miércoles, mayo 19, 2010

Días endemoniados (Diario Milenio/Opinión 18/05/10)

No exagero si digo que he vivido días muy extraños. Un reporte objetivo revelaría que estuve, en efecto, en San Juan, esa ciudad que es mi segunda ciudad, la más parecida a Tijuana en el mundo, la más dueña mía. Y caminé por ahí y miré hacia el cielo y, de conformidad a las expectativas, alcancé a conversar. Los amigos, poseídos por novísimas lecturas y más novísimas experiencias, no dejaron de recomendar libros de poesía ni de discurrir, con asombro y rabia y orgullo, sobre la huelga universitaria que, incluso en estos días, se vale entre otras cosas de las nuevas plataformas de la tecnología para enfrentar la intransigencia del poder. Toda una isla.
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El informe tendría que manifestar en ese lenguaje escueto y aparentemente objetivo de los comunicados oficiales que, en efecto, regresé a mi estación fronteriza por aproximadamente 6 horas antes de volver a partir, de madrugada y café con cardamomo en mano y sin haber abierto la maleta, hacia el aeropuerto donde, según el plan original, se iniciaría el periplo que me llevaría primero a New York y, luego, un poco más tarde apenas, cuestión de unas cuantas horas, a Barcelona. El avión, el primero, partió con tres horas de retraso. Y eso fue sólo una probadita de lo que vendría. Por si hicieran falta señales más ominosas compré The Possessed. Adventures with Russian Books and the People Who Read Them, en una de las librerías del aeropuerto nada más porque recordé que una colega se lo había recomendado a una poeta admirada no hacía mucho en una cena entrañable. Las historias que a bien tiene reunir Elif Batuman me hicieron olvidar que estaba tirada sobre la alfombra de un aeropuerto, oyendo de cuando en cuando el número creciente de horas que tardaría en llegar el siguiente vuelo. Con la espalda sobre el suelo y pluma en mano entré una vez más en un mundo que conozco bien porque de ahí salí hace ya muchos años: el mundo de Tolstoi, sobre todo; el mundo también, ineludiblemente, de Fyodor. Y nótese que a uno me le acerco, cariacontecida y obnubilada, a través del apellido y al otro, como si no hubiera necesidad de otra cosa, por el nombre. El mundo de los estudios de posgrado en las universidades gringas. El mundo de conferencias y maletas perdidas y vuelos pospuestos. Los poseídos, en efecto. O Los endemoniados, en su defecto.
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Fue hasta pasada la media noche que me enteré de la cancelación del vuelo. Me dolía la espalda para entonces y un súbito ardor en las anginas me hizo temer el regreso de la enfermedad que me tuvo atada a la fiebre por tantos muchos tristes días de abril. Tomé el teléfono y pedí consejo: ¿Me regreso a casa o le sigo?, pregunté, escueta, tratando de emular los 140s del twitter en mi conversación. ¿Cuál casa?, oí por el auricular. Justo entonces me di cuenta de que una lenta, amorosa, bella pareja de catalanes solicitaba con esa típica desesperación de la edad adulta un traductor y fue así como me aproximé, intentando llevar a cabo mi buena obra del día. Les traduje y me traduje entonces que nos quedábamos un día más en New York y que, luego, volábamos todos a Londres. Si nos iba bien, llegaríamos a Barcelona en dos días. ¿Cuál casa?, me repetí y fui por mi maleta. No la había abierto, recordé en ese momento, mientras visualizaba los vestidos que habrían estado bien para el trópico pero eran poco aptos para el lugar de mi destino.
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Es posible hacer muchas cosas en 24 horas en New York, ni qué decir. Esto lo cubriría de manera por demás eficaz el informe de los hechos. Y todos llevamos dentro, eso espero, o eso desearía, un clásico ruso en el mismísimo corazón de lo que, entrados en gastos, podríamos denominar ahora mismo, con la mayúscula del caso, El Adentro. Recordé, pues, bajo esa luz primorosa y sobre sus calles, al maestro aquél del preparatorio que, como ya lo he contado antes, a bien tuvo demandar la lectura completa de Ana Karenina y Crimen y Castigo, las dos juntas, para uno de los bimestres de primavera. Lo que es la ilusión. A las 9 de la noche del siguiente día anunciaban ya que el vuelo, una vez más, iba retrasado. Elif Batuman andaba en Samarkand aprendiendo algo de Uzbek, una lengua que, según una de sus profesoras, tenía unas cien palabras distintas para expresar el llanto, a saber: la que describe el estado en que uno quiere llorar pero no puede hacerlo, la que apunta a lo que causa el llanto, la que emula un llanto sonoro como los truenos entre las nubes, la que describe el llanto que se expresa a sollozos, la que contiene el llanto interno o secreto, la del llorar incesante y en voz alta, la que coloca en el mismo plano el llanto y el hipo, y la que describe el llanto mientras se pronuncia el sonido hey hey. ¿Cuál casa?, me repetía yo, quien, de súbito, había resultado buenísima para el Uzbek.
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Salimos nuevamente con un par de horas de retraso, eso es cierto, el informe así lo revelaría. Tanto la pareja de amorosos catalanes como los otros refugiados de los aeropuertos perdimos, como era de esperarse, nuestra última conexión. Puedo atestiguar que de algo sirve haber memorizado el pasaje sobre el Uzbek antiguo cuando se trata de platicar con un grupo de desamparados viajeros cariacontecidos. En corto: pudimos tomar un vuelo más tarde. Demasiado tarde. Fue cosa de despedimos en el Prat para comprobar que llorar, les decía, sigue siendo una palabra muy vasta. Todos llevamos, en efecto, un clásico ruso en El Adentro.
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Tranquila ya, porque lo sabía todo perdido, abordé el taxi que me esperaba en el aeropuerto. Atravesamos las calles con gran lentitud gracias al tráfico. La luz sobre la cara exterior de las hojas. La sensación de que iba a llover o de que acababa de llover. Elif empezaba, por entonces, a desbrozar el mundo de Nikolai Stavrogin. A algo iba yo con todo esto. Los endemoniados. La gente se dedica, en efecto, a cosas extrañas. Y se dedica a esas cosas extrañas, además, con extraña determinación. Por eso pasa lo que acontece, supongo. Por eso, después del periplo más largo, después de cancelaciones y retrasos de vuelos, después de las esperas más largas, llegué a tiempo. Justo a tiempo. Para no exagerar y en honor a la verdad: llegué unos 15 o 25 segundos antes de tiempo.

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