lunes, enero 18, 2010

El sentimiento infecto (Diario Milenio/Opinión 18/01/10)

Zona de radiaciones
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Hay que ser algo ingrato para no dar la bienvenida a un nuevo día raro. Hoy, por ejemplo, me he levantado con la noticia estrambótica de que un comandohacker de Hamás ha invadido mi blog. No me lo he imaginado, ni estoy jugando. Es probable que cuando estas palabras se publiquen, el ataque haya sido remediado por quienes administran el servidor, pero hasta este momento siguen ahí las fotos de combatientes en armas y la consigna “Muerte a Israel”, en inglés y árabe, justo arriba de tres consignas idénticas: Allahu Akbar. Una página sosa cuyo fin evidente no es argumentar ni convencer, sino exclusivamente intimidar. Que allá en California, donde alquilo el espacio para la página, cunda el terror porque unos fedayines han logrado meterse en sus computadoras y cualquier día van a hacerse presentes en las banquetas de Rodeo Drive. Por si quedaran dudas, una de las imágenes muestra a los de Hamás quemando una bandera norteamericana. Hace falta, no obstante, albergar demasiada paranoia para en verdad ver moros con AK-47 tras un ataque cibernético que bien pudo ser obra de un par de adolescentes exaltados, pero igual queda una incomodidad: esa extrañeza siempre irresoluble que aflora frente al fantasma del odio.
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Pocos son los que han visto de frente a un terrorista, pero al odio bien que lo conocemos. Nunca me ha dado miedo la brujería, sí en cambio el odio ciego de quien recurre a ella. La sola idea de que alguien posea un muñeco alfileteado con la foto, las uñas o los pelos del ser aborrecido mueve a algunos a risa y a otros a insomnio, pues vale preguntarse de qué otras agresiones será capaz quien recurre a rituales en teoría profundamente dañinos con tal de saciar cierta sed de revancha. ¿Por qué quien ha pagado a un brujo por escenificar un rito de Palo Mayombe contra un mortal intensamente detestado va a detenerse ante otras opciones, como hacerse con algún coche chatarra y cualquier día atropellarlo con él?
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Yo cobrador
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Mentiría si dijera que me asusta tener un blog tomado por presuntos terroristas. En un principio me ganó la risa, solté unos cuantos chistes y volví a las labores cotidianas, pero un rato más tarde ya no pude librarme de la extrañeza incómoda que provoca la sombra del odio, así no sea uno el destinatario. No hay que ir hasta la franja de Gaza ni meterse a buscar en internet para encontrar sus huellas envenenadas, toda vez que los odios terminales suelen ser más profundos y cercanos de lo que desearíamos imaginar. Escurridizo y mustio, el odio solamente se deja comprender por sus rehenes. Nadie que no comparta ese aborrecimiento visceral, sanguinario en potencia y amargo de rigor, frecuentemente rico en complejos, va a entender las razones retorcidas de quien alza una causa sobre cimientos de odio. Un material moldeable, asequible y barato para aquel insidioso que sabe cómo usarlo y fertilizarlo.
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No hay hijo de vecino que no pruebe una suerte de gratificación díscola tras darse un pasón de odio intravenoso. El odio purifica, o al menos esa es la impresión que se tiene una vez que se da con los culpables de la propia desgracia. Odiar es entregarse a las compensaciones de una forma de esclavitud liberadora que lo releva a uno de otra responsabilidad que la de hurgar sin fin en el rencor padre. Entre más vil resulta el ser odiado, mejor persona parece uno mismo, y así el hecho de odiarlo le granjea derechos tan particulares como el de hacerle daño a cualquier precio. Nada más por estar en el lado correcto. Somos los ofendidos, ¿no es verdad? Irreparablemente, se entiende. Por eso no entendemos que los demás no tengan nuestra prisa por desaparecer del mapa a nuestro antípoda. Y he aquí que el sentimiento es tan contagioso, y en una de éstas tan familiar, que encuentro natural haber saltado a la primera persona del plural. Tal vez lo más temible de los linchamientos sea lo fácil que resulta sumárseles.
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Pureza por contagio
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Está claro que el odio —veneno al fin: droga de fracasados— paga dividendos jugosos a corto plazo. Una vez que los individuos pensantes se transforman en una de esas multitudes imbéciles a las que los piadosos llaman enardecidas, todo asomo de calma o equilibrio será complicidad con el enemigo. El odio sólo entiende las razones del odio. Esto es, los argumentos chuecos y estridentes que le permiten reproducirse. Ideas a menudo emparentadas con sentimientos en esencia positivos en su estado más puro, de los cuales el que odia se considera depositario y guardián. Nunca seremos, a sus ojos displicentes, lo bastante meritorios para equipararnos con la pureza que le ha dado la chamba de legislador, juez y verdugo en un solo paquete. Una prueba fehaciente del poder corruptor del odio está en la dimensión moral que quien lo ejerce pretende atribuirle. Se maldice al mezquino con las peores palabras también para ubicarse donde los generosos. Una vez distribuidos los papeles de villano, lo que toca es calzarse la capa del héroe y clamar que se lucha por la justicia.
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No siempre el odio ajeno lo hace a uno temer por su vida. Por causa de mi ubicación estratégica, soy un infiel que duerme sin sobresaltos. Pero hay un remanente detrás de cada jeta de odio terminante que uno debe fumarse, lo quiera o no. La vida les debe algo, van por ella como sus estridentes acreedores. Y eso deja rebabas de mierda en el aire. Una peste a rencor que sus propagadores quisieran epidémica. Un tufo que de pronto se esfuma del olfato, no bien se hace costumbre respirarlo. Cualquier día me miro allí encerrado, dándome al aborrecer a la estirpe completa del primer impertinente que osó mirarme feo en mi momento más vulnerable. En un descuido, me sentiré orgulloso de lo que hoy me parece motivo de vergüenza, y esgrimiré la rabia como razón. Y a nadie odiaré tanto, en ese punto, como a aquellos extraños que me miren con cara de qué-le-pasa-a-ese-imbécil. Y es que al final el odio —pariente y consejero del despecho— antes perdona a los traidores que a los neutrales. Cuando despierte, espero se hayan ido los de Hamás.

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