miércoles, abril 21, 2010

La guerra que perdimos / II (Diario Milenio/Opinión 20/04/10)

Otra manera de desmitificar la auto-agrandada imagen que el narco tiene de sí mismo es cuestionar su alianza, tanto material como cultural, con las clases más desposeídas de nuestro país. Su buscada adhesión a las clases populares se confirmó de inmediato al perfilarse como una especie ingrata de campesino contemporáneo: Zambada no sólo declaró ser un “hijo del monte”, sino que también habló, cual le corresponde, de la tierra y del cielo, con agradecimiento respeto a la primera y desconfianza en relación al segundo. De hecho, hacia el final de la entrevista aceptó que se dedicaba a “la agricultura y la ganadería”. Pero ni Zambada ni Calderón mencionan lo obvio: que estos negocios agrícolas son grandes emporios globalizados y que, a pesar de designarla como mera “tontería”, la fortuna de El Chapo sí está en las listas de Forbes. Lejos están de “la gente del monte” tanto los Jefes de Jefes como los otros miles de empresarios que ocultan sus nombres y las fortunas que han ido amasando en sus conexiones con el narcotráfico. Gente del post-monte en todo caso y, a juzgar por el golpe mediático, aguzados lectores de las formas populares de la comunicación contemporánea: el narco. Neo-campiranos. Aspirantes a dueños de la aldea, ciertamente, global. Es evidente que mientras no se despenalice el consumo de drogas, es decir, mientras haya Jefe de Jefes y Empresarios Oscuros que acumulen dinero, y mucho, con ellas, este negocio no desaparecerá.

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Cuando Zambada explicó que había escapado del Ejército en algunas ocasiones gracias a su conocimiento del terreno también hizo alianzas, metafóricas y no, con tradiciones guerrilleras campesinas que están en el corazón mismo de la historia de México, y más allá. Su crítica a las atrocidades que comete el Ejército mexicano (justo cuando el mismo ejército parece estar saliendo de Ciudad Juárez), sin duda intentaba crear una empatía con los dolientes contemporáneos. Evitó mencionar, por supuesto, las atrocidades propias delnarco, las cuales han marcado escenarios urbanos y rurales por igual en los últimos años. Y pudo evitar mencionarlo porque, por lo que se deduce de las pocas palabras que le dijo a Scherer, Zambada sigue pensando que, a diferencia del Ejército, el narco sólo ejerce la revancha o en todo caso la violencia con sus pares. Y nosotros, los que ya somos cada vez menos Nosotros, así, autoprotegidos en un pronombre con muros, sabemos bien que eso no es cierto. Las masacres contra estudiantes en Ciudad Juárez y en Monterrey son un alarmante recordatorio, entre otros tantos que se pierden en las páginas interiores de la prensa local o que no abandonan el sonido bajo del rumor, que la honorabilidad del narco, si la hubo, es cosa del pasado. No habrá que olvidar tampoco las continuas masacres dentro de los penales más diversos. Todos ellos, en las escuelas o en las prisiones, son parte de ese 23% de ejecutados que tienen menos de 23 años. Frente a sus sicarios de hoy todos somos vulnerables. Todos somos víctimas potenciales de sus atrocidades.

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Como los anónimos mensajeros que dejaron, en mayúsculas, un texto en la sección de comentarios de MILENIO de Tampico, la definición de pueblo en el discurso de Zambada va acompañada, explícita o implícitamente, de la palabra subordinación. Y en esto, como en su manera de aliarse cultural y materialmente con las muy diversas clases desposeídas, Zambada emula los mejores tiempos del PRI. Recuérdese que la incorporación de trabajadores y campesinos al aparato del Estado fue, desde el inicio, altamente selectiva: se dejó entrar a los que capitulaban, como los sindicatos que luego formaron la CTM, pero se descartaron a los independientes y a los anarquistas. Pueblo y subordinación constituyen un pleonasmo en ese léxico. En el mayúsculo texto (lo digo por el uso de las mismas así como también por su extensión), los anónimos anunciaban, por ejemplo, un toque de queda y, al mismo tiempo, prometían la protección consabida para el pueblo, y no así para la “gente que no”. ¿Cuál “gente que no”? La definición se sigue casi con naturalidad, es una frase de uso popular, al final de la oración cortada: la gente que no está con ellos. “Somos Tamaulipas”, escribieron varias veces. Insistiendo. Lo cierto fue que la gente no salió de sus casas. Lo cierto es que “la gente que no” puede ser más numerosa que “la gente que sí”. Lo cierto es que hay una posibilidad de que ellos no sean Tamaulipas.

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Si a todo esto se le agrega la figura imponente, jovial incluso, que colocó el brazo derecho sobre el hombro cansado del viejo periodista mientras retaba, y esto no sin orgullo, a la cámara, es entendible que nosotros, todos nosotros, los nosotros en plena minúscula, hayamos perdido la guerra que nunca quisimos. La ecuación es fácil: frente a gente como Zambada, atento a los discursos públicos y el sentir popular, manipulador de nociones de masculinidad que parecen empatar a la perfección con machismos seculares, se encuentra gente como Calderón, incapaz de crear lazos, ni siquiera retóricos, con las mayorías dolientes. Encerrado en una torre de marfil de la que sólo sale, y eso a veces, para regañar la mala conducta del respetable, autista de la política (esto va con disculpa incluida para todos los autistas y los familiares de los autistas, por favor), a Calderón le ha importado más su legitimidad abstracta que su trabajo. ¿Cómo comparar a un hombre que retóricamente al menos habla de “llorar” a un hijo frente a otro que fue incapaz de escuchar, ya no digamos conmoverse, frente al dolor de una madre que acababa de perder a dos de los suyos debido a la violencia desatada por ese otro que se dice llorar por el propio? No olvidemos, por favor, a doña Luz María Dávila, Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, Chihuahua, madre de Marcos y José Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad. Incapaces de abrazar, y digo esto en el más amplio sentido de la palabra, tanto Calderón como su esposa defraudan y, con razón, encolerizan. Incapaces ambos de moverse de sus asientos y de salirse de protocolo. Si ya tuvieron la desfachatez de iniciar una guerra que no pedimos ni apoyamos, no estaría de más tener el valor de asumir las consecuencias de sus actos y, al menos, parpadear. Porque el narco, al menos a nivel popular, no sólo va ganando por dinero (los sueldos de los aprendices de sicarios no son tan altos como uno pudiera llegar a imaginarse), el narco va ganando también porque, como dijo la periodista Gabriel Warketin en un muy buen artículo publicado en El País, en la foto que se tomaron Scherer y Zambada todos, pero todos de verdad, nos vimos ahí. Desconcertados, cariacontecidos, tomados por sorpresa, afirmados o negados, pero todos ahí.

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Coda: este 5 de junio esperamos una decisión de la Corte sobre los culpables de la injustificada y atroz muerte de 49 niños sonorenses. Si Calderón tuviera a bien preocuparse más por su trabajo y menos por su abstracta legitimidad podría, por una vez, salirse de su torre de marfil y aceptar que estos mexicanos, estos otros en minúsculas, estamos ahí, dolientes. La justicia es, a veces, la forma del abrazo.

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