lunes, febrero 08, 2010

Lisboa en las entrañas (Diario Milenio/Opinión 08/02/10)

Encuentro y extravío
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Hay historias que crean compromisos extraños con el destino. ¿O será que en principio despiertan tentaciones que al cabo de unos cuantos sueños exagerados se transforman en compromisos íntimos? Uno asiste a la historia cuando ésta aún es ficción y de la nada se hace la propuesta de convertirla en realidad. “Tengo que estar un día en ese lugar”, nos decimos, pues de repente hallamos que nuestra vida no estará completa si incumplimos con ese compromiso, al que tal vez los otros llamarán arrebato, locura, capricho. Pues de cualquier manera no es posible explicarlo, y para el caso ni necesidad hay. No pretendo aquí hablar de nada que considere explicable, y hasta me refocilo en la certidumbre de que entre más oscuro parezca, más claro será al fin.
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La historia era muy simple: un marinero, de nombre Paul, descendía del barco que recién habíase detenido en Lisboa, y caía hechizado por la ciudad. Recién llegado a una suerte de bar con servicio de hostal, advertía a la cantinera, de nombre Rosa, que el reloj sobre la pared tenía descompuesto el segundero, mismo que iba en sentido contrario al de las manecillas convencionales. Pero la cantinera, que cumplía también con las funciones de camarera, replicaba que no era el reloj, sino el mundo el que caminaba al revés. A partir de ese punto, el marinero entraba en un ritmo distinto que le invitaba a dejar todo atrás, el barco incluido, y darse a un extravío lusitano cuyos tintes desvergonzadamente poéticos no permitían al espectador más salida que caer en un estado idéntico de asombro y seducción, donde el mundo objetivo se disolvía a la par de todo imperativo de congruencia mental. La idea era extraviarse, disolverse, ya no tanto en los desvaríos del protagonista, como en la magia propia de la ciudad. Luego de ver tres veces la película —En la ciudad blanca, de Alain Tanner, con Bruno Ganz y Teresa Madruga— entendí que algún día, cualquier día, tendría que hacer lo propio, y que entonces Lisboa me estaría esperando.
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Sospecha de omnipresencia
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Ayer mismo en la noche compré la película. Fue un consuelo feliz para piernas y pies, que ya no daban más después de tantas horas de probar un extravío de suyo inexplicable, tal como la hermosura del entorno. No por cierto la clase de belleza que se espera de una ciudad con virtudes turísticas intrínsecas, sino un hechizo extraño que va ganando hondura conforme el tiempo pasa y uno va descubriendo que aquí las horas tienen otra consistencia. Otro tiempo, otra luz, otros colores. Si uno entra por el puente Vasco da Gama, distinguirá a lo lejos nada más que un intenso resplandor nacarado, que luego palmo a palmo va ganando texturas y tonalidades. Lisboa es, en efecto, una ciudad blanca, aún con sus incontables tejados rojizos y hasta esos muros pardos y cochambrosos que la dotan de algún encanto oscuro y de pronto entrañable: un lugar que se va metiendo entre las vísceras sin que termine uno de enterarse. Si los relojes no marchan al revés, es seguro que lo hacen a su aire. La clase de ciudad donde daría vergüenza la premura.
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Hace ya cinco días que camino incansablemente por esta ciudad blanca, sin rumbo casi siempre, al garete entre meandros, callejones, escalinatas y pasadizos, intuyendo no obstante que de cualquier manera arribaré a un destino preferible. ¿Qué tendría de extraño que luego de elegir casi por norma las travesías torcidas y enrevesadas termine uno por desconfiar de los caminos rectos? Cada día que parto cuesta abajo por la Avenida da Liberdade —toda ella imponente, derecha y majestuosa— las calles aledañas insisten en hacerme guiños irresistibles. Y después, cuando al fin suba o baje por alguna de esas banquetas sembradas de adoquines blanquecinos, nuevas invitaciones irán surgiendo a diestra y siniestra, cual si el propósito de toda la ciudad fuese hacer del camino ya un destino. Conforme los días pasan y el hechizo se hace de autoridad, los rincones se van haciendo familiares, no así el mapa de una ciudad esquiva que se resiste a ser cartografiada. Se llega a cada sitio por una suerte de azar objetivo que rara vez defrauda al caminante; se está así en todas partes y en ninguna.
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En el revés del mundo
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Apenas se concibe que en calles tan estrechas quepa siempre un tranvía, y hasta dos. A veces, cuando ya las piernas no dan más, viajar abordo de uno es como hacer verdad las fantasías de un niño en un parque temático, entre parques y plazas que brotan todo el tiempo de entre los recovecos imperantes. Son tranvías angostos y pequeños, donde no cabe más que una treintena de pasajeros, si bien muy rara vez se ve alguno con prisa. Si en casi todo el resto de Europa se vive con un ojo en el reloj, el tiempo de Lisboa suele ser generoso como pocos. A menos que uno salga del centro hasta el sitio de la Expo 98 —la Lisboa ultramoderna del distante Parque das Nações: una majadería deslumbrante para quien ya se mira repleto de saudade—, hace falta una dosis extrema de imaginación para asumir que estamos en el siglo XXI.
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Camino entre las callejuelas del Bairro Alto, entre cafés pringosos, bardas pintarrajeadas, barecillos bohemios y ropa tendida, con la intención difusa de llegar al café de la zona del Chiado entre cuyas mesas está la figura de bronce Fernando Pessoa, sentado al lado de una silla vacía. No sabría explicar muy bien por qué aún traigo impresa esta sonrisa de bembo feliz, ni me preocupa que al final desemboque en cualquier otra parte, pues de cualquier manera mi sentido de orientación me pide que lo ignore a como dé lugar. Diría incluso que el solo hecho de llegar adonde quiero ir será a su modo una pequeña decepción, y ello entre otras cosas me conduce a concluir que sí, es muy posible que el resto del mundo vaya al revés, y adelante sea atrás y atrás adelante, que la izquierda sea zurda y el mañana el ayer, y al cabo el desvarío resulte entonces la última certeza. Pues mi única certeza en estos momentos es que al fin he cumplido con la cita y todo, por supuesto, era verdad.

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