lunes, abril 05, 2010

Allá la llaman meth (Diario Milenio/Opinón 05/04/10)

El malandro autodidacta
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Hasta antes de saberse víctima de un enfisema pulmonar, Walter White era un simple profesor de química. Casado, con un hijo adolescente y una niña en camino, Walter se deja acongojar por la virtual certeza de que los dejará desamparados, pero ya le da vuelta a una idea en apariencia desquiciada, no bien se entera por su cuñado —agente de la DEA— de las escandalosas utilidades obtenidas por ciertos productores de drogas. Concretamente, metanfetaminas: un compuesto cuya fabricación no es un secreto para un profesor de química, ni quizás un exceso para quien ya se mira desahuciado y encuentra que la otra opción disponible consiste en desahuciar el futuro de su familia. Por lo demás, y esto lo sabrá Walter nada más arrancar con el negocio, la sola idea de ir contra la ley y endurecerse para plantarle cara a los más duros es de por sí rejuvenecedora. No menos refrescante resulta la elección del cómplice propicio: Jesse Pinkman, ex alumno suyo, muy afecto al consumo e iniciado en la producción de los tan cotizados cristales.
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No es el Dúo Dinámico, pero funciona. Los mismos traficantes y matones, a la vista de la pinta académica de Walt, le auguran desastrosos resultados en los dominios del crimen organizado. No tiene la madera, observan, socarrones, como dando por hecho que a ser duro y malvado se aprende tempranito o ya jamás. O puede que inclusive considerando circunstancias genéticas y tendencias innatas que en la gente de bien serían impensables. Pero ello no es sino un escudo formidable para quien tiene pinta de persona de bien y ha decidido convertirse en crápula. Que es el caso de Walt, un envenenador con causa que compensa su escaso callo criminal con audacia científica y rigor analítico, pero a la hora de enseñar el músculo tiene igual que matar y desmembrar cadáveres, entre otras disciplinas afines al negocio del caramelo ilícito.
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Micronarcoempresarios
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Breaking Bad, es el nombre de la serie. Literalmente, “Volviéndose malo”. No es la historia de un capo todopoderoso, ni la de un asesino compulsivo, sino la de un buenazo echado a perder, tanto así que la trama cuelga entera de su transformación. Para sobrevivir a la segunda vida que ha elegido, y de paso cuidar el equilibrio frágil de la primera, el profesor y padre de familia necesita asimismo calificarse como criminal de alta escuela. Si la protagonista de Weeds —madre de familia, viuda de un agente de la DEA— lo puede todo por obra y gracia de la licencia humorística, el profesor de Breaking Bad es tan convincente como los tres cuartos de millón de dólares que ha planeado heredar a su familia: un futuro improbable sin metanfetaminas. Lo más extraño, pues, no es que a alguien se le ocurra desarrollar una historia de aprendices de gángster a partir de un alumno y su profesor, sino que esta resulte verosímil, y hasta obvia. ¿Cómo más iba a hacerse rico en semanas un profesor de química, sino a costillas de los viciosos locales?
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Cierto es que a uno, que es por supuesto gente de bien, ya como espectador le estorba la virtud, y hasta a menudo se descubre en secreto metido en los zapatos del villano. Sólo que en este caso, igual que en Weeds, los villanos son sólo las pandillas rivales. Nuestro héroe, no olvidemos, es un tipazo al que la vida —la muerte, en realidad— puso en el mal camino. Ya en el curso de la tercera temporada de Breaking Bad vemos que el enemigo llega del sur, apersonado en dos sicarios mexicanos devotos de la Santa Muerte. Y eso a uno lo ilusiona, porque ya ve venir al esposo amantísimo, padre ejemplar y educador preclaro dispuesto a encabezar una carnicería al interior de su segundo gremio. ¿Quién no se metería en un problema así por cuidar el futuro de su familia?, podría preguntarse la gente de bien, con esa habilidad poco menos que innata para eludir el tema del dinero. Pero es mucho dinero: la cultura del dólar propulsada por la cultura del narcótico, a su vez consagrada por la persecución policial. No es al cabo el primer ni el último negocio donde el oficio exige ahorrar escrúpulos.
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La magia verde
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Una serie excesiva como Breaking Bad parece verosímil porque trata sobre un negocio fantástico. Basta ver esas bolsas repletas de billetes enrollados para caer en una hechicería similar a la que seduce a los narcoempresarios cuando llega la hora de hacer corte de caja. ¿Cómo es posible todo este dinero?, tiene que preguntarse el recién millonario, tal vez enloquecido por lo que ya de origen era locura. ¿Qué más pueden querer los guionistas, sino un tema vigente, auspicioso y afín a los excesos, toda vez que se trata del negocio más grande del mundo? Poco o nada sabemos de los daños colaterales de las drogas, pero sin duda estamos al tanto de sus estratosféricos márgenes de ganancia, así como los presupuestos billonarios dedicados a medio hacer valer las leyes que hasta hoy hacen posible ese negocio irreal y estrambótico, acaso incomprensible para generaciones futuras.
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Ignoro qué tan rudo sea para un agente de narcóticos enfrentar en la vida real una guerra que ya ha perdido en la televisión, donde sólo aparece lo verosímil, que al poco rato es lo más ordinario. Lo cierto es que he aprendido, por ejemplo, que una molécula de metanfetamina contiene 15 átomos de hidrógeno, 10 de carbón y uno de nitrógeno, pero voy a seguir sin entender cómo es que esas moléculas pueden reconstituirse en bonanza estratosférica, con certeza aún más gratificante y comprometedora que su mero consumo. ¿Cuánto dinero toma hacerse malo? Con frecuencia, algo más de lo que uno cree o teme valer. Mientras haya quien pague 10 veces ese precio, a ver quién está a salvo de hacerse Walter White.

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