lunes, julio 05, 2010

Esas narices frías (Diario Milenio/Opinión 05/07/10)

Humana sinrazón

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Es tan gentil que no se atreve a despertarme. Pero su vigilancia es rigurosa, de modo que abro el ojo y se deja venir, como sobre una presa. Chillando por lo bajo, intentando desbordar elocuencia, a ver si así me entero de que esta mañana no es como las otras. Una vez que he captado su ansiedad y ya hasta le pregunto si se siente bien, se encima y se acurruca en mi muslo derecho, gimiendo todavía, tal vez porque el mensaje no acaba de pasar. Lo acaricio y se calma. ¿O será que me calma él a mí? Seguramente. Más todavía pasados unos cuantos minutos, cuando ya se ha estirado, se relaja y va quedándose dormido. No es fácil explicar la paz que a uno lo invade cuando otro ser viviente se le duerme con la cabeza recargada así, pero en ese transcurso cuesta trabajo preferir otra cosa. Me quedo quieto por varios minutos, mientras Boris resuella, masculla y agita las cuatro patas, presa de alguna intensa ensoñación que me entrego a velar con celo entre filial y paternal, pues conservo la creencia de que ni en sueños deja de cuidarme.

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Una vez que despierta, vuelve a chillar. Se supone que yo soy el inteligente, pero es un hecho que él me entiende bien y yo las paso negras para descifrarlo. Debe ser una calamidad no poder expresarse sino con la mirada o el chillido, cuando lo que a uno le urge dar a entender es que lo está matando un dolor de muelas. Por otra parte, el ser humano es arrogante por naturaleza. Tratar con él desde cualquier especie diferente supone soportar prejuicios y asunciones que no hay manera de contradecir. O casi, porque algunos —es el caso de Boris— muy rara vez hacen lo que no quieren, y en ocasiones logran que uno entrevea, suponga o conjeture lo que para ellos fue siempre evidente. Resultado: de cada diez disputas domésticas entre mi can y yo, suele él tener razón en un promedio de ocho. Afortunadamente, no es uno de mi especie; de otra manera se pasaría la vida echándome los errores en cara.

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Inspiración canina

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Lo de menos es qué me haya propuesto hacer hoy, o de qué haya podido tratar esta columna, si ya vamos camino del veterinario, desde que Boris se negó a hacer nada que no fuera conducirme al garage, trepar al coche y contemplarme con urgencia inequívoca. No parece creíble, para quien poco o nada sabe de perros, que puedan asociar al consultorio con el remedio para el malestar físico, pero luego de haber visto a otro chucho querido arrastrarse por propia decisión hasta el pie del quirófano, con el estómago al punto de la necrosis, difícilmente me atrevo a dudar que hoy por hoy Boris sabe lo que necesita. Si yo me tomo meses para ir a un doctor, él no conoce miedo ni negligencia. Y si unos se enorgullecen de los trucos que enseñan a sus canes, otros podríamos pasarnos las horas relatando lo que hemos aprendido de ellos. Templanza, disciplina, comprensión, gentileza, lealtad, paciencia, discreción: asuntos ciertamente más complicados y valiosos que traer el periódico cada mañana. Cosa esta última impensable en Boris, que ya bastante hace con no destrozarlo.

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“¿Y un animal no lo pudo picar?”, pregunto a la doctora, que ya le descubrió una infección cutánea pero aún no le encuentra motivo de dolor, ni me compra la hipótesis del piquete. Una vez auscultado y oficialmente sano, Boris regresa al coche presa del mismo triste retraimiento, de forma que volvemos a la casa con la ansiedad apenas encogida y la agenda totalmente cambiada. Imposible ir en paz por la vida si quien te da la paz tiene retortijones, o calambres, o jaqueca o sabrá el diablo qué. Imposible explicarlo, también, ante quien nunca se ha entendido con cuadrúpedos. ¡Ah, pero qué delicia es, en contraste, toparse con abiertos simpatizantes de la especie perruna, y enfrascarse con ellos en pláticas extensas y apasionadas que en cosa de minutos nos amistan! Cierto que a todo el mundo le gusta hablar de su persona y sus asuntos, pero si al fin se trata de disfrutar, algunos preferimos hablar en torno a perros. Sobre todo si están ellos presentes, y como es obvio entienden y participan.

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Quiéreme, bestia

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Mi amigo Juan N. López, que además de querer bien a los chuchos se da el gustazo de filmarlos y editarlos, me habló hace poco del efecto que éstos tienen sobre los niños autistas. Basta el primer contacto entre el perro y el niño para que caigan las agujas del baumanómetro, en el mero principio del tratamiento. Y uno, que cada día recibe esta terapia, no encuentra nada raro en el relato, si también los enfermos de Alzheimer viven mejor en compañía de un can. Ignoro qué tan lejos ha llegado la ciencia en probar lo que algunos sabemos desde niños sin haber levantado una probeta, pero ya me horrorizo de sólo imaginar la clase de individuo que sería de no haber recibido la educación y el trato neuroprofiláctico que me han dado los perros: enemigos mortales de mis peores demonios.

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Boris va y viene, todavía indispuesto y a ratos gimebundo. Debe de ser terrible, me figuro, depender totalmente de un animal, bípedo para colmo, que no logra entenderte. Por eso uno de pronto se preocupa ya no de ser un día mejor persona, empeño bien difícil de alcanzar, sino al menos de ser una bestia confiable. Y esa es la sensación que de pronto consigue no bien logra dormirse sobre el perro, o servirle de almohada y escuchar el resuello, el latido cardiaco, el crujir de su estómago. Bestias los dos, él que nada reprocha y yo que nada tengo que reprocharle. Él que me entiende más de lo que imagino y yo que aprendo lento a comprenderlo. ¿Es de verdad tan raro que una bestia se sienta un poco enferma cuando advierte que la otra no está sana? ¿Que le cambie la agenda del domingo y el tema del artículo del lunes? ¿Que sea tan entrañable esa palabra: bestia?

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