martes, marzo 09, 2010

Sobre hembras y hombres (Diario Milenio 08/03/10)

Evo en traje de Eva
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Ciertos insultos no se dejan traducir, especialmente aquellos que se originan en prejuicios locales. El término nigger, por ejemplo, incluye ya una dosis de menosprecio para la que no hay equivalente a la mano. Algo muy similar a negro-de-mierda, que asume al ofendido como torpe, selvático e indigno de mayor consideración. Todo lo cual de pronto se hace necesario para echar luz sobre la famosa línea de Lennon: “La mujer es el negro-de-mierda del mundo”. Una línea anacrónica, ya a estas alturas, quisiera uno pensar, a despecho de tantos rústicos circundantes. No es raro descubrir que incluso los representantes más conspicuos de ciertas colectividades oprimidas son a su vez celosos en la opresión, no tanto acaso porque se lo propongan como por causa de un sentido asquerosamente común. Hay que verse podrido por el resentimiento para entender cómo es que un género o un gentilicio pueden ser por sí mismos insulto imperdonable. Cual si ser español, argentino o mexicano, hombre o mujer, local o forastero, fuese ya en sí una falta imperdonable.
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Más que reconocer una presunta bonhomía en los racistas de este lado del río, habría que advertir lo poco que le piden términos como indiaco, najayote o nahual a los nefastos nigger y jungle bunny. Palabras elocuentes que a menudo delatan en quien las usa la presencia de traumas y complejos añejos, entre otros bochornosos boquetes del carácter. Monstruos que están allí sabrá el diablo desde cuándo, y acaso no sea ya posible derrotarlos. Recuerdo una conversación entre el periodista Jorge Ramos y el presidente Evo Morales, donde éste reclamaba, sobre todo, respeto. Mucho respeto, insistía. Curiosamente, de visita en México, don Evo tuvo a bien explicar a Joaquín López-Dóriga lo que según su sensible opinión constituye una falta de respeto: el colombiano Álvaro Uribe había reclamado a Hugo Chávez que fuera varón, es decir que lo estaba llamando hembra. ¡Hembra!
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La ley de Turner
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Supone uno que todo tiene su explicación. Si hacemos un esfuerzo, veremos al pequeño Evo en sus primeros años, lloriqueando de rabia porque sus compañeros lo llaman Evita y no cesan de preguntarle por su novio Adán. Ahora bien, cada uno entiende el respeto a su manera. Yo, por ejemplo, encuentro que conceder la razón a quien ha sido discriminado, por ese solo hecho y cualquiera que sea el caso, equivale a seguirle discriminando, aunque sin renunciar a la fotogenia. El sustantivo nigger es aborrecible por lo que tiene de calificativo, pues antes que nombrar menosprecia y limita. Se le dice a la víctima no nada más lo que es, sino de paso lo que jamás será. Y esas cosas dan rabia, tanta que quien la siente no quiere que le ayuden tirándolo a loco, si de lo que se trata es de tapar la boca del zopenco que quiso limitarlo. Si alguien me llama nigger, o sudaca, o spic, no ayuda a mi sentido del respeto que otro me trate con una deferencia especial, compensatoria. Ni que estuviera manco, respinga uno, especialmente si se teme manco.
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Unos días atrás, apilando ya ideas en torno a estos asuntos, no fue un sesudo estudio sobre la materia sino una poderosa expresión suya la que vino a ponerme puntos sobre íes. Cuando más abstraído me hallaba en las borrosas fronteras entre el respeto y el irrespeto, acudió a rescatarme la Reina Ácida. La encontré entre la guía de la televisión: Tina Turner en vivo en Holanda. Tina que cuando Lennon dijo lo que dijo ya llevaba diez años batallando en las peores circunstancias: negra, mujer y a merced de un patán a quien no le temblaba la mano para escarmentarla. Tiempos en los que una mujer como ella no podía siquiera sentarse en los asientos delanteros de un autobús. Vamos, que Tina debe tener las bastantes anécdotas punzantes para hacer sollozar a quien se ponga enfrente, cual si eso fuera un mérito y tuviera un valor. ¿A quién le importa al fin lo mal que le haya ido en otro tiempo a quien consiguió ser más grande que sus tiempos y rompió cuanta tranca le impusieron? ¿No es preferible verla incendiando escenarios?
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Al fin que ni quería
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Luego de haber grabado y visto repetidamente el concierto del Huracán Turner, luciendo unos piernones de película y sin miedo a la alta definición, a punto de cumplir los setenta años, difícilmente encuentro por qué o por dónde tendría que empezar a compadecerla. ¿Vi el concierto tres veces por solidaridad, o porque no podía creer lo que veía? Con el perdón del presidente Morales, no respeto a la Turner por su carga ancestral de sufrimiento, ni porque pertenezca a minoría alguna, ni porque crea que sus viejos dolores le otorgan una suerte de bono canjeable por solidaridad y caravanas, sino por cuanto ha hecho más allá de todo ello, y porque a estas alturas me permite que siga creyendo en sus capacidades sobrenaturales. Antes que respetarla, la admiro como un bembo. A la edad en que otras son rancias viejecillas, Tina persiste en ser un viejorrón.
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Unos años después de su divorcio, el guitarrista Ike Turner dijo a los reporteros que no extrañaba en realidad a Tina, y en todo caso no deseaba otra cosa que “tener más largo el cuello, para hacérmelo solo”. Si he de apostar por algo, hallo que las sentidas palabras del fino caballero se pueden resumir en una sola: impotencia. Tras años de explotarla, intimidarla, golpearla y limitarla, terminó la señora por salirse del huacal y sacudírselo cual peso muerto. Así como detrás del insulto racista no es difícil toparse con severos complejos de inferioridad —se comprende que algunos se hagan llamar supremacistas—, debe ser normal que la discriminación de género solape alguna suerte de impotencia, o en su caso un profundo pavor al respecto. No debe ser cómodo para un hombre anacrónico mirarse frente a frente con una hembra y descubrir que lleva las de perder. ¿O es que no así se inventan los insultos?

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