miércoles, diciembre 29, 2010

Educación o narcoinsurgencia-Javier Aranda Luna (La Jornada/Opinión 29/12/10)

Según la Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales dada a conocer por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el panorama educativo en México resulta francamente aterrador: 73 por ciento de los encuestados no ha leído un libro en el último año, 57 por ciento no pisó una librería, 79 por ciento no adquirió un libro y peor aún: casi la cuarta parte de los encuestados reconoció no tener un libro en su casa. Esto significa que 26 millones de mexicanos o poco más de 6 millones de hogares ¡no cuentan siquiera con un diccionario ni con una Biblia en casa!

¿Ese es el buen camino por el que va nuestro país en materia educativa, como asegura el secretario del ramo?

Estos datos corroboran el fracaso del modelo educativo implementado por los gobiernos panistas y documentan desde otra perspectiva los más recientes resultados de la prueba PISA aplicada en nuestro país. En esa evaluación de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos se señala que 46 por ciento de nuestros jóvenes examinados cuentan con un grado insuficiente de aprendizaje, es decir, que sólo identifican ideas sencillas en los textos, que nuestras habilidades científicas son limitadas y que los alumnos sólo pueden resolver operaciones matemáticas rudimentarias. ¿De verdad vamos por buen camino en materia educativa?

Cuando hace años Octavio Paz escribió que no había intelectuales en el Partido Acción Nacional no entendí cabalmente lo que eso significaba. Lo entendí, cuando ese partido llegó al poder: cuando las hordas fascistoides de sus bases se empoderaron y empezaron a quemar libros de texto en la plaza pública, cuando sus funcionarios de primer nivel intentaron prohibir novelas de García Márquez y Carlos Fuentes, o cuando desaparecieron la filosofía de los planes de estudio del bachillerato.

El analfabetismo funcional de distinguidos miembros de ese partido va más allá de un anecdótico Vicente Fox diciendo Borgues por Borges o de una Marta Sahagún hablándonos de la Rabina Gran Tagora en lugar del celebérrimo autor de El hogar y el mundo. Es una política de Estado que atenta contra el sistema educativo mismo; que vulnera profundamente el desarrollo económico del país y el futuro de varias generaciones.

Según la tendencia del crecimiento poblacional estamos perdiendo nuestro llamado bono demográfico por la migración de algunos de nuestros mejores jóvenes, por no encontrar trabajo en el país y porque cada día nuestra población es más longeva. ¿Cuántos jóvenes se necesitarán para cubrir una cada vez más abultada nómina de jubilados? ¿Cuántas fuentes de trabajo debería procurar el equipo gobernante para evitar esa encrucijada que se avecina? ¿La narcoinsurgencia será el único horizonte laboral para muchos jóvenes en el futuro?

El rector José Narro ha dicho que si se han hecho rescates bancarios y carreteros deberíamos hacer un rescate social mediante la educación. El milagro económico de los Tigres de Asia y el de una Alemania destruida por la guerra y que es hoy el motor económico de Europa es la educación. Además, la enseñanza es el mejor antídoto contra el crimen organizado y la única forma lícita para generar riqueza.

Ojalá que los datos de la encuesta sobre hábitos culturales y los más recientes resultados de la prueba PISA en nuestro país ayuden a perfilar una positiva política de Estado en materia educativa: menos pomposa y más productiva, más cerca de las necesidades del país que de las políticas de los partidos, más cerca de la gente que de los sindicatos, más apoyada en los clásicos (los libros más baratos del mercado) que en los best sellers, más centrada en los libros rudimentarios que en los e-book, en fomentar el gusto por la arqueología más que por los espectáculos de luz y sonido en zonas arqueológicas. Los productos milagro en materia educativa más que un engaño o un buen negocio para algunos, es un crimen social. La reforma educativa de India es un ejemplo de lo que se puede hacer, la emprendida por Brasil es otro. ¿Comenzará este rescate social mediante la educación hasta que concluya esta administración panista?

martes, diciembre 28, 2010

Un teatro para el ojo (Diario Milenio/Opinión 28/12/10)

Aconteció más o menos así:


platicábamos alrededor de una mesa después de cenar o de comer. Era una de esas reuniones extrañas en las que se combinan, y esto por pura casualidad, amigos de muchos años con conocidos que de repente se vuelven entrañables. La conversación viró hacia los temas comunes o de siempre: los libros, los amores, los viajes. A mí me pasó lo que suele pasarle a los obsesivos: hablé de Comala como si fuera un sitio del que acababa de regresar. Cité a Damiana Cisneros. Me volví a sonreír ante el sueño maldito y el sueño bendito de Doroteo/Dorotea. En esas andaba cuando alguien más mencionó el título de la obra y, luego, como si fuera necesario, el autor del libro.

Pero, ¿es que también escribía?


La pregunta me dejó callada por un rato. Mientras trataba de digerir la información, me acordé mucho de los alumnos en las universidades norteamericanas que, al llegar a la fatídica sección del curso dedicado al muralismo mexicano, me preguntaban cada vez con mayor frecuencia si ese señor Diego Rivera había sido el esposo de la pintora Frida Kahlo. El tiempo, en efecto pasa. Algunas obras póstumas se alargan más que otras. El alemán que, alrededor de la mesa, había preguntado si Juan Rulfo también escribía, había visto únicamente sus fotografías. Para él, Juan Rulfo era un fotógrafo. Un fotógrafo, además, muy bueno.

Antes de que lograra salir de mi estupor, ya el alemán en cuestión había celebrado la cámara Leica de los negativos rulfianos más tempranos, sólo para describir, en bastante detalle, la calidad profesional de las tres Rollei Flex que había utilizado a lo largo de su vida. Una de ellas adquirida en Alemania, abundó. Negativos 6 por 6.

Hacia inicios o finales de siglo, nunca estuvo seguro del año, había tenido la buena fortuna de asistir a una exposición de la fotografía de Rulfo organizada en Innsbruck. Ahí, además del trabajo de Rulfo, se mostraban también las placas de Walter Reuter, el fotógrafo con el que había trabajado en la región mixe. En la exposición, y esto le había causado especial asombro, se incluían las fotografías que Rulfo había tomado durante el transcurso de la filmación de un par de películas La escondida (Roberto Gavaldón, 1955) y El despojo (Antonio Reynoso, 1960). Luego, buscando datos de su obra, había encontrado otras cosas de ese artista visual que, para su gran sorpresa, le resultaba ahora también un escritor.

