martes, febrero 16, 2010

Mis horas con las hormigas (Diario Milenio/Opinión 16/02/10)

Hace no mucho, una persona que no conozco me envió, también por razones desconocidas, un mensaje en el que hablaba de hormigas. En realidad, para ser precisa, el desconocido no “hablaba” de hormigas en el mensaje. Lo que hacía era copiar un párrafo completo de un libro del escritor francés LeClezio, el cual incluía una descripción bastante dramática del quehacer cotidiano de estos insectos. El mensaje concluía con alguna nota críptica acerca de una fobia padecida por mucho tiempo y unos cuantos comentarios dispersos en los que se creaba un paralelo entre las hormigas y las ciudades contemporáneas. Algo así creo recordar en todo caso. Dejar el mensaje de lado fue fácil, quiero decir, pero no el tema que había conminado a su emisor a saltar del libro de LeClezio al teclado con algo que, a la distancia, todavía tiene el sello de alguna inefable urgencia o fantasía.
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Bajo la influencia de ese mensaje recordé, por ejemplo, el gran hormiguero que aterraba a los estudiantes de una de las muchas escuelas primarias a las que asistí. Creo rememorar que ésta se encontraba en el norte, un lugar de veranos fieros. El hormiguero, que dominaba el patio trasero de una escuela semi-rural, no sólo era motivo de intensa curiosidad y callado escrutinio entre los avezados que se atrevían a aproximarse, sino que también constituía el eje de una serie de ensoñaciones más bien sadomasoquistas entre los estudiantes. ¿No era casi una leyenda la historia de la maestra cruel que castigaba a los estudiantes obligándolos a arrodillarse por horas enteras sobre el hormiguero manteniendo, además, los brazos en cruz? La imagen aún ahora me resulta delirante, pero la primera vez que la escuché no pude dejar de mirar a la maestra del caso —una mujer ya no tan joven que, además de usar minifalda, definía las cejas con la presteza de un látigo y adornaba la parte superior de su cabeza con una restiradísima cola de caballo— con justificado temor. Si la pregunta era si yo estaba dispuesta a creer que la mujer sería capaz de una crueldad así, mi callada respuesta fue, desde el principio, una resonante afirmación. Nunca, sin embargo, me tocó presenciar tan inclemente pena. Lo que sí veía por horas enteras era el ir y venir de las hormigas, desde el agujero ignoto del hormiguero hasta los sitios donde encontraban lo que andaban buscando: pedazos de hojas, semillas, fragmentos de objetos pequeñísimos, presas. Me gustaba, a veces, después de horas de inmóvil observación, trazarles nuevos caminos con la ayuda de alguna rama y ver su desconcierto. Me gustaba colocar obstáculos en su camino o buscar una piedra que pudiera tapar la entrada su hogar subterráneo. Hacía esas cosas nada más para comprobar su tenacidad y su reciedumbre, supongo, porque las hormigas siempre se salían con la suya. Poco a poco, con una parsimonia que tenía que ver más con la confianza en sí mismas que con la lentitud, las hormigas recuperaban el camino, avanzaban alrededor o sobre los obstáculos y escarbaban alrededor de la roca que de manera por demás efímera había cubierto la entrada de su hormiguero.
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Pero luego vinieron a la memoria, por supuesto, las escenas de Marabunta, aquella película que convierte una de las características básicas de las hormigas —su sentido de la cooperación dentro de una sociedad altamente estratificada que se dedica con ahínco a sobrevivir el invierno, por ejemplo— para retratar el miedo atroz del imperialista ante una naturaleza (extranjera) que no puede controlar. No recuerdo quién la dirigió ni los actores que trabajaron en ella (aunque una rápida búsqueda en google me dice que la película data de 1954 y que el actor principal fue Charlton Heston), pero recordé a la perfección las horrísonas escenas en que el contingente de hormigas, vulnerables por separado, transforman su socialidad en una arma letal. La moraleja: el imperialista que intentó trasladar su civilización a la selva se verá derrotado ante la acción conjunta de los pequeños bichos mancomunados. La sutileza, como se sabe, no fue una característica formidable de los años 50.
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Luego, como si las relaciones desiguales del imperialismo estuvieran de alguna e íntima forma relacionadas con el desequilibrio que produce, o del que parte, el deseo, recordé los versos que López Velarde les dedica a las hormigas, ese “encono en [sus] venas voraces”. Hay un hormigueo dentro del cuerpo y otro, tal vez más agudo, dentro de los versos, cuando el poeta anota las detalles de una boca: “y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,/ tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno/ tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo/ como réproba llama saliéndose del horno”. El barullo de cosa diminuta que en la película era motivo de angustia si no es que de puro terror, se transforma en la pluma de Velarde en algo poderoso, ciertamente, pero suave. Ya ha dicho Velarde que sus “hormigas… han de huir de mis pobres y trabajados dedos” cuando le ruega a la Amada que las deje hacer, a esas hormigas, algo cerca o en la proximidad de su boca: “Antes de que deserten mis hormigas, Amada/ déjalas caminar camino de tu boca”.
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Pero tal vez no guardo en mi memoria recuerdo más punzante de hormiguero alguno como el que crecía dentro de la casa del personaje de Zapatos Italianos, una de las novelas de Henning Mankell. El hombre había vivido ya 12 años solo, en una remota isla de perenne invierno, cuando se materializa esa mujer que, tiempo atrás, él había abandonado. La mujer lo busca porque está a punto de morir y porque, en esas circunstancias, desea que el hombre le cumpla una promesa: visitar un lago. La realización de la promesa los lleva a los dos a un viaje en el que se aparecen, entre otros tantos seres, una hija cuya existencia él desconocía, una colección de chicas heridas y salvajes, los habitantes de bosques tan remotos que producen su propio lenguaje. Al final, la mujer va a morir en la casa del hombre, justo en la habitación donde pervive un hormiguero. La escena, por sí misma, es desconcertante. Pero lo resulta aún más cuando, ya fallecida ella, el hombre decide deshacerse del hormiguero sólo para encontrar, dentro de ese laberinto, una botella con un mensaje también dentro: “Hasta aquí llegamos tú y yo”, había escrito ella detrás de una vieja fotografía. “No más lejos”, añade el sobreviviente, “pero hasta aquí habríamos llegado tú y yo”. El cambio de tiempo verbal sólo añade una pizca de sal a la melancolía de toda esa escena de por sí poblada ya de hormigas.

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