lunes, marzo 22, 2010

La risa del bandido (Diario Milenio/Opinión 22/03/10)

Para robarse un país
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Se cuenta que una noche de 1944, al final de otra de las peroratas nocturnas con las que Hitler distinguía a sus colaboradores más próximos, allá en su mítica Guarida del lobo, desapareció una de las antorchas con las que cada quién alumbraba el camino hasta su habitación. No bien vio el Führer a su secretaria —la dueña de la antorcha— ir y venir en busca del fuego perdido, tuvo un raro desplante de humorismo. A mi ni me mire, comentó el dictador, que yo robo países, pero no antorchas. Cada vez que llegaba a sus oídos la noticia de otro territorio tomado por sus huestes, el barbaján de Linz solía propinarse un manazo en la pierna y soltar una risotada consonante, igual que los malvados de las caricaturas. Al mando de un gobierno de rufianes, sostenido en pilares tan rentables como propaganda, opresión, secuestro, latrocinio y mano de obra esclava por millones, Hitler tenía tan claro como sus hitlercitos que el suyo era un modelo de Estado bandido.
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Parece siempre injusto y exagerado comparar a los déspotas de hoy con la escoria nacional-socialista, como si para ello el aspirante debiese acreditar la operación de campos de exterminio. Lo cierto, sin embargo, es que bandidos hay de diversos tamaños, y aun si el prototipo parece inalcanzable sobran los entusiastas dispuestos a echar mano del ejemplo. ¿A qué bandido no le gustaría gobernar un país sin cortapisas, con todos los poderes rendidos a sus pies y la Constitución lista para ser retorcida de acuerdo a su capricho y conveniencia? Pues de lo que se trata no es de violar la ley como cualquier bandido, sino de reinventar al Estado para que toda su maquinaria legal funcione ya al servicio del bandidaje —de preferencia en su acepción más amplia, donde cualquier extremo es bienvenido—. Si hemos de echar un ojo a sus prototipos, el Estado bandido se da derecho a todo, de forma que en su contra nadie se mire con derecho a nada. Insisto, no es preciso pensar en crematorios para hacer cierto un purgatorio así; basta con redactar un puñado leyes de absurdas y abusivas y avasallar con ellas a propios y extraños. Nada que un bandidazo no pueda improvisar.
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¿Quién es el peligroso?
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Recuerdo una película —vieja, mala, grotesca: La isla de los hombres solos, inspirada en el libro del mismo nombre— donde tras reprimir, explotar y maltratar a los presos de la isla-prisión, el alcaide la declaraba república independiente, como un ardid extremo para evitar su destitución, y acto seguido repartía entre sus condenados las diversas carteras de su gabinete. Imposible saber, a media proyección, si se carcajeaba uno por la pobre factura de la película o por la situación absurda que narraba. Quiere uno creer, cuando menos en aras de la salud mental, que un gabinete de patibularios y andrajosos cabe apenas en la imaginación. Ya quiero ver qué banda de rufianes y asesinos tiene entre sus secuaces a psicópatas de la talla de Goering, Himmler, Streicher, Goebbels, Frank o Heidrich, por nombrar a unos cuantos de entre los avezados criminales que en su tiempo engrosaron la banda de la svástica. Algo tienen el boato y el protocolo que hacen ver respetable incluso —y, me temo, sobre todo— a la escoria de la escoria. Tipos cuyos encantos y habilidades florecen al amparo de un Estado bandido.
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Como frecuentemente lo hemos visto, los Estados bandidos secuestran el poder y se enquistan en él apoyados por medios tan convincentes como la aplicación selectiva de leyes en esencia inaplicables. Leyes imbéciles, contra las que no es posible argumentar, sostenidas en principios perversos que a su vez son artículos de fe. ¿Qué puede argumentarse, por ejemplo, contra una acusación de peligrosidad? ¿Cómo probar que no es uno peligroso, allí donde los jueces atienden al estigma antes que a la evidencia, al extremo de hallar a ésta en aquél? ¿Quién, que trabaje en una empresa extranjera y le sea confiscado por ley el 95 % de su salario no es, en potencia al menos, peligroso?
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Bandidos al poder
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“Abuelo sabio”, apoda Evo Morales a Fidel Castro, asumiendo que medio siglo de poder irrestricto y abusivo confieren una enorme clarividencia. O en su caso un inmenso repertorio de mañas, traduciendo al lenguaje de los bandidos. ¿Dónde, pues, si no en el seno de un Estado bandido sucede que las madres y esposas de los presos políticos sean insultadas y asediadas por catervas de esbirros y sicofantes enviados por el régimen a intimidarlas en nombre del pueblo? ¿Es pura coincidencia que los peores bandidos persigan y castiguen con la mayor crueldad al periodista que se atreve a exhibirlos? ¿Qué periodista honesto no es peligroso para los bandidos? A nadie extrañe entonces si el régimen y sus corifeos se anticipan a invertir los papeles y clasifican como delincuentes y gusanos a quienes prefirieron pensar por su cuenta en mitad de una tiranía que administra el control de las conciencias con rigor carcelario y celo entomológico.
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Tal como lo hacen tantos bandidos comunes, los Estados bandidos tienden a apandillarse. Y esto es un gran alivio para otros criminales afines —gatilleros, secuestradores, dinamiteros y otros pros del odio— que se mueven entre estos santuarios amparados por privilegios extremos, como una nueva nacionalidad, una escolta oficial o un puesto en el gobierno. ¿Qué puede hacer, desde la Audiencia Nacional española, el juez Eloy Velasco para encausar a Arturo Cubillas Fontán, etarra de cumplidas pocas pulgas, si hoy éste ocupa un cargo de alta relevancia en el gobierno de Hugo Chávez? ¿Qué decir de un fanático y matón metido a funcionario bolivariano, cuyo trabajo es expropiar las tierras de quien básicamente se le antoje? ¿Qué otra razón tendría el matasiete Carlos Ilich Ramírez para opinar, desde su celda en Francia, que en Venezuela mandan al fin los suyos? Pienso al fin en un western de Mel Brooks donde una banda armada con los peores malhechores pretende apoderarse de un pueblo entero. Y lo curioso es que uno se reía, como dando por hecho que eso no era posible. Si los Estados pudieran reírse, el Estado bandido no pararía jamás.

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