lunes, junio 07, 2010

Antípodas, S.A.(Diario Milenio/Opinión 07/06/10)

El cómodo comodín


Qué falta hace Bush Junior. Con lo sencillo que era ponerse en sus antípodas y pretender que se entendía al mundo a partir de esa sola antipatía. Ingratos como somos, nunca atinamos a apreciar los esfuerzos que hacía el infeliz por ofrecernos tantas comodidades a la hora de opinar en torno a cualquier cosa. Incluso cuando hablaba claro y sustancioso, como pasó luego del huracán Katrina, más temprano que tarde la realidad terminaba alumbrando las oquedades de su palabrería. Un palurdo folclórico y puritano, cruzado como tantos ex viciosos, cuya torpeza llegó a ser en tal modo proverbial que pocas veces se atrevió a fallarnos. Tirarle mierda a George W. Bush era como apostar en pelea de tigre contra burro amarrado. Y eso es de agradecerse, cómo no. Más todavía para aquéllos cuya conducta errática y voluntariosa exige disponer de un reparto estelar de bestias negras.

En los últimos tiempos, cada vez que un modelo o aprendiz de tirano suelta alguna burrada de alcances planetarios, se aprecia la orfandad en que los ha dejado el paleto de Connecticut, antes siempre dispuesto a sacar el cobre en primer lugar y evitarles la pena de exhibir ante el mundo sus miserias neuronales, amén de numerosas semejanzas con el que año tras año pretendieron vendernos como su antípoda. Igual que al holgazán profesional le reconforta verse rodeado de flojos amateur a los cuales usar como ejemplos de holganza, tener allí a Bush Junior daba tranquilidad, cuerda y motivos a quienes precisaban hacerse percibir como distintos, e incluso radicalmente distintos a todo cuanto aquél simbolizaba. Pues ahí está el negocio de los antípodas. Son lo que son y ofrecen lo que ofrecen a partir de un esquema en blanco y negro. No lograrían vender un cacahuate blanco si no hubiese uno negro al cual denostar, de preferencia por razones lindantes con la sinrazón, cuando no rebosantes de estupidez: una astucia sencilla y marrullera que le evita al usuario la molestia de defender con argumentos sólidos lo que de sobra sabe indefendible. La clase de argumentos que se disculpan en tiempos de guerra, cuando todo se vale y es cosa cotidiana que la fuerza se imponga a la razón. Los eternos antípodas se sienten dispensados de pensar en el otro o, asco de ascos, ponerse en su lugar, con la coartada de que están en guerra. Cómo no iban a suspirar por Bush.

Polos artificiales


Javier Marías habla, en la entrega reciente de su ácida y deleitosa columna semanal, de una cierta manía irracional en los espectadores de eventos deportivos, que virtualmente todos compartimos y consiste en la urgencia de tomar partido, so pena de aburrirse como un embrión, por motivos sacados de la manga. Hasta hoy, nunca he entendido por qué un equipo es preferible a otro, a través de los tiempos, aún con jugadores diferentes y hasta distinto dueño o sede, aunque igual pruebo cierta paz de espíritu si en alguna pantalla veo que van ganando los Yanquis de Nueva York, por decir los primeros que se me ocurren. Ver adelante al equipo que uno espera que gane le hace un extraño bien a la autoestima. Confía uno más y mejor en sí mismo cuando se cumple en otros, afines en teoría, la expectativa propia. Y al contrario: sobran los hinchas que se pierden la confianza no bien su equipo se hunde o es hundido, razón más que bastante en tiempos de guerra para odiar al contrario y su pandilla, y acto seguido enviarlos a las antípodas.

Si me viera forzado a responder, diría que en las antípodas de mis gustos y costumbres se hallan esas chamarras verde purgante, más parecidas a un sleeping-bag, que llevan el escudo de los Miami Dolphins. Más discretas, no obstante, las de los Dallas Cowboys nunca me han parecido codiciables, y ya supongo que ello me pone en las antípodas de unos cuantos millones de compatriotas que nunca entenderían la hueva que me da su Superbowl, como yo encuentro raro y lastimero que alguien ose dormir mientras se juega el partido final de Roland Garros y ahora mismo no me haya quitado de encima la playera amarillo chillante que lleva impreso el nombre del campeón. Es decir que en el fondo nos parecemos aterradoramente, pero creemos tanto en los matices que juramos hallarnos en polos encontrados, y he aquí que cada quién corre a pintar su raya. Que nadie se confunda: uno es lo opuesto a eso.

Gone with Obama


Si el mundo fuese justo, las respectivas porras del América y el Guadalajara dedicarían cuando menos un minuto de su trabajo a homenajearse mutuamente. A saber las montañas de billetes que a la fecha le habrán entrado a cada club a partir de esa guerra artificial que ha permitido al buscador de antípodas clasificar a los seres humanos en chivas y americanistas, dos especies a todas luces irreconciliables. Y allí es donde entra Bush. O en fin, solía entrar. Cada vez que dos puntos de vista chocaban, la imagen detestada de Bush Junior, Antípoda Mayor, permitía una cierta zona franca donde la disyuntiva, en todo caso, apuntaba hacia perversidad o torpeza, cualidades a fin de cuentas compatibles.

Antes, pues, de juzgar las conspiraciones y maniobras exóticas, grotescas o ridículas que los antiguos socios-antípodas de Bush le atribuyen hoy día a su sucesor, habría que entender la soledad de quien de un día para otro se ha quedado sin bestia negra. Concederle, no obstante, a un tipo cultivado y razonable como Barack Obama el papel del paleto inmediato anterior es llevarse en su sitio la rechifla. ¿Quién imagina al ducede Miraflores insinuando que Obama deja a su paso un rastro de azufre? De esa incapacidad desesperada nacen teorías como la de los terremotos Made In USA para entrega a domicilio. Hay urgencia de antípodas, da igual si naturales o hechizos, antes de que las crisis locales empeoren y empiecen a agotarse los chivos expiatorios. Y el diablo Bush allá, jugando con su perro. A este paso, cualquiera que no grite y amenace va a tener la razón, y hasta habrá a quien le cobren por perderla. Y para colmo habrá también quien diga que eso les pasa por pactar con el diablo.

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