viernes, julio 23, 2010

Solo (pero no sólo)-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 23/07/10)

Hará cosa de un par de años, un amigo en aprietos acudió a mí. Aprietos estéticos, quiero decir, que son los únicos en los que constituyo buena ayuda. Su mujer, me dijo, era fan de Emmanuel, y he aquí que Emmanuel se presentaba ese mismo día en el Auditorio Nacional, y que la mujer de mi amigo había comprado cuatro boletos para presenciar tan potencialmente conmovedor espectáculo, y que la pareja con la que habían quedado de asistir se había visto impedida a última hora para acudir, y que mi amigo se sentía ahora como un Cristo con los brazos abiertos -crucificado pero también víctima de agotamiento anticipado- ante la posibilidad de pasar dos horas escuchando cursilerías neoambientalistas y sentimentaloides sin tener con quién burlarse de ellas. “Ándale”, imploró, “nosotros les disparamos los boletos. No me digas que a Eunice no le gusta ni tantito Emmanuel…”.
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En efecto, Eunice es mujer y, por tanto, le gusta Emmanuel (pero nomás tantito). (Es decir que le gustan esas canciones cursilísimas que cantaba cuando se peinaba como nena y se desgañitaba en el OTI entre hielo seco, bañado en un halo de backlight anaranjado.) Y, lo que es más, yo mismo confieso que en mi iPod figura un puñado de canciones del susodicho, no aquellas de amor y dolor sentido -¿quise decir “séntido”?- sino otras de su repertorio ochentero, de tan gozosa vulgaridad. (Yo te encuentro bella como una escultura y marqué tu número telefónico no sé cuántas veces, no sé cuántas, no.) Accedimos, pues. Y la pasamos fenomenal, no por lo que nos conmovimos sino por lo que nos reímos.
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Hubo un momento, sin embargo, en que lo mejor que pudimos hacer fue cesar la tormenta de sarcasmos y callar. ¿Cómo hacer escarnio de una letra que comienza “Quiero decirte tan sólo que me he quedado tan solo” y que sigue “Y si el mundo da una vuelta y pasas por aquí, no te extrañe encontrarme deshecho, ¿qué va a ser de mí?”. Quedaba claro que Emmanuel no tenía la más puta idea de lo que significa sentirse, en verdad, solo. ¿Deshecho? Ojalá: supondría la pérdida de algo que una vez fue. Y saberse solo es saber que casi todo es casi siempre yermo.
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Deben ser la insularidad y el frío los que llevaron a los ingleses a desarrollar dos palabras distintas para decir solo: alone es el que está solo, lonely quien se sabe inexorablemente solo. A mí, mexicano que soy, se me confundían. Procuraba no estar solo (alone) para no sentirme solo (lonely). Fui el hijo devoto, el amigo gregario, el jefe sobreprotector, el subalterno siempre dispuesto, el marido -¡ay!- asfixiante. Hasta esa mañana porteña.
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Iba de trabajo a Buenos Aires y Eunice no podía acompañarme. Viajaba yo con mi socia y amiga, separada de su marido apenas 15 días antes. Un día, tuvimos unas horas sin citas. Ella, anunció, prefería quedarse en sus aposentos a cultivar la autocompasión. Habría podido encerrarme yo también, tumbarme a ver VH1 como zombi y a extrañar a mi mujer, pero decidí, no sé por qué, salir a caminar por Recoleta. Solo, vagué sin rumbo casi dos horas. Solo, recorrí calles, avenidas, plazas. Solo, me bebí un whisky en el salón de té del Alvear Palace. Solo, descubrí un pasaje comercial decadente, y en sus paredes los murales soberbios, firmados en 1954, de un artista desconocido a quien alguien debería rescatar y legitimar. (No seré yo: he olvidado su nombre.) Solo, no me sentí tan solo. Mis referentes, mis prejuicios, mi esnobismo, mi sensibilidad me acompañaban, me hacían eco y, descubrí esa mañana, nunca me abandonarían. Esa noche escribí un largo mail a Eunice refiriéndole la experiencia. Me gusto compartírsela y le gustó que se la compartiera.
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Hace unas semanas otro amigo me plantó para comer en la terraza del Hotel Hilton. No pensé en hablarle a mi mujer para que me diera refugio y recalentado en casa, no busqué con desesperación a alguien más para sumarme a sus planes de comida. Traía el último Vila-Matas bajo el brazo y recordé que años ha había conocido un café harto simpático -Bertino se llama- sobre Madero, al que quería volver. Eché a andar. Llegué al Bertino, me senté en la barra, comí mi emparedado, terminé el libro (andaba yo ya en los últimos capítulos) con un café. Todavía entonces pedí una Pellegrino y me quedé unos minutos más, entretenido en la contemplación de los transeúntes. En la mirada de alguno -se me parecía asombrosamente- creí adivinar una frase: “Que a gusto luce ese señor sentado en la barra con su libro cerrado. Solo”.

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