martes, junio 15, 2010

La invasión de los robots (Diario Milenio/Opinión 14/06/10)

Extraños en la línea

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La escena es familiar. Inmerso en la rutina cotidiana, de por sí rica en distracciones y tentaciones, uno al fin ha logrado hacer foco en lo suyo. Concentrarse, abstraerse, avanzar. Diríase que reina ya la calma cuando repiquetea un ring intempestivo. Y otro, y otro más, difícilmente llegarán a cuatro sin que al menos se asome uno al aparato y lea en la pantalla el número o el nombre de quien llama. Muchas veces, no obstante, se trata de un número irreconocible, o en su caso aparece en la pantalla la leyenda “llamada privada”. Lo cual puede indicar larga distancia, o teléfono público, o que al usuario de la línea invasora se le ha concedido el privilegio del anonimato. Entre las tres opciones, le inquietan a uno las dos primeras, que bien podrían ser llamadas urgentes. Por eso se termina contestando, acicateado por el solo temor a luego maldecirse por haber ignorado un asunto importante.

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Por más que así lo crean los vendedores, no siempre reconforta oír el propio nombre en labios ajenos. Menos aún si aquél que lo pronuncia se vale de esa suerte de untuosidad robótica que suele distinguir a los intrusos telefónicos. Gente a la que no hemos visto ni veremos y ya nos comunica el gusto que le da conversar con nosotros, aunque por lo escuchado juremos que lo que hacen es leer o recitar de memoria un libreto. Unas veces pretenden vender, otras cobrar; en uno u otro caso son incisivos y persistentes, pero pierden el piso y hasta la calma si acaso se distancia uno del guión. Y por lo que he sabido entre mis amistades, medio mundo se sale de quicio y termina por repeler la invasión. “No sea grosero, señor”, se defiende el extraño, y uno lamenta que el sentido común —ese pacto social engañoso y maleable al gusto del usuario— no sea suficiente para que los intrusos entiendan que la verdadera grosería está en la intromisión y la impertinencia.

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Los dominios del autómata

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Cierto que es su trabajo, y es seguro que lo odian, por la forma en que suelen ser tratados. Ganarán asimismo una miseria, a juzgar por el nulo profesionalismo con el que tratan a sus clientes, ninguno de los cuales tendrá la razón a menos que se sople el libreto entero, y eventualmente compre lo que le ofrecen. Decisión ésta errada y contraproducente, pues a partir de ahí quedará uno archivado como marchante y las llamadas se multiplicarán (no en balde la palabra cliente se usa también para calificar a aquellos cuya buena voluntad los hace especialmente permeables al engaño). Y esa es otra pistola que apunta hacia el incauto: las respuestas se archivan, o hasta se graban. Quien llama tiene todos nuestros datos, nosotros ni su número sabemos. No es cosa tan sencilla mandar al diablo al impertinente que comienza recitando nuestro nombre y apellidos; tampoco es infrecuente que llame de nuevo ya sólo por joder, si se siente humillado y quiere compartir una última probada de su ínfimo poder.

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Es, pues, cosa imposible salir bien librado una vez que se ha entrado en la dinámica improductiva de declarar la guerra al telefonista, que es acaso quien menos quisiera estar allí. Hay que ver el tupé que tienen quienes pagan sus salarios para mandarlos a violar intimidades sin más arma que la costumbre del abuso. Pues no todos se enojan, ni se quejan, ni terminan de hartarse de ser orillados a responder a toda suerte de preguntas, varias de ellas imbéciles, disparadas sin pizca de tacto por fulanos que hablan sin escuchar, y en tanto eso también sin entender: libres de toda sombra de inteligencia, facultad por lo visto secundaria para quienes no ven mayor ventaja en capacitar a aquellos cuya chamba consiste en joder y joder. Y ni hablar, lo hacen bien. Especialmente aquellos a quienes el retraso en algún trámite o pago pone ya por encima del cliente: motivo suficiente para acosarle como a un criminal.

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De rehén a delincuente

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No es raro que el sábado o domingo, en horas tan tempranas como las siete, llamen de un almacén donde tiene uno cuenta de crédito para avisarle que debe cien pesos y preguntar cuándo piensa pagarlos. Vamos, que me han llamado hasta por $1.50. Y eso, suponen ya, con celo de agiotista injertado en fiscal, los faculta para poner en marcha un interrogatorio majadero, redundante y estúpido del que uno se convierte en rehén, toda vez que está en deuda y por tanto en sus garras. De ahí que les extrañe, aunque ya lo acostumbren, oír una respuesta tipo ¿y a usted qué le importa? Cierto es que sus patrones así lo exigen y ellos tienen un formulario por llenar, pero hay que ver quién tiene la sangre de atole para aguantar esas impertinencias cada día, por duplicado o triplicado, sin ceder al impulso natural de enviarlos al carajo sin escalas (y más si ya pagó y las llamadas siguen, sólo eso nos faltaba).

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No muy distinto, aunque más irritante, resulta el trámite de cambiar proveedor. Ya sea la conexión a internet, el servicio de cable, el banco o el teléfono, no puede uno tratar de cancelarlos sin enfrentar un alud de preguntas que no le da la gana contestar, y a lo que desde luego no puede obligársele. Pero allí está la voz del robot, decidido a ejercer su micropotestad en el cliente infiel que no quiere sino irse y en todo caso va a dejarse abusar con tal de no seguir perdiendo el tiempo. Desde niño uno aprende a asumir la autoridad omnímoda del preguntón, pero a lo largo de años de suplicio telefónico aprende a defenderse, y hasta se inventa reglas a seguir, como no comprar nada a un robot invasor, ni responder a sus preguntas, ni olvidarse de registrar su nombre y repetírselo: tácticas defensivas sin poder disuasorio, que no obstante subrayan nuestra indefensión ante un acoso diario que suele comenzar por la propia compañía telefónica, donde se asume que quien renta la línea está naturalmente a merced del proveedor. ¿Qué hacer cuando levanta uno el auricular y oye una grabación que le invita a esperar la voz acosadora? Colgar, claro. Colgar siempre y en cualquier circunstancia. Si en este mundo hubiera justicia, habría que llamar a la policía.

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