lunes, mayo 24, 2010

Más cornadas da el hombre (Diario Milenio/Opinión 24/05/10)

Cuando se hace la chica

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Por sí misma, la imagen proyecta una película de horror: el torero Julio Aparicio es levantado en vilo por el cuerno izquierdo del toro, que le entra por el cuello y sale por la boca, mientras su mano diestra sostiene aún el estoque por el mango. Es una de esas fotos que van doliendo más conforme uno se entrega a calcular el golpe que revienta la mandíbula, el paladar, los dientes, de manera que en las horas o días subsiguientes la adhesiva obsesión le acompaña del sueño a la vigilia, igual que un mal espíritu.

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Suelo esquivar la vista de imágenes taurinas, tal vez por la manía de ponerme no en el pellejo del torero, como en el del toro. Por eso hago excepciones con las cornadas: cada una un golazo del equipo más débil. Quienes aborrecemos la llamada fiesta brava, y hasta a veces nos cuesta distinguir a una plaza de toros de un rastro con gradas, encontramos a veces consuelo en ese hecho simbólico —la cornada que hace trizas los momios y pone al débil en fugaz ventaja— sin acaso advertir que al hacerlo compramos boleto para el festín que tanto despreciamos. ¿O es que no lo entendemos? Seguramente. Nada más la lectura de una de esas crónicas taurinas saturadas de cierta jerga pretenciosa y eufemística que a menudo es vecina de la cursilería, me produce un rechazo poco menos que orgánico. La idea de llamar querencia, por ejemplo, a la puerta de escape del martirio, sugiere una crueldad refinada y sardónica. Pero ahí está la foto del toro bautizado como Opíparo, zarandeando a Aparicio por la quijada. Insisto: se ha movido el marcador. Esas cosas no pasan en un rastro.

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En un sentido, la barbarie consiste en la incapacidad de verse dentro del pellejo ajeno. Uno se cree piadoso cuando intenta ponerse en el lugar del toro de lidia —toda una hazaña ñoña de la imaginación— cuando lo cierto es que difícilmente se ha movido del suyo: quién pudiera rascarse la mala conciencia. No digo, ni diré, que la afición a los festines sanguinarios me parezca una muestra de salud mental, pero al fin quién es uno para dictar parámetros al respecto. No es al fin tan difícil meterse en los zapatos del taurófilo, si ya se ha cultivado una pasión malsana y gratificante, como por suerte hay tantas disponibles.

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La opinión del filete

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Casi ninguno hemos estado en un rastro. Pocos, también, han visto a un toro de lidia en su medio, donde cuentan que vive como un príncipe. Si hacemos un zoom back de la plaza de toros donde el público vibra de emoción conforme la estocada destroza las entrañas del animalazo y movemos la cámara hasta un matadero, pasaremos sin duda del susto histriónico al horror histérico. Y si, entrados en morbo, seguimos el proceso de cría de los que nacen para morir a manos de un tablajero, puede que descubramos que Heinrich Himmler no vivió en vano. Gallinas inmovilizadas entre rejas estrechas, con el pico cortado, vírgenes y rehenes de su ovulación. Pollos que viven tres semanas menos porque sus criadores los revolucionan a fuerza de sobrealimentarlos con una dieta que incluye el excremento reciclado. Millones de millones de animales convertidos en cosas virtualmente invisibles e inaudibles: bultos móviles a los que hay que amarrar o encerrar y un día destripar, cada cosa al criterio libérrimo del dueño.

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Cierto es que nada de esto sale en primera plana, pero si al cabo va uno a horrorizarse por el dolor perpetuo que el ser humano inflige a incontables especies, la lista es suficientemente larga y nutrida para seguir plañendo por la suerte del único entre los masacrados que tiene cuando menos una oportunidad. El más vistoso, es cierto, porque a los que murieron en el rastro sin recibir un nombre ni salir en la tele nos los comemos con notable discreción. Para tranquilidad de todos, los paquetes de carne molida no mugen, ni nos miran, ni pudieron alguna vez defenderse. Sabemos cómo muere un animal de lidia, no qué tal vive el resto del ganado ni cómo se hace para castrar a un toro. Somos sensibles, pues. No nos hablen de sangre ni chillidos de puerco, que nos van a estropear los tacos al pastor.

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Conciencias en formol

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Alguien me dijo un día por qué, supuestamente, los narradores son mejores personas que los poetas: si éstos se centran en su intimidad, y así se vuelven díscolos e insensibles al dolor ajeno, aquéllos se condenan a ocupar los zapatos de sus personajes, lo cual los mimetiza con el prójimo. Una teoría simplista y prejuiciosa que sin embargo me apuré a celebrar, toda vez que me daba el bálsamo oportuno de mirarme al espejo como buena persona. Algo muy similar me sucede cuando hablo con un antitaurino: el colofón es la buena conciencia. Más todavía, tiendo a clasificar a las personas de acuerdo a su actitud hacia los animales, pero igual a esos tacos no les hago el feo. Y aún si los despreciara, ¿cómo me libraría de temerme algún día, más que vegetariano, vegeticida?

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Saberse miembro de una especie díscola y abusiva no es firmar compromiso con la barbarie, ni con la estupidez, pero al cabo el infierno en la tierra sólo es completamente concebible para quien tiene plumas, o escamas, o cuatro patas. ¿Qué, sino su hermetismo, es la característica más temible del infierno? ¿Quién lo defiende a uno de la alegre y perpetua sordera del verdugo? ¿Y qué decir de la perfecta indiferencia del mundo? Hoy día cualquier malnacido puede enjaular, mutilar, torturar y matar a su perro, o al que encuentre sin dueño que lo defienda. Para hacerse acreedor a una pequeña multa, tendría que presumir su bestialidad en YouTube, como han hecho otros locos peligrosos que deberían estar, ellos sí, enjaulados. Antes, pues, de siquiera asomarse a las discusiones bizantinas entre taurófilos y antitaurinos, habría que tratar temas como la hipocresía y la indolencia humanas, evidentes en la ausencia de leyes protectoras de la más básica dignidad animal. Discusiones aparte, mientras tanto, me considero miembro de una tribu de bárbaros. Peor todavía, bárbaros hipócritas. Con su permiso, voy a pasear al perro.

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