martes, abril 20, 2010

Las penas del puntero (Diario Milenio/Opinión 20/04/10)

La cruz del de adelante
-
Para quienes, de niños, solíamos perder en casi todos los juegos, la experiencia de verse rebasado no era ni con mucho traumática. Por el contrario, uno aprendía de eso a ganar otras cosas, como resignación, paciencia y una ambición oculta, por ridícula, de pronto confundible con ensoñación: la de un día vencer ya no tanto al contrario como a sí mismo; conquistarse, atreverse, ir más allá de lo que nadie espera. ¿Qué es lo que pierde uno cuando en vez de perder se habitúa a ganar? Al menos en el ámbito de las competiciones —y hay quienes piensan que éstas lo abarcan todo— sólo una desventura supera la del siempre perdedor, y ésta es la del perpetuo ganador: ese infeliz secreto que a cambio de la gloria fugaz de los aplausos se obliga a ser mañana quien fue ayer, so pena de caer del penthouse hasta el sótano en un solo tropiezo. Nadie en su sano juicio y buena leche aconsejaría al perpetuo ganador que se creyera cuanto elogio escucha, o asumiera que todo seguirá siempre así, o tomara distancia de quienes aún se atreven a increparle, pero quien se acostumbra a dar por hecho el triunfo difícilmente aceptará otro consejo que los rendidos a su monomanía.
-
Es, por cierto, verdad de Perogrullo que en cualquier situación todos quieren ganar y ninguno perder, pero bien poco aprende quien se habitúa a no tener a nadie por delante, y en tanto eso vivir dando la espalda al resto de los competidores. Qué monserga intrincada tiene que ser no convertirse en un perfecto papanatas cuando hay que dar la cara por tantas hazañas, que sin embargo no parecen bastantes porque el mañana sigue comprometido a extender los aplausos del ayer y ya nada parece pesar más que esas ansias. Semejante hipoteca del espíritu suele llevar a algunos a opinar —no sin envidia, las más de las veces— que el mortal en cuestión pactó con el demonio, y lo cierto es que son contratos tan afines que hay que ser un experto para diferenciarlos entre sí.
--
Gracias por la derrota
-
Hará un año que los cronistas deportivos coincidían en ver a Tiger Woods y Rafa Nadal como los deportistas más competitivos del planeta. Poco tiempo después, le tomó a éste un solo partido —el de Robin Söderling en Roland Garros, retransmitido hasta la náusea cual si fuese la ejecución de Luis XVI redivivo— y a aquél un zipizape conyugal caer del pedestal de palabras donde los habían puesto. “He visto a Rafael estrellar en el piso el control de la PlayStation, pero jamás una raqueta en la cancha”, dice orgulloso el tío Tony, que además de entrenarlo se encarga de afirmarle los pies en el piso, al extremo de no aceptarle sueldo alguno y prohibirle el acceso a “privilegios que luego duele perder”. Lejos de refugiarse en presuntas mansiones de Mónaco o Dubai, el entonces aún número uno del mundo volvió del escenario del regicidio al domicilio familiar, donde el abuelo sigue escandalizado “porque a un chaval de esa edad le den toda esa pasta”. Ya habría querido alguien como Mike Tyson tener el diez por ciento de esa protección.
-
Once meses después de haber sucumbido al saldo del desgaste propio de jugar cada punto como si fuera el último, tras superar lesiones físicas y anímicas —éstas menos notorias, en principio— y desde entonces ganar y perder calibrando el valor de la experiencia, antes que el resultado, el Matador Nadal ha mordisqueado al fin un nuevo trofeo, luego de hacer puré a Fernando Verdasco y darse a sollozar sobre la toalla (nadie como él sabrá la cantidad de diablos contra los que ha peleado para salir con esa fuerza a la cancha). No debería ser tan sorprendente que Verdasco, al tomar el micrófono, haya empezado por dar las gracias a su contrincante, no sólo por cuanto hizo en este torneo, como por las seis copas consecutivas que se ha llevado ya de Monte Carlo. ¿Pues cómo, sino yendo tras las huellas de una bestia salvaje puede uno enseñarse a afilar las garritas, y eventualmente hacerle algún rasguño? ¿Y cómo no apreciar la lección del amigo-fenómeno que te borra del campo de juego sin trampas ni rabietas ni desplantes?
--
Tigre al agua
-
Poco antes de que el aura de Tiger Woods rodara lecho conyugal abajo hasta los precipicios de la ignominia, recibí una propuesta inaceptable: escribir un artículo comparando a Tiger Woods con Roger Federer. Sabía demasiado sobre uno y muy poco del otro. Cierto que había visto a Woods hacerse con trofeos acá y allá, y alzar el puño ante el público en pie luego de un nuevo eagle milagroso, e inclusive silbar la tonada de Eye of The Tiger en un comercial, pero hasta entonces nunca lo vi caer, cuantimenos llorar, cual era el caso del tenista legendario.
-
Francamente no me imagino a Roger Federer escenificando un papelón como el de Tiger Woods a la hora de pedir público perdón por sus deslices. Un montaje evidente, espeluznante, donde sólo faltaron humos de hielo seco, dedicado a esas almas pudibundas que aún pierden el sueño de saber que su Tigre es, amén de campeón, un pitoloco. Si alguna vez el hoyo 19 había estado en todas partes, no lo estaría ya más allá del Hogar. Una vez autoabsuelto, Woods volvió a competir en la edición reciente del Masters de Augusta, donde alcanzó un notable cuarto lugar, tomando en cuenta el medio año de ausencia. No obstante, entrevistado tras el último hoyo, un Woods con las facciones tiesas por el enfado se declaró del todo insatisfecho. “Si yo voy a un torneo, es para ganarlo”, subrayó, diríase que empeñado en demostrar que poco o nada ha aprendido de su paseo por el purgatorio. Dos momentos más tarde, el vencedor Phil Mickelson abrazaba a su esposa, que había ido a esperarlo al hoyo 18, todavía débil por su pelea vigente contra el cáncer. Un escenón, sin más efectos especiales. Volví un poco hacia atrás la grabación y apareció de nuevo Tiger Woods, sinodal y hagiógrafo de sí mismo, solo con su disgusto de triunfador perpetuo en stand-by. Moralejas aparte, no sé si alguna vez vi a un campeón con tan mala puntería.

No hay comentarios.: