martes, junio 08, 2010

Eso era subir una escalera (Diario Milenio/Opinión 08/06/10)

Subió las escaleras lentamente, todavía sintiendo que su garbo y su donaire le pertenecían a otro edificio. Imaginó que el dueño las había mandado traer de otro lado, desmantelando otra construcción piedra tras piedra, con mucho cuidado, sólo para reconstruirla con el mismo afán en el nuevo espacio. ¿Se podría hacer eso en realidad? Tuvo la tentación de dejarse sorprender, pero en el mismo instante visualizaba escenarios.

Diría: qué gusto, con la voz de alguien que paseaba por las calles de una ciudad que conocía de memoria.

Diría: cuánto tiempo, con el tono neutro de una persona lejana. También avizoró el silencio. El pasmo. La frustración inherente a las palabras que se saborean bajo la lengua sin posibilidad alguna de llegar al sonido.

O diría: ¿Cómo lograste entrar? A la defensiva, fingiendo que todo era real.

A medida que ascendía las escaleras equivocadas, seguramente traídas de otro edificio más ufano, menos decadente, se preguntaba si todo esto no era más que un invento, el resultado de su imaginación afiebrada. Su imaginación necesitada. Y se preguntó también si esto era lo que toda la gente hacía dentro de sus propios olvidos: correr el telón de lo real y agazaparse en un lugar pequeño, un ángulo apenas, detrás de los escenarios donde todo ocurría. Sin cesar. Se repitió su nombre una y otra vez. Y luego otra. Trataba de regresar a su cuerpo. El nombre y el apellido. Sintió la lisura de la madera donde apoyaba su mano mientras subía la escalera en la cámara lenta de su cansancio. Olió el aroma de flores frescas que salía de algún cuarto. Inspeccionó la luz que se colaba desde ¿dónde? No pudo identificar la fuente, pero se fijó en las isletas luminosas que se formaban en el filo de los escalones. Su zapato horadando la mancha luminífera. Su zapato saliendo de ella.

Diría: qué sorpresa, con la voz impostada, tratando de mentir con los ojos.

O no diría nada. Como santo Tomás, iría hasta ella para tocarla, para comprobar que no se trataba de un producto de su imaginación. Mordería la moneda de oro. Usaría el microscopio del tacto. Burlaría a su mente. Se burlaría de ella. Te descubrí. Niña con manos en la masa.

Diría: no te esperaba.

Diría: te esperaba.

Los escenarios se multiplicaban conforme subía la escalera. Los teatros enteros. Las marquesinas. Las palabras brotaban la una de la otra con reminiscencias de planta, de ser vivo. Hijas de las hijas de las hijas. Todo en femenino.

Diría: ¿Cómo estás? Y de inmediato estallaría en una carcajada jocosa, medianamente avergonzada. Si estuviera bien, si alguna de las dos estuviera bien, no estaría aquí, no estarían aquí. Un cuarto del hotel La Estrella de Choi.

Diría: ¿Dónde estás? Tratando de identificar su silueta entre la penumbra del lugar. Haciéndose presente y huyendo al mismo tiempo. Estableciendo la distancia. Determinando que se encontraban ahí, aquí, dentro del verbo estar. Que los muertos entierren a sus muertos. ¿Qué quería decir esa frase realmente? Y mientras el significado se le escapaba, eludiéndola con contorsiones imprevistas pero bien ensayadas, pensó que, de tener a santo Tomás frente a ella, le preguntaría: ¿Y quién te dijo que la carne es real? Volvió a repetir el nombre propio. Y luego el apellido.

Diría: aquí estoy. Titubeante. Abierta como la puerta que estaba abriendo. Derrotada en su apertura. Entregada a su apertura. ¿Qué importaba a fin de cuentas que no existiera, que nada existiera? ¿Cuántas fracturas se necesitaban para formar la caparazón de lo real?

Diría: ¿Quién eres? Fingiendo ignorancia. Sabiendo de más. Oyó el timbre del teléfono. Y luego la voz del recepcionista, un bostezo, la saliva uniendo diente contra diente antes de que la palabra “bueno” lograra romper el todo de la boca en dos. Número equivocado. Silencio. Y luz. Otra vez la luz sobre el filo de los escalones. Volvió la cabeza hacia el techo. Eso era. Sí, eso era: un tragaluz de cristales sucios, adulterados. Debían ser las tres de la tarde. Tal vez un poco antes. Minutos apenas.

Diría: apresaron a Juana Olivares. No, no diría eso. No tenía caso. Si sólo los muertos podían enterrar a los muertos, ¿quería eso decir que no había posibilidad alguna de conexión entre los muertos y los vivos? Pero qué falta de fe, pensó. Qué falta de imaginación. Empatía. Sintió su rodilla y el peso sobre su rodilla. La tensión sobre el talón, los talones. El momento exacto en que flexionaba la pierna y el cuerpo se impulsaba a sí mismo hacia el siguiente escalón. Eso era caminar hacia arriba. Eso era subir una escalera.

Diría: ya llegué, tratando de recordar el recorrido sin poder lograrlo. ¿Había, de verdad, subido la escalera? Cuando abrió la puerta no dijo nada. Se quedó detenida bajo el umbral, observando la espalda de alguien que miraba hacia la calle. Una silueta protegida por el velo de las cortinas raídas. Un bulto apenas.

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