Recordé todo eso apenas hoy, cuando revisaba unas notas para un ensayo sobre el ojo y el oído en la obra de Rulfo. Recordé, por ejemplo, que hacia finales de la década de los 40, Rulfo había aceptado un empleo como agente de viajes con la compañía Euskadi, tomando para sí esa casi olvidada profesión que compartiera con aquel famoso escarabajo de corte kafkiano. Recordé que entre otras cosas, esa fue la profesión que al inicio lo llevaría a atravesar vastas regiones de ese territorio convulsionado por los embates de la modernidad: la desigualdad social, sobre todo, el legado de injusticia de una revolución que había seleccionado con feroz precisión a sus beneficiarios. Recordé sus fotos. Las volví a ver. Como al mítico ángel de Benjamin, a Rulfo le interesaba la mirada en retrospectiva: ésa que observa en todo detalle el desastre ocasionado por los vientos del progreso. La ruina era lo suyo, sin duda. El pedazo mínimo de realidad en que se concentra, con todo su poder crítico, lo que pudiendo haber sido, no fue. La violencia que detuvo toda esa serie de posibilidades. El momento de la decisión. De ahí, sin duda, esos rectángulos de papel albuminado donde quedaron las huellas de la pobreza descarnada, el abandono espectacular, la permanencia de los rituales religiosos, la risa que asustaba o asusta. De ahí, los sobrecitos de papel glacine que Rulfo confeccionaba a mano para proteger sus negativos. De ahí esa cámara que, casi al ras del suelo, insiste en aproximar la línea del horizonte hasta el ojo espectador. Hasta el cuerpo. Todo eso que también apareció en los mundos de su escritura. Esa manera.

Pero Rulfo no sólo tomó placas de paisajes o rostros o edificaciones deterioradas. El artista visual también enfocó su lente hacia esas controladas representaciones de lo real que son las escenografías cinematográficas. En 1955, en efecto, aprovechó la filmación de La Escondida, película dirigida por Roberto Gavaldón, para hacer una serie de fotos en el transcurso de las grabaciones. Lo mismo hizo años más tarde, entre 1959 y 1960, cuando Antonio Reynoso dirigió El despojo. Un año antes de publicar Pedro Páramo, Rulfo también tomó fotografías de los ensayos que el ballet de Magda Montoya llevó a cabo en Amecameca. No se trata de lo real, lo repito como si hiciera falta repetirlo, sino de la representación de lo real, y aún más: de la representación de la representación de lo real. Algo similar ocurre en la serie sobre los ferrocarriles, donde explora las posibilidades de la geometría. El ojo rulfiano se detiene, pues, con igual cuidado en las texturas del deterioro, esa inscripción visible del tiempo sobre el mundo en tanto objeto, como en los trompe d’oeil de las figuraciones de la figuración. Esa puesta en abismo. Un teatro de la imaginación. Un ojo realista no habría hecho eso. Un ojo experimentalmente realista, uno ojo realista in extremis, sí que lo hizo.

Ahora aprovecho que estoy escribiendo este artículo para salir de mi estupor y contestarle con toda tranquilidad al amigo alemán aquel que, en efecto, sí, Juan Rulfo también escribía.

lunes, diciembre 27, 2010

Agassi y la autovivisección (Diario Milenio/Opinión 27/12/10)

Memoria de condena


A veces, un buen libro es capaz de estropearte el día entero. Tiene uno sus planes, o su agenda, o cuando menos un par de pendientes de los que en modo alguno podría sustraerse, pero he aquí que el libro le persigue como la sombra de un ardor en curso y mal puede hacer foco en otra cosa. No vayamos más lejos, ahora mismo estas líneas sufren las zancadillas recurrentes de un libro que me invita a abandonarlo todo por volver a sus páginas, de modo que me veo obligado a negociar con él y traerlo hasta acá, con tal de que no acabe de soltarlo mientras se van sumando los párrafos. Basta uno de estos libros pegajosos para que de la noche a la mañana —dormirse tarde por seguir leyendo, despertarse temprano para leer— el lector fascinado se vuelva poco menos que predicador, y quién sabe si no algo muy similar a un vendedor de biblias. Y esto es lo que ahora mismo me sucede con Open, de Andre Agassi.

He de admitir que lo tuve por no sé cuántos meses, amontonado en esa lista de espera de la que algunos salen sin haber sido abiertos por motivos que yo tampoco entiendo. Había leído unos cinco, seis párrafos, y ya desde el tercero el protagonista confesaba su odio profundo por el tenis, en medio del calvario cotidiano que precede a un partido más de su carrera, el último quizá. Cerré el libro y lo puse a reposar. Ya llegaría la hora en que nos entendiéramos. Tres recomendaciones más tarde, volví sobre el principio de lo que ya sabía no era una autobiografía edificante, como se esperaría de un campeón con tamaña trayectoria, sino algo similar al testimonio de un desgarramiento. El tenis como puerta de entrada del infierno. El tenis como cárcel para niños. El tenis como puerta de salida del infierno. Una suerte de pesadilla entrañable que no tarda en tomarlo a uno por rehén a golpes de ojo clínico, ironía y honestidad brutal, entre otras cualidades de efectos respingones.

Sarcasmo y cicatriz


Había comprado el libro luego de ver uno de esos partidos entre celebridades donde el tenis suele ser lo de menos. De un lado, Federer y Sampras, del otro Nadal y Agassi, cada uno equipado con diadema y micrófono, de modo que pudiera comentar en voz alta las jugadas y contribuir así a un espectáculo quizá no tan pequeño como era de esperarse, básicamente gracias a las ocurrencias sarcásticas de Agassi. Si al menos una parte de esa impiedad desfachatada se había colado en su autobiografía, seguramente sería deleitosa como un episodio de Californication, me animé en el proceso de compra electrónica, sólo que en vez de retratar la vida de un novelista contaría la historia de un gladiador. Es decir, ya no tanto la de un héroe como la de un guerrero forzado. Y era eso, finalmente: un parte de guerra, escrito en colaboración con J.R. Moehringer, donde no obstante salta línea tras línea esa visión sardónica, implacable, agridulce del hijo predilecto de Las Vegas que ya odia al tenis antes de aprender a jugarlo.

Bastaría el relato de su infancia para dar a esta historia por extraordinaria. Quien haya visto a alguno de esos padres monstruosos empeñados en diseñar un hijo a la medida de su megalomanía, puede ya imaginar la clase de vida que lleva un niño condenado a vivir en una casa en el desierto equipada con cancha de tenis, y en tanto eso pelear todos los días contra una máquina que le escupe decenas, centenares y miles de pelotas, a lo largo de horas y horas de tortura supervisada por un padre neurótico que remedia el error a través del terror. Una voz que lo instruye o lo reprende pero jamás lo elogia, siempre detrás del hombro, como una prótesis de la conciencia. O como un dios violento, insaciable y mandón que destruye a quien no consigue complacerlo.

El autopaparazzo

“Dicen que estoy tratando de cambiar el juego”, se defiende, ya entrado en la adolescencia y el profesionalismo, y por tanto a distancia de su verdugo. “De hecho, estoy tratando de evitar que el juego me cambie a mí.” Más que la de su vida, se diría que Agassi cuenta la historia de esa resistencia. Donde el juego suele abarcarlo todo, de lo que ocurre estrictamente en la cancha al último resquicio de su vida privada, contaminado por la misma ansiedad: odiar lo que uno hace y hacer lo que uno odia, ya sea para alcanzar el número uno del ranking mundial o para despertar al lado de Broo-ke Shields. Imposible ignorar —cierto es que se disfrutan malsanamente— las pinceladas de finísima ironía con las que el narrador retrata a su ex esposa, basado únicamente en citas literales de ciertos comentarios descorazonadores. Cada vez que la actriz de La laguna azul convence a su marido de viajar a otra isla paradisiaca, ya sabemos que va a ser un suplicio. Porque bien reconoce el de la voz que en ciertas situaciones le puede más el cool que la caballería.

Agassi con su imagen de chico malo a cuestas. Agassi atormentado jugando la final de Roland Garros con el peluquín mal puesto, temiendo mortalmente que se caiga y destroce su carrera. Agassi que resiste, aunque no siempre, la cosquilla punzante de perder un partido a propósito. Agassi seducido por el hechizo de la metanfetamina. Agassi descubierto y perdonado por intermedio de una buena mentira. Agassi resurrecto, reinventado, rebobinado. En todo caso, siempre, Agassi crudo. Mitad sin maquillaje, mitad engalanado por una escrupulosa cirugía verbal que permite asistir a su autobiografía como a una rara mezcla de novela intimista ythriller atlético, Agassi se le vuelve a uno entrañable a fuerza de cumplir con su palabra. ¿O es que no se le mira abierto hasta la médula? ¿No parece su Open, a todo esto, antes la biografía de un boxeador que la de un tenista? En todo caso, no lo puedo soltar. Tengo esta sensación de match point en mi contra que me obliga a seguir tirando puñetazos. Pura épica íntima, no faltaba más.

¿Rock antifacista?-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 25/12/10)

Dos confesiones obligadas. No era mi mejor día para asistir a un concierto de rock, y menos a uno que consistiría en la ejecución íntegra de un álbum mítico, uno de cuyos temas principalísimos es la figura del padre. (Me explico: mi propio padre ha tenido problemas de salud a últimas fechas, y justo había dedicado yo la totalidad de ese día a acompañarlo a citas médicas.) Y, además, no vi sino poquísimo más de la mitad del espectáculo, pues para llegar al Palacio de los Deportes hube de salir de Santa Fe en hora pico -empresa para la que es menester hacer acopio de una fe santísima que, ¡ay!, no poseo-, pasar a depositar a mis padres a Polanco, hacer nueva escala en la Condesa para recoger mi boleto en casa y bregar Viaducto arriba en medio del caos que ha llevado a mi ingeniosa mujer a proferir el aforismo inmortal según el cual el año consiste de once meses... y una pesadilla (esto, querido Tim Burton, es justo the nightmare before Christmas). Así, tomé asiento a las 10:15 de la noche, físicamente agotado, emocionalmente alterado y contento más por descansar el cuerpo y haber logrado no fallar a la cita que por la perspectiva de disfrutar el espectáculo.

Pero lo disfruté. Roger Waters, con o sin Pink Floyd, no es lo mío (demasiado hay en su música todavía de rock progresivo... y he aquí que detesto el rock progresivo). Y aunque reconozco que The Wall es un álbum notable, también es cierto que no lo escucho por así decirlo nunca. Nada de eso importó, sin embargo. Cuando llegué, me deslumbró la solvencia escénica de lo que veía: un muro físico de gruesos ladrillos a punto de ser completado, sobre el que eran proyectadas películas hermosas y evocadoras y terribles, perturbadoramente realistas, y tras el cual tocaba la banda.

Para la segunda rola del segundo acto -no es The Wall Live un concierto de rock convencional, sino un espectáculo teatral deslumbrante y conmovedor, con un discurso no narrativo pero sí inteligente y bien articulado- sabía que asistía a una experiencia escénica mayor. Aun así, no podía evitar sentirme defraudado. Primero pensé que el público -el veinteañero histerizado que coreaba y ululaba a mi izquierda, los espectadores que se obstinan en mediar todo lo visto con una cámara, el mar de encendedores blandidos con ingenua ñoñería- era la causa de mi leve pero certero malestar. Luego, para peor, descubrí que tal comportamiento no era sino apenas la consecuencia, y que la culpa, toda, era del rock mismo.

Waters es un artista, por tanto sensible, y -cosa rara en un artista, anota el hiperracionalista que soy- además un hombre inteligente. Pero es, ante todo, una estrella de rock, y como tal no puede evitar recurrir al arsenal de artimañas de un universo que busca siempre la disolución de la individualidad y el culto a la personalidad, nociones por definición facistoides. El problema es que The Wall se pretende apología del individuo e incluso del ciudadano, crítica pertinente y pertinaz a los fascismos de izquierda y de derecha: a todos -el comunismo, el capitalismo, el Islam, el sionismo, el gran capital- salvo a uno, el rock mismo, cuyo aparato totalitario arrolla todo atisbo de voluntad en personas que no quieren ser sino masa.

A la salida me vino la imagen de un viejo cartón de Palomo: "Soy antifacista." "¿Militante?" "No. Hago los antifaces.". En mi recuerdo, los ojos que se atisban tras el antifaz son los de Roger Waters, quien siempre está observándome.

martes, diciembre 21, 2010

La alegría de leer a Almudena Grandes (Diario Milenio/Opinión 21/12/10)

A. Es inevitable preguntarse a veces para qué sirve una novela. ¿Por qué en un mundo donde todo ha sido dicho, donde aparentemente no hay ya nada nuevo bajo el sol, ahí donde los temas siguen siendo el amor o la muerte o el cuerpo o la enfermedad, uno continúa con esta larga tarea solitaria que es leer una novela?

