lunes, enero 04, 2010

El rebelde sin pausa (Diario Milenio/Opinión 04/01/10)

Me acuso de extranjería
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No lo conocí en círculos literarios, ni en la escuela, y ni siquiera en una enciclopedia. Supe de él por la ñoña vía de las efemérides: según el calendario, habíamos nacido el mismo día del año. Si por ese conducto llegué antes a la música de Joni Mitchell —a la fecha, su Bluesigue poniéndome la carne de gallina— bien podía valerme del mismo pretexto para hurgar en los libros de aquel tal Camus. Recuerdo bien la tarde, la librería, el estante, el instante en que alcé y abrí la novela cuya primera línea se me clavó como un anzuelo. Habituado a ir al cine a solas y en programa doble, mataba el tiempo entre una y otra película cuando mi condición de lobo solitario fue a dar hasta aquel título de súbito entrañable: El extranjero. Seguí leyendo ahí, por el tiempo bastante para alzar el reloj y descubrir que ya era muy tarde para entrar a la segunda función. Habría leído treinta, cuarenta minutos. Pagué el libro, me devolví a la casa y no salí hasta haberlo terminado. En los días que siguieron —tenía vacaciones, iba a entrar a segundo de prepa— no hice sino dar vueltas a la historia del huérfano Mersault, presa de un sentimiento de no-pertenencia extrañamente remunerador. Era como si, más que descubrir a Camus, me hubiese descubierto a mí mismo.
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Pasaron varios años antes de abrir un nuevo libro suyo. A cierta edad se salta todo el tiempo entre los entusiasmos; hay demasiados en estado latente, aguardando el momento de ser atendidos. Visto en retrospectiva, me temo que perdí tiempo precioso: a saber la de necedades que me habría ahorrado de haber leído a tiempo El mito de Sísifo. Tantos años —entonces parecían muchos— creyendo que lo absurdo era absurdo y el universo tenía un sentido y la vida, por tanto, y yo con ella. Tantos intentos de amarrarme a ideas fijas que al poco rato se hacían insoportables. ¿Cuándo me iba a cansar de buscarle sentido a lo que por fortuna no lo tenía? ¿Podía acaso entenderme con todos esos enterados e iluminados que vivían sólo por y para una creencia? ¿No era verdad que aquellas palabras claridosas tenían asimismo la frescura de un idilio reciente con la vida? ¿Qué prefería, al fin, llevar piedras o cruces a la montaña?
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El libro que dice no
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No es de extrañar que en su momento El hombre rebelde le quitara a su autor la amistad de numerosos creyentes oficiales. Sartre no habría sabido explicar a sus tiesas y tenebrosas amistades entre los apparatchiks que inclusive después de tamaña herejía se dignara siquiera cruzarse por la calle con el tal Camus sin cambiarse de acera. Ahora bien, no es preciso instalarse en la Francia de los años cincuenta para darse una idea del poder explosivo de ese preciso libro: como pasa con otros de sus contemporáneos apestados —Koestler, Gide— sobran los beatos prestos a escandalizarse por causa de su contenido incendiario. Si ya en 1940 Arthur Koestler se enorgullecía de que sus libros fuesen quemados tanto por los esbirros de Hitler como por los de Stalin, no puede aún decirse que hoy día vivan a salvo de la hoguera. ¿Por qué? Porque hacen falta: sólo la especie humana es lo bastante imbécil para destruir aquello que más necesita.
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Leí El hombre rebelde durante una larga y tediosa estancia en el sur de Louisiana. Recuerdo de esos días el clima insoportable, la tierra pantanosa, los policías de pocas pulgas y la portada de ese libro providencial que terminé leyendo dos veces en hilera, no porque no hubiera otro sino porque me había asilado entre sus páginas, como si fuese una novela negra. El punto es que nunca antes me había visto combatiendo con mejores armas a la superstición. Si otros, menos amigos de la incomodidad, preferían alinearse con las supercherías imperantes, Camus había elegido bailar con la más fea, seguro acaso de que era la más guapa, pero también la menos conveniente. Nada tiene de raro que a estas alturas del campeonato El hombre rebelde conserve su carácter de libro maldito. Es decir, libro urgente. Lo abro al azar, releo un par de páginas: su lucidez provoca, engancha, despelleja, libera. Vuelve uno de leerlo como se sale de un duchazo en el desierto.
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El fantasma de Argel
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No fue en un noticiero, ni en un periódico que me enteré del primer terrorista suicida, sino a través de Los justos de Camus, donde los magnicidas hacen cuentas y encuentran razonable la entrega de una vida a cambio de otra. Tampoco fue por Malcolm McDowell que supe que Calígula quería la luna. Nadie como Camus sabía entender la lógica de víctima y verdugo, y eventualmente compartir sus razones; no así fines y medios. Cuesta trabajo creer que a tantos años de la publicación de El hombre rebelde siga siendo herejía repetir que los medios deben justificar al fin, y no al revés. ¿No era bastante acaso esa sentencia para pararle los pelos a Sartre, tanto como hoy alcanza para escandalizar a las viudas de Stalin? ¿Quién se creía ese francés africano para equiparar a los crímenes buenos con los malos y sugerir que toda ese concepto del materialismo dialéctico no era otra cosa que un disparate?
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Parece un disparate conmemorar la muerte, cincuenta años atrás, de un hombre que aún no cumple los cien de nacido. Nada, al fin, tan absurdo y disparatado como la muerte de Albert Camus. Da rabia calcular la falta que hizo, la cantidad de cosas que habría escrito y dicho de no haberse ido a los 46. Da vértigo pensar en una obra de esas dimensiones, con tan sólo esos años. Da gusto que sus libros sigan haciendo falta, entre tanta comida para polilla. Parece redundante y hasta suena antipático —lo sé porque calculo que no me habría atrevido a soltar algo así en su presencia— decir que es un autor indispensable, más todavía cuando antes que eso se reconoce ahí a una voz entrañable. Me da igual si Camus cumple hoy años de muerto, pero si eso es bastante para dar curso a tanta gratitud, valga pues la ocasión para certificar la presencia inquietante del fantasma. Helo ahí: ni una cana. A ver quién va a creerle que es cadáver.

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