martes, junio 22, 2010

Monsiváis: campanadas por nuestro inglés-Ignacio Padilla (El Universal/Opinión 22/06/10)

La muerte de Carlos Monsiváis nos disminuye porque pocos como él podían saberse y jactarse de ser parte de la humanidad. No dudo que a él, que tanto gustaba de la poesía de John Donne y sus contemporáneos, le habría alegrado en secreto que dijésemos que las campanas que hoy doblan por él doblan también por nosotros. Escribo en secreto porque era tan tímido como cáustico, tan misántropo como amante de lo fieramente humano. Si alguien supo darle al nuevo siglo la receta para liberar al pensador del fardo del compromiso social, sin perder por ello ni el pensar ni el compromiso, ese fue Carlos Monsiváis, el más inglés de los escritores mexicanos.

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Le divertía pensar, no cabe duda. Como a Cervantes, le gustaba además hacerlo desde la excentricidad que sólo pueden hallar quienes tienen vocación de clásicos, como si emboscarse en la circunferencia de la esfera fuese la única manera de acceder a su centro múltiple y esquivo. Al articular el mundo entero desde su antiorilla, Monsiváis descomponía lo impuesto para desplazarlo, lo rígido para disolverlo, lo institucional para dinamitarlo. Diógenes socrático, falso sofista y por ende sabio, ordenó para nosotros lo que ha ido quedando del nuevo desorden mundial y de las chifladuras del valiente mundo nuevo.

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Más de una vez oí decir que era una pena que semejante ingenio y semejante pluma se hubiesen consagrado sólo, o más que nada, a la crónica. Como si no escribir cuentos o novelas fuese un desperdicio, una toma de partido suicida por un género menor. Nada de eso: la de Monsiváis fue una decisión visionaria. Al abrigo de Defoe y de Capote, este contador de realidades vio venir lo que en el siglo que corre es ya verdad como templo: la belleza de la verdad de las mentiras se encuentra también en la mendacidad de lo que nos es presentado como verdad.

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Todo lo vio, todas las faldas alzó sin pudor el lazarillo monsivaisiano. En México y América Latina encontró y mostró ya escrita la pesadilla de Valle Inclán: el esperpento, el espejo cóncavo donde cada día los héroes clásicos reflejan en espejos cóncavos a nuestros dictadores, nuestros caudillitos, nuestros politicastros, nuestro extenuante y risible andar por el juego de la democracia con puros calcetinazos a las gradas.

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Ya se dirán éstas y muchas más cosas, y estarán bien dichas. Ya se leerán, mejor que nunca, sus venablos, sus pullas, su prosa de bisturí y tiralíneas. Pero se dirá, ante todo, que fue amigo generoso y, me consta, mentor extremado, a su modo, siempre dulce como un trago de cicuta.

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