Cada pregunta incluye su respuesta, eso se sabe. Tal vez uno toma el libro que responde al nombre de novela principalmente para eso: para gozar de una larga jornada solitaria junto a algo que palpita. Y acaso otra manera de decir lo mismo sosteniendo, sin embargo, algo un poco diferente es decir que uno lee una novela, especialmente una larga novela larga como ésta que ahora nos congrega, una novela como Inés y la alegría de Almudena Grandes, para no estar solo. Leemos, me gustaría decir algo que por obvio no deja de ser descabellado ahora mismo, leemos para tener tratos con la soledad.

B. En “La historia de Inés”, la sección con la que Almudena Grandes decidió cerrar éste, su primer episodio de una serie de seis bajo el espíritu común de “Episodios de una guerra interminable” hay espacio para documentar la primera visión. Justo después de “tener noticia” de un acontecimiento poco conocido en la historia moderna de España —se trata de la invasión del valle de Arán que tuvo lugar entre el 19 y el 27 de octubre de 1944— la autora concibe algo que parece descabellado, algo en todo caso sin explicación: una mujer montada a caballo se une a la guerrilla con cinco kilos de rosquillas a cuestas. Eso, poco más que eso, sucedió una tarde de febrero de 2005: la manifestación de algo que requiere si no explicación, por lo menos sí atención. La atención más reconcentrada.

Y si la pregunta sigue siendo la misma, ¿por qué o cómo es que seguimos leyendo novelas?, aquí encontraríamos al menos un par respuestas más. Porque al leer conocemos de hechos que la historia oficial o el olvido también oficial o la distracción más bien generalizada ha condenado a la invisibilidad. Justo como en el momento de su triunfal aparición como novela, allá por el siglo XIX, la novela se desgaja de la historia en su atención al detalle, su atención a las diminutas acciones cotidianas que más de un historiador o cronista han dejado atrás por considerarlas o transparentes o anodinas. Así, en Inés y la alegría se entretejen, “historias igual de heroicas pero mucho más pequeñas, momentos significativos de la resistencia antifranquista, que integran una epopeya modesta en apariencia, gigantesca si se le relaciona con su duración.” Así y todo, si el lector sólo quisiera saber algo que ha estado previamente oculto podría, de quererlo, de tener la opción, elegir otro tipo de libro o de medio. Pero uno lee una novela que trata aspectos poco conocidos o enterrados por la historia oficial sobre todo porque en sus páginas se trasmina la presencia de esa primera visión entre descabellada e inexplicable que surge, aparentemente de la nada, una tarde muy fría de febrero. Leemos porque algo pasó entre el 19 y el 27 de octubre en 1944 que en su quijotesca y atrabancada actitud contra el poder no sólo merece ser contada sino, sobre todo, merece ser contada también desde el lugar más desatado que da la imaginación. No para conocer, luego entonces, sino para preguntarnos (y aquí parafraseo a la Duras) lo que conoceríamos en caso de que conociéramos.

C. Uno lee, pues, una novela larga para tentar a la soledad y para hacerse preguntas imposibles y para perderse con gusto, con gozo, en la materialidad misma de todas las palabras. A la novela histórica tradicional se le a acusado de percibir el lenguaje como una especie de medio o contenedor a través del cual pasa, de preferencia sin obstáculo alguno, la anécdota o el relato. Se presume, claro está, que la estrella de la novela histórica es el contenido y que el lenguaje con el que va contada es más bien un pretexto, una vez más de preferencia maleable y liso. Pero si uno leyera libros por el así llamado “contenido” uno podría bien dejar de leer novelas. Uno tiene que leer esta versión novelada de un episodio nacional ocurrido en 1944 porque las palabras, todas y cada una de ellas, la sintaxis, la estructura dentro de la cual fluyen, todo eso junto, es también el episodio nacional. No sería lo mismo, por ejemplo, referirse a Dolores Ibárruri, la famosa Pasionaria, como una mujer de mediana edad enamorada de un hombre más joven (esto sería más o menos el relato, la anécdota, en otras palabras: la información) que decir: “una mujer enamorada, poderosa y enamorada, ambiciosa y enamorada, inteligente y enamorada, disciplinada y enamorada, legendaria pero, sobre todas las cosas, enamorada y por lo tanto débil, obsesionada, incauta, vulnerable, tiembla más que el mundo”. El uso aquí de la repetición no sólo ancla el ritmo de la frase, volviéndola tonada más que melodía, sino que también dice, diciéndolo pero sin decirlo, el carácter hondo y circular de la situación amorosa. O el ritmo del lenguaje que, también, marca el ritmo del embate de los cuerpos: “Desde allí fuimos andando, no sé cómo, porque yo no miraba y no escuchaba, no veía nada fuera de mí, no sentía nada más allá de a mi boca, porque de repente todo mi cuerpo era boca, todo mi cuerpo labios, toda mi piel, de la cabeza a los pies, las comisuras de mis labios, la punta de una lengua que era yo y lo era todo, y que no veía nada, pero lo sentía todo con esa forma extremada, radical, de sentir que es propia de la boca, de los labios”.

Después de todo, lo sabemos ya, “la historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales”. Y de eso, de enunciar esa verdad que por simple no deja de ser elusiva, de enunciarlo con todas sus consecuencias, es decir, con sus largas frases pobladas de comas y, felizmente, de puntos y comas, de eso, pues, de enunciar esa historia inmortal pero en forma de cuerpo mortal, es de lo que se trata Inés y la alegría y es otra de las razones por las cuales seguimos leyendo novelas sobre un sofá o en la cama, ya cuando todo mundo se ha ido y empieza, finalmente, la realidad.

D. Una novela que no se lo proponga todo es una novela que sin duda fallará. Y para eso también sigue uno leyendo libros a los que denominamos novelas: para quererlo todo, todo junto y todo a la vez.

Aguas con esas goteras (Diario Milenio/Opinión 20/12/10)

¿Lero lero, comandante?


“Es perfectamente monstruosa —respingaba Lord Illingworth en Una mujer sin importancia— la forma en que la gente va por ahí diciendo en contra de uno, a sus espaldas, cosas que son absoluta y enteramente ciertas”. Unos años más tarde, tocaba a José K. y su memoria autoincriminadora calibrar los alcances de esa monstruosidad: un Estado del que no sabes nada y que lo sabe todo sobre ti; o acaso, para colmo, lo sospecha y eso ya le es bastante. Un poder para el cual no se tienen secretos, pues no se reconoce el derecho a guardarlos y sí la obligación de responder por cada uno de los propios pensamientos, si es que éstos se atrevieron a apartarse de ciertas entelequias imperantes. Un poder similar al que mantiene en jaque a los presidiarios. Un poder susceptible de replicarse en todas las escalas. Nadie que haya vivido en un pueblo de mierda —los hay en todas partes, inclusive dentro de una ciudad o en el puro interior de un edificio— ignora los alcances de la maledicencia, ya sea porque la haya padecido, ejercido o nomás visto pasar, allí donde el derecho a los secretos ha sido conculcado por el poder omnímodo de los murmuradores.

