martes, abril 06, 2010

Tim Burton, el genio de la imaginación y el misterio (Revista Poder y Negocios 22/03/10)

Nueva York es inagotable. En un mismo fin de semana puedes ver el mejor teatro –en mi caso a Scarlett Johanson en la obra de Arthur Miller La vista desde el puente–, danza –los 80 años del gran coreógrafo Paul Taylor–, un musical prácticamente perfecto –Mary Poppins–, y comer en uno de los restaurantes más innovadores del mundo, Craft, de Tom Coliccio, en Greenwich Village. Comprar un libro en su edición orginal en The Strand –Enemigos de la promesa, de Cyrill Conolly en la edición de 1943, por 10 dólares– y ver la mejor retrospectiva de arte nigeriano –en el Metropolitan–, así como contemplar el vacío del arte de Demian Hirst en la galería Gagosian (prescindible totalmente; es como ir a una tienda Louis Vuitton, pero con supuestas obras de arte; se trata de una tomadura de pelo para millonarios, me queda claro) o introducirte en el MOMA, y dejarte llevar por ese museo que es una cita obligada.
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En mi caso, con uno de los artistas que más admiro: Tim Burton. Me han encantado siempre sus películas, su mirada, el talento exquisito para plasmar las tétricas y truculentas fantasías infantiles. Amé Beetlejuice con la misma fruición que esa película casi etérea de tan perfecta, Edward Manos de Tijera. Me encantó su Batman regresa y he leído una y otra vez los cuentos del Chico Ostra.
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En mi imaginario, Burton es una referencia constante. Ahora, en el Museum of Modern Art podía ver la primera gran retrospectiva del genio de Burbank. Mi boleto –comprado por computadora, para evitar las colas–, tenía la entrada para la sección de Burton a las 12:30. Contaba, pues, con dos horas enteras antes de poder asistir a la boca de un animal, de uno de sus personajes. Decidí recorrer las otras dos exposiciones abiertas (Marina Abramovic, para mi tristeza, aún no estaba terminada, aunque una de sus instalaciones sí pude verla de reojo), la genial del artista sudafricano William Kentridge, que merecería un ensayo aparte pero que aún me ronda en la cabeza, y la cada vez más fútil de mi amigo Gabriel Orozco. He estado en todas las otras muestras de él en el MOMA y lo que antes parecía una actitud artística con contenido, conceptual, empieza a datarse en sí misma. Es como asistir a la obra de un viejo que se repite sin innovar ya.
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En algún momento Orozco deslumbraba con un balón de futbol mojado. Hoy su repetición geométrica –una de las dos salas especiales dedicadas a él estos días– parece más bien el azulejo de los baños de una de esas grandes construcciones de Pedro Ramírez Vázquez. No asombra, no compromete. Me dio mucha tristeza. La ventaja es que de allí recorrí las cinco propuestas de Kentridge, por más de una hora (regresé en la tarde sólo a ver su maqueta de La flauta mágica de Mozart, que es genial).
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Y, por fin: la hora de Tim Burton. Mi hora.
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Me deslizo dentro de la boca de un animal salido de la imaginación de Burton para entrar a un largo pasillo, lleno de gente que mira cortos animados de los Chicos de Burton, especialmente Chico Tóxico y Chico Manchas. Son hilarantes, aparentemente simples en sus líneas y sus historias, pero nos introducen en realidad en el mundo retorcido, lleno de humor negro de alguien que ha hecho de los tradicionales temas para niños algo muy serio.
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Y eso es lo primero que sorprende de la muestra, la evolución de Burton. De un joven artista sin aparente originalidad ó méritos, salvo cierta capacidad para el dibujo –que diseña los pósters para la banda de policía o para los bomberos de su natal Burbank–, pasamos al aprendiz de ilustrador de libros infantiles que le propone un libro a Disney. La respuesta es conspicua: “Pese a la falta de elementos técnicos el libro nos parece interesante, no deje de seguir empeñado en sus esfuerzos creativos”.
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¿Cómo es que ese joven se convierte en el artista dotadísimo que es? Primero, nos queda claro –como ha comprobado la actual neurociencia– que se necesitan muchos años de práctica, al menos 10, para dominar un arte. En el camino se puede lograr la técnica pero nadie nos asegura, pese a las muchas horas empeñadas, que se logrará el objetivo. La paciencia no hace genios, aunque junto con práctica, práctica y más práctica puede hacer que un artista, como el caso de Tim Burton, descubra su voz.
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Y he aquí lo más notable. El dibujante que entregó un cuento de un gigante en una isla a la Maurice Sendak, de pronto decide ser él mismo. Encuentra en su universo, un universo que es único, y en su infancia, los elementos para poblar sus fantasías, construir sus dibujos y mejorar su arte.
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¿Qué descubre, además, mientras encuentra su voz? Descubre, creo yo, que es un contador de historias que utiliza el dibujo y el cine para sus propósitos, pero que antes que cineasta o artista plástico es un contador de historias que, además, ha decidido quedarse en dos territorios apenas diferenciables, el de la infancia y el de la curiosa, compleja y ambigua adolescencia.
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Y decide, además, no edulcorar su empresa. Decide que las fantasías serán como él las ve: oscuras, llenas de humor, tétricas muchas veces. Así tenemos en la muestra del MOMA un momento muy especial, su versión japonesa de Hansel y Gretel. Está llena la salita en la que la proyecta, pero encuentro un lugar para sentarme y ver el corto. Sólo niños a mi lado. La madrastra es un hombre, disfrazado de geisha, el padre una especie de samurái urbano. Pocos elementos. Mucha crueldad. Mucha soledad. Esos dos son en realidad los temas de Burton, ahora lo sé de cierto: la cruel soledad.
