martes, marzo 16, 2010

Sálvese quien mienta (Diario Milenio/Opinión 15/03/10)

La verdad quisquillosa
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La escena es familiar: el señor N. cruza apresurado las puertas de la papelería de autoservicio. Trae bajo el brazo más de doscientas hojas tamaño carta, que tras cuatro semanas de trabajo obsesivo y perfeccionista están listas para el engargolado. Le queda poco tiempo para entregarlas, pero al cabo lo más difícil ya está hecho, calcula con un dejo de alivio prematuro. Además, no hay clientes en la zona de copias. El empleado le alcanza un muestrario de pastas y el señor N. escoge las transparentes. Iba a decirle que viene con prisa, pero lo piensa y no se lo aconseja. Cuánto puede tardarse un engargolado.
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No es normal que el trabajo de perforar y engargolar doscientas hojas tome más de cinco, siete minutos, se dice el señor N. no bien advierte que pasó un cuarto de hora y el empleado no vuelve con su trabajo. Se le ve al fondo, muy entretenido, y hasta por un momento el señor N. se pregunta si no se tratará de otro perfeccionista quisquilloso, como él. Ya tentado a llamarlo y preguntar qué pasa con su engargolado, lo ve por fin venir con el volumen. Mira el reloj: diecinueve minutos. Unos metros detrás del mostrador, el empleado se mueve hacia la caja. “¿Va a querer una bolsa?”, le pregunta y él asiente nervioso, no sólo porque es tarde sino porque ya quiere cuando menos tener entre las manos el trabajo que tantos desvelos le costó. Mira el paquete mientras saca la cartera, espera que el empleado se lo acerque al tiempo que le toma el billete de veinte. “Son diecinueve pesos”, le repite, y el señor N. dice que está muy bien, pero antes necesita ver su engargolado. El empleado toma el paquete y se lo entrega, con la mirada fija en la registradora, o quizás en el piso. El señor N. vacía de inmediato la bolsa, abre el volumen, lo vuelve a cerrar, lo mueve, lo examina y frunce el ceño.
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—¡Qué pasó aquí! —se extraña, se incomoda, se malquista porque resulta que el encuadernador ha dejado veinte hojas un centímetro más angostas, de modo que se advierte un hueco sin sentido a la mitad del tomo: seña de que el empleado perforó mal y tuvo que cortarlas.
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—¡Nada! ¡Así venían ya las hojas cortadas! —levanta al fin la vista el empleado, como quien desenvaina un arma oculta.
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El odio tiene miedo
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La escena es enfadosa: delante del empleado y el subgerente, el señor N. está que escupe bilis porque ya se hizo tarde y el empleado se empeña en salvarse mintiendo. Es decir, calumniando. “¿Cómo cree usted que voy a cortar yo mismo las hojas que les traigo a engargolar? ¡Pero si ahorita mismo vengo de imprimirlas, son hojas carta estándar!”, se esmera el señor N. en exponer su caso al subgerente, pero éste ya ha tomado partido por su subalterno. “¡Más respeto!”, le insiste, con el talante de un prefecto escolar, y desde luego no cree pertinente que lo llame cobarde cada vez que el empleado lo encara y niega contundentemente su error. Él jamás cortó nada, las hojas ya venían así. “¿Qué ganaría el muchacho con echarle a perder su trabajo?”, comenta el subgerente y el señor N. se apresta a subrayar la estupidez flagrante de la pregunta. “La mala fe, señor, no está en el hecho, sino en su negación”, argumenta, temblando de indignación, pero ya el subgerente lo interrumpe: “¡Los dos tienen razón! Todo es según el punto de vista de cada uno”.
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Si el señor N. tuviera la calma para analizar la burrada que acaba de oír, detendría aquí mismo la discusión. La gente también dice estupideces para que sea uno quien se salga de sus casillas y no quede lugar para la discusión civilizada. Si el subgerente mereciera su puesto, le pediría a otro empleado que emparejara las demás hojas y asunto arreglado. Si el señor N. no padeciera la neurosis de los perfeccionistas, tampoco escucharía tantas necedades. Si el engargolador no fuese un principiante, él mismo habría apagado el incendio a tiempo. Debe de estar bastante asustado, tanto que ve al cliente directo hacia los ojos, como si se aprestara a acuchillarlo. “¡Y además de cobarde se planta y me amenaza!”, se queja el señor N., sin que nadie lo escuche ni el empleado detenga el desafío.
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Antes calumniador que torpe
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La escena es un calambre en la memoria: tuvieron que pasar algunos días para que el señor N. terminara de asimilar el incidente. Lo de menos, al fin, fue que al cabo el trabajo lo entregara con un día de retardo; lo inquietante era el odio en los ojos del empleado miedoso. Una de esas miradas que se quedan por días en la memoria: la de quien considera que la vida debe algo y se niega a pagárselo; la de quien cree que tiene la razón especialmente cuando no la tiene, pues hay una razón superior que en caso de conflicto le asiste y justifica; la de quien está listo para enfrentarlo todo menos la humillación de aceptar que cometió un error.
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En un sentido, la madurez consiste en enseñarse a sacarle provecho a los errores, toda vez que sin ellos no hay perfección posible. El señor N. recordaría los ojos retadores del engargolador como uno de esos sueños donde el mundo se mueve sólo por intermedio de reglas estrambóticas e intempestivas, igual que en ciertos juegos infantiles. Tras aquella mirada de cinismo inquebrantable, cree recordar ahora, se agazapaba un niño bravucón, aterrado y resuelto a morirse en la raya antes que dar por hecho que cometió un error. Pero quién va a gastarse reconociendo yerros cuando aquí lo que rifa es negar la evidencia airadamente. Indignarse, antes que justificarse. Asumirse acreedor, por si las moscas. Mentir con una enjundia comparable a la del ciudadano recién estafado. Calumniar a los ojos, acusar sin temor. Salir del paso así, como los niños, para que al cabo todo quede siempre como una mera escena familiar.

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