Escupía hacia arriba Fidel Castro Ruz cuando dio libre curso a la ocurrencia de elogiar nada menos que Julian Assange, por méritos que en la isla de su propiedad se castigan con un rigor sañudo e implacable. Cierto es que las goteras en la casa del enemigo tenían que llenar de regocijo a quien por más de medio siglo se ha alimentado de esas gamberradas, pero parece extraño que su celo de alcaide y capataz no encontrara un aroma familiar desde la esencia misma de aquellas filtraciones. Por más que su dictado haya sido a sus ojos —los únicos que cuentan— impecable, no puede el dictador elogiar los empeños de quien es su enemigo natural sin arriesgarse a que el escupitajo termine de regreso en su lugar de origen. ¿O es que alguien se imagina al Coma Andante condecorando a un émulo habanero de Julian Assange?

El celo del celador


No tardó el de las barbas en rectificar. Una vez que se vio salpicado por esas filtraciones que en un principio tanto aplaudió, no le quedó ya más que arremeter contra los periódicos que las hicieron públicas y recular hacia su zona de confort, que es la eterna teoría del complot en su contra. Rectifiquemos, pues: no es que Fidel esté contra la transparencia; puede decirse, en cambio, que es su gran promotor y como tal se excluye de la regla. Una cosa es que los demás sean exhibidos (¡viva la transparencia!) y otra muy diferente que exhiban a uno (¡esto es un atropello!). Si el Estado cubano se conduce, a estas alturas, con la más ortodoxa opacidad soviética, sus ciudadanos son del todo transparentes. ¿Revelar ellos secretos de Estado? Sólo eso le faltaba al Estado, que no encuentra cómo callar a los blogueros empeñados en revelar sus formas de vida en la isla. He aquí, por ejemplo, un secreto explosivo: hace unos pocos días, Yoani Sánchez revelaba en su Twitter que un pasaporte en Cuba cuesta 60 dólares, el triple del salario vigente. No es preciso ser hacker para enterarse.

Pocos inventos preocupan tanto a Castro y sus aliados como la red de redes, que en Cuba tiene un solo punto de entrada y está a merced no sólo de un control estricto, como además de toda suerte de obstáculos, empezando por los precios de conexión y la falta de acceso para los nacionales. Mas para que estos datos sefiltren a internet es preciso que los blogueros cubanos consigan asimismo filtrarse, por ejemplo, a uno de esos hoteles donde los extranjeros gozan sin discreción de los lujos podridos de Occidente, como el de hacer lo que les da la gana —conectarse a la red, por ejemplo, a cambio de unos dólares— sin sufrir el acecho permanente de un ejército de profesionales de la intromisión, apoyados por tantos delatores que cualquiera podría ser uno de ellos.

¿Quién dijo filtraciones?


“Cada oficina de permiso de salida aquí es el eslabón visible de la cadena, la evidencia del grillete”, cuenta Yoani Sánchez en su Twitter. “Gente que ha muerto lejos sin obtener permiso de visitar su patria, mis padres que no han podido conocer el afuera”, reflexiona después en torno a la eficacia de sus carceleros, mientras su blog recibe decenas de miles de visitantes que la ven llegar tarde a las noticias. ¿Wikileaks? En Cuba se enteraron con días de retraso, es decir rapidísimo, gracias al entusiasmo saltarín del barbón, recogido oficiosamente por Granma —no la abuela, el periódico— y más tarde callado para siempre. ¿Cómo va a imaginar un hombre en tal medida voluntarioso, habituado al temor y la reverencia de cada uno de los que tratan con él, una prensa que no dependa del poder y hasta sea capaz de desobedecerle?

Nadie quiere vivir en una casa de cristal, pero a veces son buenas para ciertos empleos, como el de gobernar a los semejantes y poner su dinero a trabajar. Si un cubano labora en una empresa extranjera y ésta le paga los cuatrocientos dólares que el gobierno le exige en su nombre, recibirá al final nada más que los veinte dólares de marras, tras pagar al Estado un impuesto de 95%. ¿Cómo es que semejante contribución no le vale el derecho a vigilar su buen aprovechamiento y reclamar en caso contrario? ¿Quién le explica que luego de tres meses de trabajo al servicio del estigmatizado capital, para colmo extranjero, sus dizque compañeros le hayan arrebatado la friolera de 1,140 dólares y no le quede más que para un pasaporte, y eso si tiene suerte y le dan el permiso para viajar en plan de menesteroso? ¿En qué triste momento el Estado Patrón despertó convertido en Estado Padrote?

Si yo fuera Fidel, en todo caso, ya le habría ofrecido asilo y protección al australiano Assange. Ganaría no veinte, ni cuatrocientos, sino los dólares que le diera la gana si era capaz de hacer en mis dominios justo lo opuesto de cuanto anduvo haciendo. Mañana en la mañana, le diría, como si girara órdenes al plomero, no quiero saber de otra filtración.

jueves, diciembre 16, 2010

"Olvidar la ficción"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 15/12/10)

El pasado jueves estuvo en Profética, casa de lectura, Agustín Ramos presentando su más reciente novela “Olvidar el futuro” (Tusquets, 2010), lo acompañaron Moisés Ramos, Arturo Ordorica y quien esto escribe. Ahí se dijeron muchas cosas importantes, quizá la más destacada es el gran miedo que, tanto autor como lectores tenemos de que esta novela deje de ser ficción para convertirse en dura y cruel realidad.

La trama tiene como protagonista a un escritor que se encuentra en la cima del mundo literario, sin embargo siente que a sus novelas les hace falta más vida, más acción. La vida lo pone en el momento justo y necesario, donde tendrá que resolver la pregunta más complicada de su vida: ¿asesinar o no al empresario más importante e influyente de México? A esto, le seguirán una serie de acciones trepidantes, que convertirán a nuestro destacado escritor en un Ulises asesino. “Olvidar el futuro” goza de una prosa monstruosa que exige al lector suma atención al texto, pues el cambio de escenarios, personajes y tiempos es asombroso, lo cual hace entretenida y complicada la lectura.

