martes, febrero 02, 2010

Sólo cuento (Diario Milenio/Opinión 02/02/10)

El cuento, dice Rosa Beltrán en el prólogo con el que da inicio Sólo cuento, la antología recientemente editada por la UNAM, es un género que simula estar en extinción. El cuento, pues, finge, engaña, aparenta. De hecho, el cuento conscientemente aparenta una cosa mientras hace otra. Lo que el cuento hace, esto nos queda claro a los lectores de estas páginas, es lo que le da la gana. Supongo que por eso simula, para poder salirse con la suya. Para que no lo molesten con reglas de estilo y exigencias formales y, sobre todo, con expectativas. Recuerdo lo que aseguraba Poe: una composición artística organizada para provocar un efecto único (singular). Recuerdo lo que decía Cortázar: la novela gana por puntos, el cuento por knock-out. Recuerdo lo que decía Piglia: todo cuento es, en realidad, dos cuentos. En fin, como pueden ver, recuerdo bastantes cosas. Pero mejor, como el cuento, voy a simular. Fingiré que nada de eso pasa por mi cabeza mientras llevo a cabo este recorrido que empieza, válgame dios, en la república de Uzbekistán, en el Asia central soviética, de la mano fresca y enigmática de Sergio Pitol, y que después de pasar por cuanta región pudo o quiso, termina del otro lado del espejo, en la memoria rencorosa del personaje de uno de los pocos cuentos que ha escrito Jorge Volpi.
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Pero mencioné lo del knock-out y lo del efecto singular y único por alguna razón (ninguna mención es inocente, se sabe). Lo mencioné porque quiero hoy hablar un poco de al menos dos de los cuentos de este libro que escapan de manera deliciosa, de golpe, de lo unívoco. Se trata de “Exilios”, de la argentina-madrileña Clara Obligado (quedo, en efecto, obligada a buscar sus otros textos luego de descubrir éste), y “La gente sencilla del campo”, de Luis Felipe Lomelí.
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El inicio del primer párrafo: “El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid, procedente de Argentina” coloca al lector aparentemente (simuladamente) en el arranque de un relato realista que, sin duda (ahí está la temida fecha: 1976) seguirá los avatares de una mujer, como lo indica el título, en el exilio. Pero algo extraño sucede porque al inicio del segundo párrafo se dice: “El 5 de diciembre llegué a Madrid aterida de frío”. Para el inicio del cuarto párrafo la llegada a Madrid se hace en un vuelo de Iberia y, para el sexto, decidida ya a irse a Tanzania (porque le da lo mismo Madrid que Tanzania o la China), la mujer parece estar a la deriva. Para el séptimo párrafo la mujer (y el lector) regresan a terreno conocido: la desaparición de un hermano de una amiga o una mujer que apenas si se conocía. El hotel Mónaco. Un taxista. La ropa de verano. Ya en el octavo párrafo, cuando el lector se entera de que la narradora-personaje no dejó el aeropuerto de Uruguay para quedarse, en cambio, a practicar el sexo de una manera vehemente, eso dijo ella, con un desconocido que la invitó a regresar a Argentina, resulta inevitable preguntarse cosas. ¿Pero no había dicho que se había casado con el hombre del hotel Mónaco, un tipo no muy joven pero decente? ¿Y qué pasó, si algo pasó, en sus años en Tanzania? La fecha, sin embargo, ese 5 de diciembre de 1976, se sigue repitiendo aquí y allá al inicio de varios párrafos (se trata, sin duda, de una fecha ancla) (una fugaz búsqueda en google nos indica que ese día se llevó a cabo un juego memorable del Real Madrid, el PSOE tuvo una convención que mereció la primera plana de algunos periódicos y el número de desaparecidos se incrementó en argentina).
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Entrelazados magistralmente todos estos párrafos que son, en realidad, inicios de vidas distintas, desorientan pero no confunden. Lo que le invade al lector es, sin embargo, la nostalgia por esos destinos que, apenas en el arranque, se cortan para desparecer o continuar en otras vidas distintas. Pero la nostalgia no es del tipo de las amargas porque, contadas con humor e incluyendo eventos ¿cómo decirlo? peripatéticos, esas nuevas vidas tienen el aura de las aventuras que todo mundo ha querido vivir pero no se ha atrevido. La nostalgia por las vidas posibles y el gusto por la aventura se ven luego arrasadas por la rabia porque, en efecto, alguien sí desapareció y la narradora no sabe dónde está y ni siquiera si se trataba de ella misma. Vapuleada, pues, en un vaivén que visita un rango bastante amplio de emoción, el cuento de Obligado no gana por knock-out ni produce un efecto singular. Diseminado sobre el papel, diluido por los cortes de los párrafos, negado y afirmado a la vez, el cuento estruja y, como lo anoté antes, desorienta. A la manera del hipertexto electrónico, el cuento produce la sensación de que cada cabo suelto en realidad es un cabo atado a una vida que todavía no sabemos. Ese todavía no saber, ese presentimiento, esa sospecha de lo que por no estar, está más ahí, es sólo parte de los efectos plurales que, punto a punto, lo hace avanzar en un horizonte literalmente horizontal.
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Algo parecido hacen los muchachos que abandonan la ciudad de Monterrey para pasar unas cuantas horas en el desierto. Uno de ellos tiene una cita y, junto con él, la lectora sabe que tiene que regresar a tiempo. Si hubiera llegado a tiempo y se hubiera cumplido la cita, no habría necesidad alguna de escribir el cuento (esto es algo que anota sabiamente Piglia en sus tesis sobre el cuento: es el desfase y la promesa incumplida lo que constituye el suelo fértil del cuento), así que es lógico entrar en ese viaje alebrestado y medio etílico pensando que algo sucederá para atrasar su llegada y justificar, así, la existencia del cuento. Lo que sucede, por cierto, no es algo en particular (no hay un efecto único o singular), sino nada en general. Los muchachos conversan. La conversación es larga y sinuosa y toca todos los temas, desde el efecto de Platero y yo hasta las albinas nalgas de uno de los conversadores. Con un lenguaje coloquial que cualquier jovencito entendería y abundando en el uso de las onomatopeyas, la conversación continua, infatigable. La conversación y el recorrido por carretera y, más tarde, a pie, sobre la superficie del desierto. La conversación atraviesa el desierto. Los muchachos no dejan de hablar incluso cuando descubren que están perdidos y no tienen la menor idea (ellos dirían, claro, ni la puta idea) de cómo regresar. La sencilla gente de campo que finalmente encuentran no ayuda en mucho (y esto es ser amable con ellos), de ahí a que sean sencilla y de campo y gente. Sin sentido de triunfo o de conclusión, los muchachos se separan momentáneamente sabiendo que pronto podrán continuar una conversación que se presiente, no, más bien que se sabe ahora a ciencia cierta, inacabable.
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La escritura de Lomelí, como la de Obligado, no nos dejan partir a gusto. Sus palabras nos invitan a recorrer una trayectoria, a experimentar el paso del tiempo, a medir lo mensurable en cada momento, sin promesa alguna de solución o de clímax. Estos cuentos simulan, en efecto, ser la vida misma: sin manual, sin parapeto, sin punto de inicio o punto final.

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