiesta. A veces con la tía aquella que acababa de regresar de la China y traía noticias de Fidel. A veces con el hawaiano que, a través de matrimonio, se convirtió en tío y trajo noticias de otros imperios. El pelo largo. Las camisas de flores. A veces con el gringo ése que era hippie y, además, mi tío que, siendo blanco, se volvió chicano y disparó, según consta o constaba en expedientes de la FBI, contra un ataque del KKK. Muchas veces en la playa, ahora que lo recuerdo. O en las orillas de los ríos. Un hombre. Una mujer. La pregunta en los ojos siempre: ¿Dónde está el otro lugar?
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Así nos volvimos nómadas.
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Mirar por una ventanilla siempre tiene consecuencias: uno sabe, sin lugar a dudas, que el paisaje se va. Nada es sólido. Nada permanente. No hay contexto. Lo que se queda atrás, con el paso del tiempo, queda, incluso, más atrás. No vale la pena ver por el espejo retrovisor. Ni alargar el brazo. Ni llorar. Todo se escapa.
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Mirar por una ventanilla es desear. Y desear es morderse los labios. Cerrar los ojos. Abrirlos otra vez. En lugar de. La escritura llegó así: en lugar de quedarse, en lugar de amarrarse, en lugar de vivir.
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Era otra era.
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Algunos tenían televisión y la veían. Algunos leían cómics. Algunos coleccionaban huesos o tortugas o muñecos. Los nómadas, por su parte, no podían hacer nada de eso. Las reglas siguen siendo básicas y simples: hay que viajar con equipaje ligero. Hay que elegir bien cada objeto. Entre menos, mejor. Entre menos te ate al mundo que dejas atrás, mejor. Entre menos pese. De ahí el cuaderno de notas. De ahí la imaginación.
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Los zapatos de gamusa.
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La terlenka.
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Los cuadernos Scribe forma francesa, cuadro chico, sin espiral.
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Los lápices mirado, número dos.
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Los incaíbles.
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El azul celeste kodak.
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Los signos de amor y paz.
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Los cinturones anchos.
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Los mosaicos de un verde de mayólica.
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El hormiguero en el patio de atrás de la escuela primaria.
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Los guajolotes salvajes.
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Las maestras en minifalda.
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La barba (de los hombres).
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El largo cabello lacio (de las mujeres).
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Los cigarrillos.
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Las pipas.
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Las ondas de la radio.
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Los suplementos dominicales.
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El príncipe valiente.
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El béisbol.
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La libertad.
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Partíamos, eso es cierto. Partíamos sin despedirnos siquiera. No había cartas que nos conectaran al pasado y apenas algunos tenían número de teléfono. Tabula rasa. Había que reinventarse entonces. Elegir los recuerdos. Había que empezar a formar las frases con las que todo empezaría a acomodarse otra vez, en paz.
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Y los bárbaros se quedaron a cenar.

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