lunes, junio 28, 2010

El set infinito (Diario Milenio/Opinión 28/06/10)

Las neuronas atletas

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Esa tarde, lo inaudito me pescó en el teléfono. Le puse, por lo tanto, mi atención dividida, y hasta lo desprecié, por incongruente. Había dejado muda la televisión; me entretenía con el auricular esperando no obstante comprender las imágenes que desfilaban por la pantalla. Cosa imposible en numerosos casos, pero a medias probable en los deportes, más que nada merced al marcador, presente en una esquina de la pantalla. Y allí estaba el entuerto: a medio marcador. “¡Pero qué estúpidos!”, comenté en el teléfono, con algún descreído desconcierto. Entiende uno que por pocos segundos el marcador registre un disparate, no así que éste se instale por minutos sin que alguien lo señale y sea corregido. Me expliqué en el teléfono: “Estoy viendo un partido de tenis, pero según el marcador es basquetbol.” ¿Qué exactamente quería decir aquel 46-45 en la primera ronda de Wimbledon? ¿Nuevas reglas, quizás, para sorpresa y horror de todos? No bien colgué el teléfono y subí el volumen, entendí que se disputaba en el All England Tennis Club el primer set infinito de la Historia, y muy probablemente también el último.

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“Me gustaría ver las estadísticas”, comentaría John Isner tras disputar siete horas el mismo set, todavía inconcluso al cabo de 118 juegos al hilo. Su rival, Nicolás Mahut, recién había dado un heroico salto de tigre sobre la cancha, y aterrizado luego de panzazo, en una de las tantas desmesuras a las que, ahora sabemos, conduce la pelea por un set infinito. Habían sonado las dos de la tarde cuando los contendientes retornaron a la cancha dieciocho, listos para jugar la quinta manga de un partido iniciado el día anterior a las seis de la tarde e interrumpido por falta de luz, cuarenta y cinco juegos más tarde. Es decir que ninguno llegó fresco, aunque habrán esperado que en cuestión de una hora, con suerte sólo media, estarían de vuelta en el vestidor. Mas antes que los números del sentido común estaba la obsesión por la pugna mental que cumplía ya veinte horas de disputa. Cree uno saber los límites del cuerpo, cual si el cerebro no fuera parte de él. Dejar un duelo a medias es sentenciar a incontables neuronas a cumplir horas extras ilimitadas, por más dormido que se piense el usuario. Y por más que deslumbren los números de un set infinito, ninguno alcanza para consignar la proeza de sostener un duelo estratégico mientras el cuerpo pega y corretea sin apenas parar, a lo largo de siete horas continuas.

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Maratón de maratones

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Es posible que el Guinness de las marcas mundiales merezca, como ya se ha dicho, la jerarquía de libro-más-idiota-del-mundo. No tanto por los hechos que registra, la mayoría insulsos y no pocos ñoños, como porque juntarlos y revolverlos equivale a mostrar lo extraordinario de una forma en extremo ordinaria: lo meritorio al lado de lo accidental, la odisea confundida con la promoción, el rigor en las manos del narcisismo. Experimenta uno angustia narrativa cuando presencia un hecho extraordinario, pues teme que de ahí a un par de meses, o semanas, o días, él mismo descreerá de cuanto vio y oyó, si ya la desmemoria le habrá robado el alma a esos instantes que parecían eternos y de los que no quedan sino cifras e imágenes, ninguno ya bastante para causar el pasmo original, amén de esa ilusión de permanencia que suele dar la Historia cuando se escribe enfrente de los pasmados.

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La cancha 18 del All England tiene un cupo modesto para la imparidad de la ocasión: 782 espectadores allí donde, según informa la guía del torneo, puede escucharse hasta el mismo resuello de los jugadores. “Es como un maratón”, declaró Venus Williams, anclada a uno de esos preciosos lugares, y en un instante procedió a corregirse: el duelo entre el francés de 1.91 metros y el americano de 2.06 —ambos a todas luces gladiadores— equivalía a varios maratones. Y ya ni hablar del desgaste mental. Pelear durante siete horas por un set, y añadir una más al día siguiente, luego de las primeras tres del anterior, es un empeño necio y no se entiende sin equipararlo con una lucha a muerte donde quien hace las grandes jugadas ya no es el deportista, como el instinto de supervivencia. Jugar épicamente, hasta el fin del aliento, como si el mundo fuera a acabarse mañana. Ir contra la prudencia elemental y aplicarse a luchar en la primera ronda como si fuera el partido final. Disputar esas siete mil quinientas —la diferencia de una ronda a otra— como si fueran el millón de libras que de aquí a siete duelos va a llevarse el campeón, a sabiendas de que un desgaste así cancela de antemano el porvenir. Pelear por nada, al fin, y en ese trance jugárselo todo: puro romanticismo con raqueta.

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Buzkashi sin caballo

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Nunca antes se había dado un premio a un jugador en la primera ronda, y en la cancha 18 lo mereció de pasó el juez de silla, Mohamed Lahyani, “por controlar el juego y a sí mismo” en el partido más largo de la historia. De manera que hasta Isabel II, esa tarde presente en la cancha central luego de no poner Sus Reales Pies allí durante décadas, fue noticia pequeña frente al milagro de Isner y Mahut, que a puro pundonor redujeron a trizas las leyes de la probabilidad. Si ellos habían, al cabo, jugado un set de ocho horas y alcanzado un 70-68 que da miedo, de puro inconcebible, el infinito era una opción más. ¿Cómo no distinguir en el aire circundante un tufillo tramposo a inmortalidad, si al fin de eso se trata la gesta de los dos jugadores más tercos del mundo?

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No cabe en este espacio la cantidad de cifras involucradas en el set infinito. Para hoy, las hay por cientos en internet, así como toda suerte de crónicas periodísticas extensas, detalladas y atónitas. Personalmente, me temo que para encontrar antecedentes de similar nivel sea preciso ir hasta el Coliseo romano, o acaso a esas montañas afganas donde por días y noches se jugaba a fuetazos el buzkashi, consistente en pelearse a caballo el cuerpo de un carnero degollado. A todo esto, el partido se lo llevó John Isner; y perdió al día siguiente en una hora y catorce minutos. Faltaba esa pequeña cifra frívola.

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