martes, febrero 23, 2010

El divino desollador (Diario Milenio/Opinión 23/02/10)

Primera Confesión: Siempre me gustaron los títulos de las obras de Max Ernst. En algunas ocasiones llegué incluso a pensar que las veía con cuidadosa atención, que las observaba en todo detalle, nada más para postergar el instante en que descubriría el nombre de las mismas. El asunto era que las palabras con que Ernst terminaba sus pinturas o sus collages o fotomontajes no describían las obras en cuestión, sino que más bien las trastocaban, subvirtiéndolas por dentro. Me desdigo: los títulos no terminaban las obras, sino que las continuaban pero de otra manera, convirtiéndolas así en lo que eran: dos en lugar de una, o una, pero multiplicada en muchas. Ha sido por eso y no por otra cosa que suelo pensar en Ernst como un autor narrativo. Mis pobres evidencias no sólo incluían sus dotes como titulador, sino también, acaso sobre todo, esa sapiencia para sugerir el desarrollo de una historia plural y frágil del mero choque generado entre la palabra y la imagen. Yuxtaponer es el nombre del juego. Y el juego, por supuesto, no es una narrativa lineal.
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UN FANTASMA METICULOSO EN EXCESO
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Segunda Confesión: Encuentro miles de posibilidades en frases como: “El imán asociativo de lo insólito”. Pienso en la alucinación, por supuesto, y luego, de inmediato, en la labor crítica de la epifanía. Pienso en el sueño; pero sobre todo en la revelación de la pesadilla. Pienso en los recortes de la realidad que, al mostrarla en pedazos, no pueden sino de-mostrarla en la denuncia. He ahí la cuestión técnica del collage y el fotomontaje; y he ahí también la cuestión filosófica de su quehacer. Ver en pedazos es, literalmente, ver en pedazos. Ver en destrucción es, por necesidad, ver insólita, críticamente. Así nos obliga a ver el Desollador, ese Divino. Ver en las elipsis; completar o zambullirse en los puntos suspensivos del cosmos. Re-encuadrar. Las palabras de Ernst fueron, en cambio. “La explotación sistemática de la coincidencia casual, o artificialmente provocada, de dos o más realidades de diferente naturaleza sobre un plan en apariencia inapropiado… y el chispazo de poesía, que salta al producirse el acercamiento de esas realidades”. Faltó mencionar la violencia. Falta la presencia del tajo. Y la sangre. Y el grito o el susurro, que laten.
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HE AQUÍ LA SED QUE ME CORRESPONDE
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Tercera Confesión: Estoy leyendo las tres novelas gráficas que Max Ernst publicó entre 1929 y 1935, a saber, La mujer 100 cabezas, Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo y Una semana de bondad. Leo con una calma que no me asegura el traslado en avión ni la frenética búsqueda de un equipaje que parece andar extraviado. Leo con la calma, pues, de quien aguarda, engatusando, el momento de la trepidante manifestación de la epifanía. La pesadilla atroz. La puerta.
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ARRASTRADA POR EL SILENCIO, UN APUERTA SE ABRE HACIA ATRÁS
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Los datos: Los collages de Max Ernst fueron sobre todo emblemáticos hasta el inicio de la segunda década del siglo XX. Más tarde tomaron un cariz más narrativo, coincidiendo con los tiempos en que se inventaba el cine sonoro y se reunían las tiras cómicas en las así llamadas historietas. Por la misma época aparecieron también las novelas gráficas de Lyn Ward, God’s Man, publicada en 1929, y He Done Her Wrong, de Milton Gross, que vio la luz en 1930. El método ernstiano, el cual dio pie a la elaboración de las novelas publicadas por Atalanta en el 2008 y epilogadas con mucha claridad por Juan Antonio Ramírez, se basa al menos tres momentos distintivos: la yuxtaposición de los personajes y las cosas, su ubicación en un escenario, y la incorporación de un anclaje verbal. Ernst trabajó con imágenes extraídas de antiguos grabados en madera. También hizo buen uso de manuales didácticos y de publicaciones de divulgación científica, sin dejar de prestar atención a las ilustraciones de relatos bíblicos y cuentos épicos, así como viejos folletines novelescos. Sus readymades se confabulan para producir esas habitaciones abigarradas, esas alas de espanto o asombro, esa agua que fluye, inundando. Sus mujeres desnudas y tenues. Sus monstruos.
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TODOS MIS COLIBRÍES TIENEN UNA COARTADA Y MI CUERPO SE CUBRE DE CIEN VIRTUDES PROFUNDAS
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Las novelas, como bien lo apunta el epilogador Juan Antonio Ramírez, se deslizan sobre una estructura hecha de círculos concéntricos: “Este procedimiento narrativo puede compararse a un sistema solar, con los collages de cada capítulo girando a distinta velocidad en torno a una o varias imágenes que constituirán el núcleo temático predominante de esa parte de la historia. La agrupación de cada uno de estos sistemas en otro más amplio daría lugar al relato total”. Hay, en cada una de las novelas, pues, una anécdota. Hay, en efecto, ese “significado que se desdobla en el tiempo”. El desdoblamiento, sin embargo, no aclara tanto como sugiere. El lector adivina, enlaza, concatena. “Como cuando miramos lo que sucede a través de una cerradura”, así se leen.
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PERO ¿POR QUÉ SE MODELA UN CUERPO DE ATLETA? ¿POR QUÉ SE UNTA DE UNA BABA VISCOSA? LA CABELLERA: “PARA ESTRANGULARTE MEJOR, HIJA MÍA”.

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