lunes, febrero 01, 2010

Perras elucubraciones (Diario Milenio/Opinión 01/02/10)

Los arrebatos telúricos
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Muchos hemos deseado alguna vez, por lo común en medio de un arrebato, hacer temblar la tierra por un instante. Que de una vez el mundo se entere de nuestro hartazgo y alguien, quien sea, haga algo, por lo que más quiera. Una actitud esencialmente absurda, que al paso de las horas querremos enterrada entre la desmemoria reinante. “No sé qué me pasó”, dice uno en todo caso, ya repuesto del rato de necedad extrema que le llevó a perder el control y comportarse así, bestialmente. Esto es, mucho peor que la peor de las bestias, si hasta hoy no se sabe de ninguna que en un berrinche quiera hacer temblar la tierra. ¿Qué otra bestia salvaje se las arregla para culpar al mundo de sus fracasos? ¿Quién sabe de una fiera rencorosa?
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Lo peor de convertirse en una fiera imbécil —prerrogativa única de los seres humanos— es que uno suele ser, o al menos eso dice, el primer sorprendido. Cuando lo vio venir, el demonio ya estaba en sus dominios. Siempre habrá un argumento que permita explicar las propias explosiones ante otro ser humano, quien muy probablemente ya habrá hecho, querido hacer o al menos soportado alguno de esos panchos endemoniados. El problema, no obstante, sobreviene cuando intento explicarles a mis perros esas estupideces por las que yo, de estar en su lugar, ya me habría perdido el respeto. ¿Cómo voy a explicar la idiotez de mi especie a quienes ni siquiera conocen el rencor? ¿Cómo siquiera hablar del asunto, cuando esta especie entera encuentra absurda la pretensión de explicarse ante un perro? He escuchado el clamor de incontables idólatras postrados ante dioses a los que nunca han visto ni verán, contándoles su vida, suplicándoles dones y perdones, y aún así dirán que soy extravagante si me ven platicando con un perro. Uno de carne y hueso cuya sola presencia es don divino y me perdona todo de antemano.
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Opiniones de un cuadrúpedo
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De uno pueden decir que es un tigre, un lince, un águila, un león, o bien un cerdo, un burro, un gusano, una bestia. En todo caso el mérito o demérito no suele estar en la naturaleza del animal, como en las mañas del fulano en cuestión. Decimos que Zutano es un perro pensando en uno de esos canes infelices cuyo dueño ha entrenado para emular el odio por la vía del miedo. Lo cierto es que hace días, y aquí quería llegar, tuve un fuerte altercado con uno de mis canes, no bien salí al garage y advertí que se había orinado en el periódico. Un suceso minúsculo y hasta gracioso, que sin embargo me cayó en las muelas, luego de un par de días de pelearme con cierta página en blanco que traíame ya como un perro rabioso. ¿Cómo explicar después al inocente chucho que los gritos no fueron por el periódico, sino por la idiotísima necesidad de cargarle la cuenta de mis neurosis al primer perro meón que se atraviese?
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Lejos de pretender siquiera hojear el periódico hediondo, alcancé sin embargo a leer una noticia que de tan pintoresca me llevó a maldecir una vez más la puntería del perro regañado: según el comandante Hugo Chávez, todo ese asunto del terremoto en Haití no ha sido sino una prueba piloto del gobierno del presidente Obama para después hacer lo propio en Irán. ¿Terremotos man-made in USA? No conforme con ser el inventor del Socialismo del Siglo XXI, Chávez ya se ha instalado en el XXIII. Su enemigo ya no es Barack Obama sino tal vez Buck Rogers. Pensándolo de nuevo, había exagerado. ¿Merecía la pena destemplarle los tímpanos al querido can por un trozo de ciencia-ficción bananera? ¿No era, después de todo, su gesto una opinión más que elocuente? Una vez que acabé de enterarme en internet, atiné a preguntarme cómo haría para explicar un guión tan evidentemente descabellado ya no a un perro —que insisto, no sabe de rencor— sino a cualquier congénere capaz de distinguir un terremoto de un bombardeo. El problema de ciertos bombardeos es no tanto advertirlos como resistirlos. Eso fue lo que quise explicarle al perro, presa ya de una incómoda vergüenza de especie, luego de bombardearlo con todas esas palabras idiotas.
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Consejeros de ocasión
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No puedo asegurar que los perros me entiendan cuando intento explicarles alguna situación, pero sin duda advierto siempre que un argumento es insostenible. Quiero decir que yo, en su sitio, no me creería nada. Y como al fin me miro perdonado de origen y comprendido más allá del verbo, puedo decirles cuanto me venga en gana sin medir mis palabras ni temer a su juicio. A veces, en la calle, hago amistad con un vagabundo cuadrúpedo, le compro un refrigerio y me lo llevo a conversar aparte. Me miro, como él, solo entre demasiados haceres y decires que de pronto no entiendo, ni menos aún comparto. Despotrico, de pronto, al tiempo que le rasco la cabeza o la oreja o el lomo, contra mi propia especie, no sé si como un acto de contrición o mera cortesía frente al espejo insólito de sus pupilas. Quiero decir, frente a su inteligencia.
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Puedo engañar a muchos de mi especie y venderles la máscara de mi elección, no sólo una sino infinitas veces. Solemos creer lo que nos acomoda. A los perros, en cambio, no es fácil engañarlos con la identidad, y en todo caso nunca más de una vez. Por eso me sincero cuando hablo con ellos. Y por eso asimismo me doy cuenta que hay cosas que jamás sabré explicarles, como es el caso de esa noticia chusca sobre los terremotos inducidos a larga distancia, o mi necesidad por enterarme de los detalles alusivos a necedades de esas dimensiones. ¿Cómo van a entender que de pronto me ponga como cualquier fabricante de terremotos sólo porque el periódico se despertó empapado? ¿Cuántas veces yo mismo he llegado a opinar que los protagonistas de una cierta noticia están pa’ mearlos? Con toda discreción, esa mañana me escurrí entre los canes y procedí a rascarles sendas cabezas. Mientras se me quitaba la vergüenza.

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