lunes, mayo 03, 2010

Las neuronas de plomo (Diario Milenio/Opinión 03/05/10)

Herodes también fue niño
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Es la noche del 30 de abril y en la televisión aparece una escena escalofriante: ante los féretros de dos niños asesinados, miembros de la familia berrean presas de un desconsuelo vacío de respuestas. Poco después, aparece la madre señalando que no fueron los narcos, sino los militares quienes ocasionaron esas muertes. Por su parte, los militares se defienden afirmando lo contrario. Y arranca la polémica a nivel nacional: un torneo de pedradas entre repartidores de culpas. Tal parece que a uno debiera tranquilizarle saber que el fuego infame vino de los villanos y no de los guardianes del orden, como si fuese un hecho deliberado, cuando lo único evidente al sentido común elemental es que se trata de un accidente estúpido, en mitad de una guerra estúpida motivada por una legislación estúpida. Darle vueltas al tema de si a esos inocentes los mató la granada de los malos o las balas de los buenos, conduce a discusiones bizantinas que pueden ayudar a aliviar la conciencia, no así la estupidez original. ¿O será que pensamos que combatir el síntoma elimina per se la enfermedad?
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Espeluzna leer noticias como aquella de que “únicamente por precaución” ya se adiestra a los niños, en plazas de Chihuahua y Tamaulipas, a protegerse en caso de balacera, mediante simulacros donde aprenden a rodar por el piso y resguardarse. ¿Debería eso tranquilizar a sus familias? Vamos, si yo tuviera un hijo en esas condiciones ya estaría pensando en largarme de allí de cualquier forma, pero ésa no es opción para la mayoría; parece más plausible hacerse a la idea de vivir con la muerte encaramada y el Jesús en la boca, asumiendo que la vida es así y al fin y al cabo a todo se acostumbra uno. Sólo que en estos casos ni la muerte es bastante para ponerle fin a la zozobra. Escribe la española Judith Torrea, periodista y bloguera radicada en Chihuahua: “En Juaritos todo aquel que protesta o muere pasa a la lista —de las autoridades— de tener vínculos con el narcotráfico. Eso sí, sin investigar.”
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Inteligencia cero
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Hace ya muchos años que hablé de drogas con Joaquín Sabina. Se había metido, contó entre risotadas, varias rayas con esas impecables celebridades que de pronto salían en la televisión previniendo a la gente contra los estupefacientes, y al cabo remató con una sentencia irrefutable: “Quien es imbécil, con drogas es más imbécil”. ¿Y un imbécil con armas, me pregunto ahora, no es también más imbécil? ¿Y qué tal uno armado de millones de dólares fáciles? Nada lejos andaba de la verdad Frank Zappa cuando dijo que el elemento más abundante en la atmósfera no es el oxígeno, sino la estupidez. Es al menos ridículo declararle la guerra a un enemigo omnipresente para defender leyes que contribuyen a fortalecerle más allá de cualquier límite concebible. Al final, ser imbécil tiene sus privilegios, en especial para quien posee drogas, armas y dinero a granel.
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Hipocresías aparte, el de las drogas es un negociazo. El más grande y redondo del planeta. Hacer la guerra contra sus promotores no es menos que pelear contra potentados, que además son perfectamente reciclables porque business is business y esos changarros nunca estarán vacíos mientras la mercancía siga alcanzando semejantes precios. No es casual que los nuevos narcos resulten cada día más atrevidos y despiadados, cuando la guerra arrecia y los precios no paran de subir. Verdad es que los cárteles de la droga son organizaciones criminales, y en tanto eso es preciso combatirlos, aunque no necesariamente a sangre y fuego. Si se concede, pues, que este combate no es del todo estúpido, seguramente lo es la prohibición que mantiene los precios de las drogas por encima de la estratósfera. En el mejor de los casos, libramos una guerra inteligente al servicio de una causa estúpida. Creemos que un jarabe para la tos sirve para curar una tuberculosis, y el resultado se expresa en cadáveres. Gente muerta por nada y para nada en mitad de un infierno sin orillas.
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Por muertos no paramos
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Cada vez que me topo, en la columna diaria de Ciro Gómez Leyva, con los números tétricos de la guerra del narco, intento refugiarme, como Stalin, en la frialdad de la mera estadística. Puede que la más grande pesadilla de Hitler —quien para bien de todos era un estupidísimo estratega militar— durante el sitio de Stalingrado fuese la inagotable cantidad de reemplazos y refuerzos al servicio del ejército soviético. Al igual que los cárteles de hoy, el dictador disponía de infinitas reservas de muertos potenciales; por él, la escabechina podía prolongarse indefinidamente. ¿Cómo esperar, entonces, que en la guerra a los narcos disminuyan los números del muertómetro, si el negociazo sigue viento en pipa y abundan pobretones prestos a sumársele?
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No hay más que echar un ojo a la televisión americana, donde al menos la mota es pan de cada día y es un hecho que a nadie consigue asustar, para entender que todo apunta a una despenalización inminente. Mientras tanto, campea la hipocresía de la mano de la estupidez. Amigas entrañables, ya se sabe. ¿Cómo van a explicarse los padres de esos niños masacrados, de aquí a unos pocos años, que sus hijos murieron en nombre del respaldo a una prohibición idiota, o sea, insisto, por nada? ¿Consideramos héroes a los uniformados y civiles que murieron en aras de la ley seca? ¿Qué cantinero gringo no sentirá extrañeza de ver hacia un pasado ya remoto en el que su trabajo era un delito grave? ¿Qué pensarán todos esos soldados y agentes federales, luego de tanto tiempo de jugarse la vida, cuando lo que hoy combaten se vuelva legal? ¿Qué contarán las viudas a los huérfanos, “papá fue un héroe y murió por la patria”? ¿Qué porcentaje de civiles y niños inocentes debe recibir sobredosis de plomo antes de que se entienda que no salen las cuentas? ¿Es México un patio o un cuartel trasero? ¿Son respetables las leyes estúpidas, obsoletas y abusivas? ¿Hay para estas preguntas, pocas en realidad, mejor respuesta que balas y esquirlas?

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