martes, junio 22, 2010

Monsiváis, nuestra conciencia crítica mayor-Pedro Ángel Palou (Diario El Columnista 22/06/10)

Hace unos días Javier Gomá en su contribución en Babelia, de El País, lanzó una provocación. Dijo que se necesita un nuevo arte comprometido. Si la literatura de la subjetividad nos enseñó a ser individuos, a ser libres frente a las opresiones de la sociedad y la familia –nuestro amour de soi a la Rousseau- ahora se trata según él de “hallar la manera de armonizar, en convivencia pacífica, a millones de subjetividades enamoradas de ellas mismas y poco acostumbradas a no concederse a sí mismas todos sus caprichos”.

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Este nuevo ser humano se pregunta, sin sorna, por qué ha de conducirse como persona civilizada si es más gratificante ser un bárbaro? Urbanizar de nuevo al intempestivo yo –al odioso yo de Pascal- en una poética nueva de las sociedades democráticas.

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Carlos Monsiváis hizo de esa ética personal una estética. No hubo un solo tema que le fuera indiferente. Escribía lo mismo sobre poesía mexicana del siglo XIX que sobre los mineros huelguistas de Chihuahua, sobre el cine noir que sobre Isela Vega. Sus últimos libros tenían la impronta de la miscelánea pero también el sabor de la diatriba y la polémica. Pienso, particularmente, en sus preocupaciones sobre el estado laico –hoy que se filtran las noticias de una intención de modificar el 24 constitucional- que lo dibujaban como lo que era, un liberal de izquierdas, un convencido de que la historia patria encarna en individuos (de allí su cercanía, incluso en tiempos difíciles con Andrés Manuel López Obrador), y en fechas específicas. El nace a la literatura entre los escritores de la generación que no pueden ya tolerar la realidad, según ha dicho el profesor Ignacio Sánchez Prado, y por ende la mitologizan y utilizan la alegoría como modo de penetrar en medio de ese bosque de símbolos que es para ellos la historia.

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Estoy de acuerdo con ello, sin embargo hay en Monsiváis también a un curioso impertinente, como su maestro Novo, que todo lo sabe y todo lo interpreta, como uno de esos sabios medievales que construían redes de símbolos en los tantos cielos de las cosas buscando la signatura de Cristo. El Monsiváis del no es, en ese sentido, tan lejano como parece del último Apokalipstick, a pesar de que el primero sea ficción y el último una recopilación de sus artículos periodísticos sobre cultura y globalidad.

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Todo humorista es un moralista encubierto y Monsiváis, quien hizo de la ironía una suprema forma del conocimiento, lo muestra a veces incluso en exceso. Pero es esa mirada de quien no puede tolerar las cosas lo que lo hace esencial: no permite, no acepta, no le parece que exista la negociación con el poder. No, al poder hay que desmantelarlo y la mejor manera de hacerlo es a través del lenguaje. De allí que su columna longeva, Por mi madre, Bohemios, sea el laboratorio de un explorador de los lugares comunes del poder y las formas en que el poder encubre sus mentiras mediante el lenguaje. Sería importantísimo que su editorial, Era, intente la recopilación y ordenamiento de estas colaboraciones periodísticas.

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Omnipresente, Carlos Monsiváis aparecía en todo lugar a tal grado que una revista cultural de provincia puso en su directorio la siguiente leyenda: “En esta revista aún no publica nada Carlos Monsiváis”. Lo tocaba todo con conocimiento de causa; su archivo era un prodigio y en poco tiempo encontraba el dato o el documento que le permitía ver y mostrar la relación, perversa o no entre las cosas a la que me refería antes.

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En el centenario de Villaurrutia y ante la falta de celebraciones importantes por parte de las autoridades oficiales Braulio Peralta decidió que fuésemos a presentar el 27 de marzo, día del cumpleaños del poeta de Nostalgia de la muerte, a su tumba en el panteón del Tepeyac. Allí nos juntamos un grupo de amigos con mi novela, En la alcoba de un mundo, y dos singulares presentadores, Juan Soriano, autor del retrato del poeta que ilustra la edición y Carlos Monsiváis. Le pedí que presentara también mi Morelos, morir es nada y me acompañó en la ciudad de México. Siempre estaba dispuesto a leer y a comentar a los escritores más jóvenes (y a polemizar con ellos en honor de la verdad a la que dedicaba buena parte de sus esfuerzos).

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Lo vamos a extrañar porque es el último intelectual público –dijo José Emilio que el único al que la gente reconocía en la calle, aún sin haberlo leído-, pero sobre todo porque hay un profundo silencio que se escucha desde ya a causa de su muerte: ¿quién puede cubrir su espectro de intereses, quién asumir con gracia y profundidad el papel del crítico impertinente, del curioso impenitente, del que toca todo con el escalpelo de su prosa? Lo vamos a extrañar porque era nuestra mayor conciencia crítica y porque desde esa especial atalaya se atrevió a decirlo todo, a asumir con valentía el estar en los medios masivos –a los que usó sin dejarse usar por ellos-, en la prensa escrita, en los libros imprescindibles del cronista de la colonia Portales, del enamorado de la ciudad de México.

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Y de Puebla, también. No se nos olvide que sus miniaturas, compradas a la extinta Teresa Nava y expuestas en el Museo del Estanquillo son una sociología visual de una Puebla que ya se ha perdido. Por esa Puebla que él amo y por los gobernantes en el poder que él tanto criticó debemos recordarlo. Este es el momento de mayor crisis moral de nuestro estado. El mejor homenaje a Monsi, -de quienes sus parientes ya se han deshecho al poner a dormir a sus gatos, qué triste- es no olvidar su postura intelectual, su papel.

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Más nos vale que hablemos antes de que sea demasiado tarde.

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