sábado, abril 03, 2010

Crujir de dientes-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 03/04/10)

Empieza abril y, como todos los años en estas fechas, pienso intensamente en Eduardo Lizalde, poeta mayor que no ha terminado de tener el reconocimiento que merece: es un evidente premio FIL castigado por quién sabe qué guerras intestinas. Pero no lo recuerdo en estos días por eso, que no importa porque tiene que ver con las nocturnas mareas académicas, sino por el poema de “Charlie Brown en la loma”.
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No es cierto –y que me perdonen todos los cursis de vanguardia– que abril sea el mes más cruel. Es el mes del renacimiento del mundo, que se verifica con todos sus estruendos en el parque de beisbol. Dice Lizalde:
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En la noche asesina,

y solo en el montículo

que soledad a veces,

Charlie, pavorosa!
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Empieza abril, vuelvo a leer el poema de Lizalde, y me sigo con libros que deberían ser clásicos, al menos de la ciudad de México, como El tigre en casa (1970) o Caza mayor (1979). Entonces sospecho que además de haber sido, como fuimos todos, un lector leal de Carlitos y Snoopy, Eduardo Lizalde le va también a mis pobres Orioles de Baltimore. No encuentro otra razón para tener una visión tan tremenda del más infantil y dulce de los deportes:
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Salvaje, eterna soledad de veras.

Cósmica soledad del lanzador

al centro del diamante.
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No es fácil seguir a un equipo que pierde todo siempre y de manera tan rumbosa: la última vez que los Orioles llegaron a la postemporada –con una novena formidable que después fue transplantada casi completa a Atlanta con mejores resultados–, mi hijo mayor tenía tres meses de edad. Hoy es un greñudo que navega la secundaria con unos vaqueros que dan pena y unos zapatos tenis que podrían servir de escabadoras. Lizalde tiene, en el mismo poema, unas líneas para esa soledad adolescente de mi hijo:
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Viudo en la loma,

Como bajo la ducha en

esa infancia

Que dejábamos ya, soñando

en altas diosas

O primas ruborosas

e imposibles.
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El bebé de entonces es un hombre y los Pájaros siguen en la lona –si en el béisbol existiera el ritual carnicero del descenso, los Orioles hace años que jugarían en segunda. Y sin embargo, nos mantenemos leales.
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En alguna ocasión dije en una presentación de libro, seguramente en el norte, donde el beisbol todavía importa, que le iba a los Pájaros. Un bloguero anónimo, artero y sabio, publicó al día siguiente una página en la que explicaba todos los defectos de los tristes libros que he publicado a partir de esa pasión tan dura de seguir llevando.
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Lluevan cielos

Derrúmbense las nieblas

sobre el parque.
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Que yo sepa, sólo habemos cuatro mexicanos que le vamos a los Orioles: Juan José Reyes –ilustre crítico y editor–, el Píter Párquer –que aunque no es el hombre araña sí se le parece–, mi hijo y yo. De los cuatro nacionales que calzamos la gorra negra y anaranjada, uno no ha visto nunca a su equipo cruzar la frontera de gloria del Clásico de Otoño y los otros tres quién sabe en qué situación estábamos principios de los ochenta, cuando fueron campeones por única vez –por entonces no había televisión por cable en México, así que escuchamos la Serie Mundial contada por el Mago Septién en la W de AM.
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Para nosotros cuatro, como para el Charlie Brown de Lizalde, la temporada que empieza mañana domingo es una “Solar, nocturna jornada interminable.”
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Nunca he entendido por qué la mayoría de los mexicanos cultos, que no le van ni a Dallas ni al América, siguen con un fervor tan arribista a los inmamables Yankees –aquí hay que explicar que un devoto de los Orioles obtiene idéntica felicidad con un triunfo de los Pájaros que con una derrota de los Mulos–. Para ellos, amigos respetables en todo lo demás, empieza mañana domingo el tiempo de la luz. Nosotros cuatro, Orioles firmes, resistiremos pagando todas las comidas hasta septiembre y celebrando en silencio balqueadas sin consecuencias contra Kansas City o Detroit.
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¡Qué soledad, de veras, Charlie!

–y falla el doble play,

para acabarla–.

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