A través de esta novela, Agustín Ramos, hace una excelente radiografía tanto al interior como al exterior de diversos mundos, principalmente el literario y el político; en ambos, plasma el sinfín de porquerías que los cubren. Los personajes que aparecen a lo largo de la novela tanto principales, como secundarios están perfectamente construidos que se necesitaría ser muy despistado para no dar con sus posibles símiles en la vida real; convirtiendo así a la novela en una ficción sumamente arriesgada, pues el autor no tiene pelos en la lengua y plasma con precisión de cirujano las críticas necesarias en estos tiempos tan aciagos –acompañadas de una buena carga de un humor negro-, donde la corrupción y esta guerra sin sentido que el gobierno de Felipe Calderón ha emprendido contra el narcotráfico, tienen a México en una situación espantosa.

Una novela imperdible y que hará a cualquiera reflexionar sobre la realidad mexicana y obligará a cada lector a preguntarse ¿quiero esto para México? Una novela donde todos los ahí retratados, desde un multimillonario hasta una simple secretaria, pierden.

Con esta novela Agustín Ramos demuestra, como bien dijo en la presentación del libro, que la literatura es el lugar a través del cual aún se puede gritar, quizá, el único espacio que le queda al mexicano para expresarse libremente.

martes, diciembre 14, 2010

Sueño serial #2 (Diario Milenio/Opinión 14/12/10)

Houston, como todo lo demás, había cambiado. Reconocí algunas calles del centro, especialmente el bar donde acostumbraba beber los mejores martinis secos del mundo preparados, aún 7 años después, por la misma Amanda —una mesera algo guapa con la que se podía platicar a gusto. Reconocí el sinuoso camino que bordeaba el bayou donde amigos de toda confianza, aunque algo pachecos, aseguraban que habían visto cocodrilos o, al menos, grandes lagartos oscuros. Reconocí el Mais, ese restaurante vietnamita donde sostuve incontables reuniones nada clandestinas con furibundos izquierdistas norteamericanos y senegaleses y filipinos que querían aprender español. Todo lo demás, incluido mi barrio Normal, se veía distinto. Las casas eran más ostentosas y, sin sorpresa alguna, cada vez menos de los años 20 y más de los 90 (todo esto en el siglo XX). Ya no estaba el Reddie Room —donde alguna vez escuché, acaso con demasiado bourbon en las venas, a John Lee Hooker— ni el otro bar de la esquina donde un marzo de 13 o 14 años atrás tuve a bien bailar al compás de la música de Uncle Tupelo —todo esto por menos de cinco dólares y celebrando un cumpleaños. Era, como se sabe, otro mundo. Era, como se sabe, un mundo que, eventualmente, se convirtió en un mundo de mis sueños.

En todo eso pensaba mientras mi amigo manejaba lentamente, comentando los cambios más espectaculares del barrio y, también, los menos espectaculares. Cruzamos los rieles que, para entonces, ya no conducían a tren alguno sobre sus lomos. Y pasamos frente a la casa que alguna vez había sido mía y que, todavía protegida por la fronda de un fresno enorme y rodeada por las hojas iridiscentes de los viñedos, ocupaba entera una esquina. Como le había cedido la casa a una izquierdista lesbiana de radicales tendencias ecológicas, no me sorprendió en lo absoluto ver a las gallinas que, en contra de las leyes de la ciudad seguramente, vivían en lo que alguna vez fue mi hortaliza. Aún adornaba el porche de los años 20s esa bandera verde-blanca-roja con la que había pretendido ser nacionalista y la roja que indicaba mis proclividades políticas. Y seguían en pie los tendederos que los vecinos alguna vez habían calificado de “naturales” y que yo utilizaba como herramienta contra las nuevas tecnologías. Me imaginé, sin dificultad alguna, viviendo ahí por cuatro años aunque, claro está, sin gallinas. Oí, como oía entonces, ese sonido recatado y feroz de las plantas cuando crecen de noche.

Avanzamos a vuelta de rueda justo antes de que un sentimentalismo atroz me obligara a llorar. Y entonces, para absoluta sorpresa mía, reconocí la esquina que, en mi sueño del barrio de Normal, nunca había podido cruzar. Era una esquina como cualquier otra —había comercios y casas y gente y anuncios y postes del alumbrado público —cuya única seña de identidad era que, en cada uno de los sueños que componían el sueño serial del barrio de Normal, nunca había podido ver más allá de ella. Esa esquina se había convertido en mi límite onírico. Esa esquina era mi verdadera frontera. Mi abismo. Mi desconocimiento.

Emocionada, le pedí a mi amigo que no se detuviera, que la cruzara, que fuera más allá. Mi amigo, que me tenía aprecio, lo hizo no sin dejar de espiarme con el rabillo del ojo derecho. Yo sabía que se preguntaba con insistencia qué era exactamente lo que había encontrado pero, por ser gringo y amigo mío y por tenerme aprecio, no se iba a atrever a preguntármelo. En lugar de interrumpirme, avanzó. Y cruzó la esquina. Y siguió manejando. Y entramos, así, en el Más-Allá-de-la Esquina del No-Hay-Más-Allá. Yo lo veía todo con ojos de red. Lo espiaba todo con una avidez que sólo me conozco a ratos. No escuchaba nada más ni veía nada más ni imaginaba nada más. Estaba ahí, en el presente, sin ambages. Completa. Abierta al mensaje importantísimo y secreto que el sueño serial había decidido guardarse. Y avanzamos por minutos enteros así, en silencio. En la más total de las expectativas. Yo contenía la respiración y, mi amigo, por pura empatía, supongo que hacía lo mismo. No fue sino hasta quince minutos después que, irritada y dolida, susurré:

—Pero si aquí no hay nada.

Mi amigo se volvió a verme con algo de preocupación en el rostro porque el barrio donde manejábamos era ciertamente anodino y sin carácter alguno pero sólo con dificultad o con un sentido alterado de lo real podía asegurarse que no había nada ahí.

—Pensé que querías ver esto —me dijo con su docta voz de historiador urbano—, lo construyeron justo después de que te fuiste. Aquí sólo había maleza antes, ¿te acuerdas?

Le iba a pedir que me hablara de la maleza ésa que, por supuesto, no recordaba, pero entonces me di cuenta de que no tenía caso. Y, en lugar de guardar silencio, que es lo que uno debe hacer cuando algo sagrado o incomprensible realmente sucede, platiqué de otras cosas como si nada hubiera pasado. Mi amigo, porque me tenía aprecio, hizo lo mismo. Así llegamos al restaurante donde los investigadores que habían logrado sobrevivir a las bajísimas temperaturas de los auditorios universitarios festejaban ya el encuentro. Tomamos bourbon y, mientras no los oía, me dediqué a escuchar la voz de John Lee Hooker en ese lugar de mi cabeza que se seguía llamando el Reddie Room. Me paré una vez más en mi esquina y, justo cuando iba a dar el paso que me llevaría irremediablemente a cruzarla, me detuve. En seco.