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Y en ese estado del alma que él ha captado tan bien, el horror tiene siempre lugar, el miedo, la esperanza psicodélica, el humor. Un humor que me he empeñado en describir aquí como el único que vale en arte, el humor empático, no autoritario, que no erige al que lo asume como superior al objeto de la burla. Todo es tocado, trastocado por el humor que se convierte en una manera distanciada de ver y aceptar las cosas del mundo.
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Está claro (voy ya a la mitad de la muestra, donde están las esculturas de Charlie o la fábrica de Chocolate), que para los grandes artistas lo más importante ocurre en la infancia. Para Burton, lo esencial, ocurrió entre los dos y los seis años. A partir de allí la experiencia de la vida, ha sido redibujada por esa realidad. Como si lo ocurrido fuera un recuerdo proyectado en el futuro de lo que fue en la infancia, la dueña de nuestros sueños y por supuesto, estamos en el universo de Tim Burton, de nuestras pesadillas.
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Y de la pesadilla es que surge Beetlejuice, o el personaje del Pingüino en el Batman regresa de Burton, encarnado maravillosamente por Dani De Vito. Los bocetos de cada disfraz, de todas las películas ocupan la siguiente sala, la más impresionante. Y están allí –no podía ser de otra manera– las cartas a Johnny Deep, el actor icónico de Burton.
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Líneas sugeridas, ideas ocurridas en el último momento antes de filmar. Como esa carta maravillosa en la que le dice: “Johnny, se me ocurrió una línea para tu Charlie. Tienes que decir: Todos somos comestibles, pero si lo hiciéramos seríamos caníbales. Muy sabrosos”.Allí están los trajes de Batman, de Edward Manos de Tijera, de la hermosa Gatubela interpretada por Michell Pfeifter. Y más y más bocetos, aparentemente simples con los que Burton “encarna” sus fantasías.
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El mejor contador de historias es aquel que no sólo cuenta, performa, actúa, actualiza esa historia y la renueva al volver a decirla. Es un acto de habla, un performance, en el mejor sentido de la palabra. Por eso ocupa un lugar tan importante en el museo más moderno de Nueva York. Y lo ocupa con todas las de la ley.
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El mejor homenaje para hacerle a ese Burton que me ha dejado boquiabierto es entrar a su nueva película en tercera dimensión, la Alicia en el país de las maravillas que recién se ha estrenado. Los estudios han invertido –pensemos en Avatar– sumas extraordinarias en la nueva tecnología participativa de la renovada tercera dimensión con la esperanza de regresar al espectador a la sala de cine en medio de un mundo en el que todo nos llega por delivery, a la comodidad del hogar. Las dos películas más taquilleras de la historia ya son, obviamente, la citada Avatar y la nueva Alicia.
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La primera Alicia de Disney –que siempre me pareció psicodélica, como un viaje con LSD–, se hizo en 1951. Ahora, casi 60 años después, Burton retoma la historia con una Alicia adolescente que no está dispuesta a jugar los juegos del mundo adulto, que decide regresar al sueño, o a lo que cree que es un sueño, que es el mundo dentro del agujero, del otro lado, el país de las maravillas. Al principio no la reconocen, la piensan como la falsa Alicia y ella misma tiene que descubrir si es la verdadera heroína de la historia. El mundo visual de Burton está aquí llevado a la quintaesencia etética y el cineasta ha logrado su mejor obra en Alicia.
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Pero también gracias a su actor favorito, Johnny Deep, quien interpreta a un genial Sombrerero Loco. O a la actuación perfecta de Helena Bonham Carter como la Reina Roja. Y a la especialmente lejana, bella, aparentemente fría, casi congelada actriz australiana de origen polaco Mia Wasikowska, quien tiene que derrotar a un dragón que es en sí mismo un riddle, una adivinanza. En eso Burton y Carrol comparten otra pasión. Y es que Lewis Carrol es un antiguo Tim Burton o Tim Burton es un moderno Lewis Carrol. Los dos escriben/dibujan del mundo infantil, no para el mundo infantil, lo que hace universales sus historias.
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Y esto me lleva a un comentario final. En la reciente entrega de los Oscar, la Academia reaccionó a favor de los actores, no de los robots y de las criaturas creadas por computadora. Votó por The Hurt Locker, no por Avatar. La tercera dimensión de Burton incluye muchísimos personajes, excepcionales, hechos por computadora pero también basa buena parte de su efecto duradero en el espectador en las excepcionales actuaciones, no sólo de los dos que he mencionado sino, por ejemplo, de la glacial y carismática Anne Hathaway como la reina blanca. El mundo siniestro de Burton se sirve de la computadora para producir los soldados de la reina de corazones o los tétricos hermanos gemelos, pero utiliza el talento interpretativo de seres humanos para recrear una obra que le hubiese encantado, estoy seguro, a ese raro matemático de Cambridge, Charles L. Doggson quien firmó siempre como Lewis Carroll.
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Y le hubiese tomado muchas fotografías en blanco y negro a la talentosa Mia Wasikowska.Larga vida al joven Tim Burton, un artista que sí sabe renovarse. Tanto que afuera del cine me sigo riendo ya no con Alicia, sino con el Chico Tóxico tragándose el líquido destapacaños sin poder morir nunca, el suicida impenitente a quien la vida siempre le juega una broma pesada. Y por eso, como su creador, sobrevive.

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