martes, abril 06, 2010

Los planetas muertos (Diario Milenio/Opinión 06/04/10)

Llegó tu novela (No tengo tiempo) y la leí y lo primero que dije al cerrar sus páginas fue: qué libro tan tremendamente triste. Ahora, meses después, me pides (Arturo Vallejo) que te explique, por escrito, la razón de ese comentario. Pueden ser miles de cosas, como bien sabes, pero señalo, al menos, las siguientes.
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1) Pocas novelas, contemporáneas o no, rondan con tanta inmisericorde exactitud el mundo del trabajo. Mejor dicho, en el caso de tu novela, el mundo del post-trabajo. Lo primero que me vino a la mente al seguir las andanzas de La Chaparra, esa empleada que fríe papas en un restaurante de comida rápida especializado en hamburguesas, fue un librito feroz que una francesa escribió allá hacia finales del siglo XX. En una prosa aguerrida y dentro de una conceptualización todavía marxista, Vivianne Forrester arremete contra lo que percibe como el principal problema de la globalización: la desaparición del trabajo. El título de su infernal libro es El horror económico. Su tesis: La ferocidad social siempre existió, pero con límites imperiosos porque el trabajo realizado por el cuerpo humano era indispensable para los poderosos [...] La supervivencia de la humanidad nunca estuvo tan amenazada.[…]hasta ahora el conjunto de la humanidad tenía una garantía: era esencial al funcionamiento del planeta”. Pero ya no.
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El mundo de La Chaparra es, precisamente, ese mundo del post-trabajo donde el cuerpo humano no es ya necesario para la producción y reproducción de lo real. La Chaparra es, en sentido estricto, un espectro o, aún mejor, una especie de piel-cáscara humana en un mundo definitivamente post-humano. Empleada de una cadena de no-trabajo, La Chaparra recorre a veces la sección de empleo en los periódicos para sólo encontrar oficios demenciales: demoedecanes, asistentes, repartidor de volantes: todas estas actividades que, en sentido estricto, se ubican en espacios liminales de la producción y reproducción social.
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2) El paisaje de tu novela, sólo escuetamente dibujado, mejor: silueteado, es un paisaje neo-apocalíptico también. Rodeados de edificios con nombres de antiguas naciones, los espectros de la novela viajan en medios de transporte colectivo que, en lugar de avanzar, se detienen. En las zonas habitacionales donde las puertas de los edificios carecen ya de las cerraduras que alguna vez ostentaron, sus habitantes observan coches que, de manera literal, se van deconstruyendo frente a sus ojos día tras día. El color a óxido. La lluvia que se antoja radioactiva sobre todo eso.
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3) No hay nombres, por supuesto, en un mundo así. Hay identificaciones efímeras. Identidades como máscaras. La Maldad. El Güero de Rancho. El Grunge.
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4) El talante emotivo de ese mundo post-humano y neo-apocalíptico se parece mucho al de Párpados Azules, la ópera prima de Ernesto Contreras. En la película se entrelazan dos personajes con vidas emotivas extrañas, aunque no nulas. El empleado en quien nadie repara y la empleada que siempre pasa desapercibida se encuentran por casualidad y, en momentos de pletórico silencio, cuando la noción misma de “expresión” ha desaparecido del entorno, se enamoran. Torpes, balbuceantes, con poca capacidad para cambiar de registro (incluso de la voz, tanto su tono como su volumen), los personajes no saben cómo aproximarse, y por eso su aproximación tiene mucho de actuación. Post-expresivos, así entonces, los personajes siguen al pie de la letra un guión ajeno (de ahí que les guste tanto ver películas) para poder encontrar puntos de articulación propios.
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5) Se debió haber llamado Almas Muertas, como la banda de rock y como el libro de Gogol. Pero claro que eso habría sido una elección burda y obvia. Aunque de eso y no de otra cosa trata este libro: las almas muertas del mundo del post-trabajo Hago trampa aquí: ya lo platicamos y, estoy de acuerdo, el verdadero título debería ser Los planetas muertos, una frase que, siendo también parte de una canción de Rockdrigo, se las arregla para retener ecos del título de Gogol.
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6) Alguna vez dije que Pedro Páramo era una novela urbana. No hay ahí, esto lo argumentaba muy atravancadamente, ningún talante nostálgico por el mundo rural, sino una descripción acaso realista (realismo extremo), en tiempo real en todo caso, del proceso de urbanización del país y la consecuente desaparición (más que real) del ambiente rural. Los No-Muertos de Comala son producto tanto de la imaginación de Rulfo como del ascenso de la economía industrial y dependiente por la que optó el régimen priísta hacia mediados del siglo XX. Que le hayan llamado el “milagro” económico no deja de tener su tono perverso. Si Forrester tiene razón y lo que estamos presenciando es esta horrenda transición hacia un mundo post-productivo donde el trabajo ya no cuenta, entonces tendría que decir que los espectros de No tengo tiempo son productos tanto tuyos como de esa decisión horrenda que los regímenes de la globalización han ya tomado. Reveladora en este sentido es una frase acerca de Rockdrigo muy al inicio de tu novela: está muerto, ergo seguramente tendrá mucho de qué hablar (cito de memoria).
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He ahí, en resumidas cuentas, la “tremenda tristeza” de tu libro. No es la tristeza personal y/o generacional de un puñado de jóvenes desorientados, sino la profunda horrenda horrísona tristeza que produce un mundo que, esencialmente, ya no nos necesita. Se trata de un mundo en el que la presencia humana en la tierra no se garantiza más. Es un mundo donde el cuerpo ha dejado de tener un papel relevante —tanto en términos de producción como de placer— y donde su cáscara, su cascajo, avanza o no en atestados medios de transporte que no llevan hacia ningún lado. La tristeza es tremenda porque es una tristeza de la especie toda. Y es nuestra.

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