—Por esto escribo —me dije, entre resignada y alerta, aceptando lo inaceptable y, al mismo tiempo, exigiendo lo imposible. Inmóvil.

—Nunca hay nada ¿verdad? —me susurró el amigo que me tenía aprecio mientras sonreía y bajaba la vista como si lo que acababa de decir le diera vergüenza.

—No, nunca —le aseguré muy lentamente, enunciando con cuidado cada consonante y cada vocal de cada palabra, luciendo de esa manera el luto que ya le empezaba a guardar al sueño que, estuve segura en ese momento, no regresaría más—. Nunca hay nada.

Luego tomé otro trago de bourbon. Miré el techo. Y seguí escuchando la voz de John Lee. Supuse que por eso, entre otras cosas, escribo. Por ese instante. Por esa nada.

lunes, diciembre 13, 2010

El decente impresentable (Diario Milenio/Opinión 13/12/10)

¿Muslo, pierna o pechuga?


Hasta donde recuerdo, los padres de Rosario tenían tanto dinero que ni siquiera ellos se hacían una idea clara de sus haberes, pero estaban al tanto de una carencia: su hija más joven no era, como a veces decían, algo fea y un poquito especial, sino de plano horrible y encima antipática. Daban por hecho así que en su nutrida fila de pretendientes —en realidad, una carrera de trepadores— jamás habría un verdadero enamorado. No obstante, una noticia los desconcertó: sobresalía entre los aspirantes cierto joven sonriente y servicial, cuya mirada extrañamente diáfana —se esmeraría quizás en prodigarla— reflejaba una suerte de desinterés por los asuntos meramente materiales, asimismo presente en la simpleza de su atuendo y el hueco presumible en su cartera. No por casualidad se habían conocido en la iglesia, si no existía otro club que pudiera juntarlos. Amador, se llamaba, y era uno de esos jóvenes piadosos de quien nadie esperaba una bribonada; raro que no se hubiera hecho sacerdote. Pese a tantas virtudes, ya puestos a elegir, los padres de Rosario habrían preferido como yerno a un bribón.


En principio, aquel novio pobretón fue vetado por toda la familia, pero pronto su ligereza de carácter y la docilidad beatífica con que encajaba cada nuevo desprecio le ganaron una oportunidad. “¿Sabe comer, siquiera?”, interrogó a Rosario una de sus hermanas, como insinuando que de ser eso cierto tal vez haría posible sentarse a negociar con ella y Amador. ¿Era verdad que al chico de sus sueños le sobraba en modales y refinamiento cuanto le hacía falta en bienes materiales? No era que lo creyeran, pero en vista de lo avanzado del noviazgo se conformaban con verlo comer. El trato era muy simple: lo invitarían una tarde a la casa y servirían pollo de plato fuerte. Si sabía cómo usar los cubiertos, podía aspirar a un sitio en la familia.


Zona de confort en renta


La historia de Rosario no fue muy diferente de lo esperable, pues resultó que el de los ojos diáfanos se olvidó de rezar tan pronto conoció la alta solvencia y le tomó cariño a la vida parásita, pero eso al cabo era lo menos importante —lo inevitable, pues— desde el punto de vista familiar, una vez que en su tiempo quedó demostrado que el consorte era diestro a la hora de mover cuchillo y tenedor. Esto es, que era decente, según el juicio escéptico de sus entonces aún parientes probables; luego, sería persona y no el salvaje que llegaron a temer. Cierto es que los afrentaba más la idea de que fuera un palurdo impresentable, y con tal de evitar ese bochorno preferían albergar a un perfecto vivales y eventualmente ser estafados por él. No se sentían, por tanto, iguales o siquiera similares al advenedizo, pero verlo comer pollo como la gente les ayudaba a creerse capaces de comprarlo. ¿Cómo, de otra manera, se hubieran entendido?


Es fácil criticar a las buenas conciencias. Da uno por hecho que, de verse en su lugar, actuaría de otro modo, y eso le da asimismo una buena conciencia. La vida será siempre más sencilla para quienes asumen que el vecino, el compañero, el pretendiente es persona de bien, por más que menudeen las evidencias que lo señalan como granuja. De ahí que a las mejores conciencias les encante reunirse y echar luz sobre sus buenos ángulos. Mostrar lo bien que comen y se expresan en público, sugerir que no son distintos en privado, por más que todos sepan la verdad y hablen cosas terribles a sus espaldas. Lo esencial no es que existan coincidencias profundas, sino formalidades compartidas. Un protocolo amplio del cual poder asirse para no decir nada grave, ni importante, ni sólido, ni cierto, si lo que se persigue es la paz de conciencia.


Nostalgias orwellianas


Cada vez que aparece una imagen moderna y rutilante de la China del siglo XXI, se espera que uno alivie su conciencia en la certeza del progreso posible; que nos tranquilicemos imaginando a cientos de millones de chinos dichosos entre Prada, Nintendo y Ferragamo, gozando de esos índices de crecimiento que ninguna conciencia tranquila explicaría. El chiste, al fin, es que se nos parezcan. Si todavía no aprenden a comer pollo como occidentales, ya dominan el Domino’s y reconocen al coronel Sanders. Ahora que si se trata de hacer comparaciones verosímiles, el precio que hoy día pagan los chinos de la calle por dar la falsa imagen de acaudalados es llevar una vida plena de restricciones, miserias, explotación y sometimiento, de pronto más cercana a la triste existencia de los pollos que a la de sus suertudos comensales. ¿Cuándo se ha visto a un pollo alebrestarse por la mala comida de la granja? ¿Quién los escucharía, si así lo hicieran? ¿Qué tan difícil sería mandar al rastro a los alebrestados? ¿Quién reclama al granjero por maltratarlos, si el negocio va bien y paga a tiempo a todos y hasta se ha hecho amigazo del gerente del banco?


Para el gobierno chino y su lógica de granjero voraz, Liu Xiaobo no es un disidente, sino un criminal. Y ese estatus, en China —donde a los disidentes se les patea la cara después de ejecutados—, no lo envidia ni un bípedo emplumado. ¡Quién le daría el Nobel a un pollo, por favor! De ese tamaño luce la sorpresa del estado policiaco cuando algún extranjero se atreve a defender al estigmatizado. En un país en tal grado moderno que la pena de muerte se aplica en camionetas diseñadas específicamente para el efecto —auténticos patíbulos motorizados que minimizan costos en el nombre del pueblo— la sola idea de quejarse por algo, así se lleve una vida de mierda, parece una conducta criminal. ¿Y cómo más podría funcionar una granja bajo el gobierno de unos patrones vueltos capataces que si algo saben bien es cuánto cuesta un pollo en el mercado? Pero claro que esas cosas no cuentan. Lo que importa es que parezcan modernos y no tan diferentes de nosotros. Que sepan comer pollo, si es posible.

