lunes, febrero 22, 2010

¿Alguien dijo falange? (Diario Milenio 22/02/10)

Señas particulares
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“¡Tengan!”, grita la imagen, con ánimo festivo y chacotero. Pues por más que la seña fotografiada sea en sí una agresión, quien la esgrime parece divertirse. Es una de esas fotos que hay que ver varias veces para darlas por hechas, y puede que otras tantas para procesarlas: José María Aznar, ex presidente del gobierno español, enfrenta los insultos de sus detractores en la Universidad de Oviedo con el dedo bien alto y una sonrisa amplia de niño malcriado. Quienes no la hayan visto seguro ya sospechan: no es el pulgar, ni el índice, sino el dedo siguiente —corazón, que le llaman— el que el hombre enarbola frente a los estudiantes exaltados que le gritan “fascista” y “criminal de guerra”. A su izquierda se mueven dos guardaespaldas, cuyos ojos han sido emborronados para seguridad suya y desconsuelo nuestro, ya que nos quedaremos sin mirar la reacción de uno y otro, con certeza poco o nada habituados a que su defendido se defienda solo, encima con un arma de largo alcance. “¡Tengan!” “¡Tomen!” “¡Chupen!” “¡Coman!”
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No sabe uno si reírse, asustarse o taparse las napias cuando ve a un hombre de rango y profesión semejantes hacer público uso de una señal obscena. Un mensaje común, y por cierto trillado, al que la mayoría hemos recurrido tanto alegremente —como broma, entre amigos— como con cierta rabia o notorio desdén. “Esto es todo lo que vas a obtener de mí”, declara la expresión, al tiempo conmina a sus receptores a clavarse ese dedo justo allí donde nunca brilla el sol. Un gesto bien común entre quienes se miran sin más alternativa y por alguna causa no están en posición de negociar; un signo de impotencia, finalmente, pero también de orgullo: “Hoy no puedo alcanzarte, pero no me he rendido y ya vendrá la mía”. Nada de raro tiene que al paso de un fulano poderoso la gente de la calle alce ese dedo y manifieste así su desaprobación, pero verlo en la mano de un político, custodiado además por hombres armados, es un evento digno de espantar a cualquiera. Si eso hace este señor delante de las cámaras, ¿qué no hará cuando nadie puede verlo?, se pregunta más de uno ante el desplante que no hace sino dar razón a sus detractores, por aquello de que el fascismo es, diría Carlos Fuentes, una prolongación asquerosa de la adolescencia.
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Las artes del metacarpo
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Quienes nunca servimos para políticos vemos a veces con cierta piedad a quienes no se cansan de intentarlo. Debe de ser lo que los españoles llaman un coñazo tener que negociar con esos denodados intolerantes que se creen con derecho exclusivo al insulto y la vejación del otro, acaso porque piensan que la vida está en deuda con ellos o su causa. Pero ése es el trabajo del político: intentar conciliar lo inconciliable, para lo cual se hacen precisas dotes como el instinto, la sagacidad y la templanza, todas ellas en dosis admirables. Se le paga para eso, no faltaba más. Si la gente se atreve a salir a la calle y repetir a coro el nombre de un político, justo es que supongamos que lo admiran por aquello que él tiene y a ellos les falta: no el ardor contagioso del manipulador, sino el don de quien une a los contrarios y sabe negociar en bien de todos. Pero las multitudes no suelen distinguirse por su buen juicio, y a menudo están listas para aplaudir al primer merolico que sepa blasfemar ante un micrófono.
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Pocos son los trabajos donde es bien visto que el empleado insulte y gesticule para manifestar su mal humor. La mayoría debe, si no quiere quedarse sin trabajo, contener sus impulsos durante las horas hábiles, inclusive sonreír ante quien siente ganas de estrangular. Hasta en la lucha libre, donde los simulacros de ahorcamiento se esperan y se aplauden con pasión, el profesionalismo supone la capacidad de controlar los ímpetus, incluso y sobre todo cuando se es insultado y amenazado; más todavía si se está en superioridad evidente. Que es el caso de los políticos, cuyo solo quehacer supone el compromiso de conducirse con civilidad, so pena de dar prueba de ineptitud. Si una vendedora o un ejecutivo le levantan el dedo corazón al cliente, lo probable es que sean despedidos. ¿Cómo es entonces que un servidor público, del que todo contribuyente es en parte patrón, puede echar mano de tales desmesuras a la vista de todos y continuar cobrando y ejerciendo?
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Falange, falangina y falangeta
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Cierto: José María Aznar ya no es el presidente de los españoles, pero sigue cobrando su sueldo como ex. Y es en ese carácter que da la cara en los eventos públicos. ¿Qué pasaría con sus guardaespaldas —cuyo sueldo es seguro que él no cubre— si se les viera haciendo la misma seña? A la calle, ¿no es cierto? Pero resulta que al Don Ex Mandatario no hay quien le quite un día de sueldo ni se atreva siquiera a reconvenirlo, porque aun en su cómoda calidad de emérito, sucede que es un hombre poderoso y puede hacer lo que le dé la gana. ¿Cómo entonces no quiere que le llamen fascista? ¿Cómo no es más amigo de otros atrabiliarios a los que no se cansa de criticar, como esos dictadores tropicales de quienes se ha jurado antídoto y antípoda? ¿Cómo dar crédito a la vocación democrática de un encumbrado que se j acta de no saber tragar camote ni respetar las reglas de su profesión?
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Un hombre custodiado y poderoso que insulta de regreso a la plebe que se ha dado a imprecarlo no es muy distinto del que le pega al niño que le ha picado el culo. Hacen falta estatura y elegancia para tratar con esas situaciones, y si el maltratador de menores no las tiene se espera cuando menos que no le falten a un ex mandatario. Pero está visto que el amigo de Bush es un mero gañán venido a más. Y uno, que no es político ni aspira a serlo, tiene al fin un mensaje para el hombre de la falange tiesa: Siéntese usted en ella, señor Aznar. Créame que se la ha ganado entera.

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