Dinero-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 11/12/10)

El poder extraordinario de los comerciantes novohispanos era notable, al parecer, a simple vista. De todo lo que impactaba a los viajeros a la ciudad de México en el siglo XVII, el denominador común era siempre la riqueza de su abasto y la multitud de su comercio. Que a la clase alta criolla le honrara la abundancia del reino y la celebrara en cuanta oportunidad tuviera, es natural. El tema de la opulencia era una herramienta de negociación fundamental y un asunto de orgullo local. Además, desde Balbuena, era la carta de legitimidad de la colonia ante la metrópoli: el rey estaba al otro lado del Atlántico, pero el sustento del reino -la fuente de su fertilidad- estaba de éste.

Y es que todo estaba a la venta en Nueva España, porque como en el México contemporáneo, podía faltar lo que fuera y la riqueza podía estar infernalmente distribuida, pero el dinero nunca fue escaso aunque siempre fluyó de manera tal vez inexacta: En 1591, la corona decretó, con la intención de financiar la sangría de las guerras de Flandes, que los puestos menores de la burocracia -cajero, escribano, alférez o policía municipal- fueran vendidos. Para 1633 los cargos más altos de la Tesorería de los reinos eran un bien comprable y heredable. Para 1677 se pusieron en venta las judicaturas de distrito y para 1687 casi todos los puestos en la corte.

La historia del malogrado proyecto militar imperial de la Unión de armas revela el nivel de influencia en las esferas del poder político de la clase mercantil mexicana. En 1623, mediante un plan diseñado por el conde duque de Olivares -hoy recordado por haber sido quien encarceló y fatalmente dejó morir a Quevedo-, la corona decidió que todos los reinos del imperio colaboraran en mayor medida con las guerras interminables de Castilla. Nueva España, en esta circunstancia, debía pagar 250 mil ducados -de 600 mil- con que debían colaborar las colonias americanas, además de los impuestos comunes, que eran altos.

Las asociaciones de comerciantes trataron de impugnar la nueva medida, pero en esta ocasión el virrey -al tanto de la urgencia del dinero- no estuvo dispuesto a transar con ellos. Los comerciantes comenzaron entonces una multitud de juicios, acompañada de una sólida campaña panfletaria. Por las actas de los procesos sabemos que se pretendió negociar no una reducción del dinero, sino una mejora en la participación pública de los criollos: Los comerciantes exigían que, para poder participar en la Unión de armas, se abriera el comercio nuevamente a Filipinas y el Perú, que una mitad de los puestos eclesiásticos y civiles fuera concedida a personas nacidas en el reino de la Nueva España, y que las encomiendas -seguía vivo el asunto por entonces- se hicieran perpetuas, o al menos heredables a tres generaciones.

Para 1634, once años después de la emisión del decreto de Unión de armas, el virrey Cerralvo escribió a Madrid recomendando que el dinero se recogiera de fuentes más sensibles a la situación militar española, lo cual cerró el caso. En el México directamente anterior a sor Juana, el dinero podía más que el apoderado del rey. En La estructura económica de la Nueva España (Siglo XXI) René Barbosa descubrió una paradoja: la falta de ambición industrial de los terratenientes criollos, al mezclarse con un sistema de producción agraria en que convivían haciendas, encomiendas y tierras comunales, produjo una acumulación de capital móvil -nunca faltaba dinero metálico porque la riqueza agrícola se generaba sin inversión- que mantuvo a Nueva España a salvo de la sangríade la industria minera, de la que dependía España.

Las reformas borbónicas de principios del siglo XVIII, que querían constituir a la metrópoli como una sociedad capitalista fueron más fáciles de implantar en América por que las clases altas continentales nunca perdieron el flujo de efectivo y nunca dejaron de acumular capital -no lo invertían-; ya eran capitalistas.

viernes, diciembre 10, 2010

El cristal (y el armazón) con que se mira-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 10/12/10)

Reglas de oro de las limitaciones oculares, a decir de su servidor, quien no es ni oculista ni ocurrente pero sí muy devoto de las formas (y un pelín autoritario). Número uno: todo miope, hipermétrope y/o astígmata que pueda pagárselos deberá poseer cuando menos dos pares de anteojos, por si llegara a perderse o dañarse uno. Número dos: todo miope, hipermétrope y/o astígmata que pueda pagar por ello deberá, además, graduar las lentes de sus anteojos oscuros, so pena de confundir a Angelina Jolie con mi tía Angelina (edad: 96) en una tarde soleada.

Número tres: todo miope, hipermétrope y/o astígmata que pueda pagar (todavía más) por ello deberá poseer, de hecho, una colección de anteojos de distintos colores y formas, para combinar con el atuendo pero, sobre todo, con el humor del día, ya sólo porque los anteojos son objetos hermosos, y porque funcionan en tanto metonimia de las distintas máscaras que todos -los griegos y Jung y Camille Paglia dixeunt- a fin de cuentas llevamos (y trocamos unas por otras) todo el tiempo.

Yo quisiera ser de los terceros pero no me alcanza el presupuesto. Así, durante años me limité a adoptar las reglas uno y dos, y a trabajar como bestia para pagar la hipoteca y las cuentas pero también para aspirar (aun si todavía en vano) a juguetes como la todavía aspiracional colección de gafas.

He aquí, sin embargo, que el atolondramiento y la frivolidad me han llevado a incumplir incluso la primera regla. Primero, por andar con los lentes oscuros una de esas mañanas caniculares, dejé olvidado uno de mis armazones con micas claras en un taxi. Y apenas unos meses después -es decir hace un par de semanas-, me dio por sentirme joven en una fiesta de cumpleaños (¿he dicho ya que se me anticipó la midlife crisis?), por bailar (creo que era “Cream”, de Prince, lo que sonaba) y, mientras me contoneaba grotesco sin saber que lo resultaba (efecto de los muchos whiskys), vi, en cámara lenta (¿otra vez las libaciones?), caer el armazón de mi rostro al suelo y posarse un pie rotundo, del que no recuerdo sino el zapatón, sobre su materia hasta entonces íntegra. Ambas patillas se torcieron. Pude enderezar una pero la otra se me quedó, íngrima e ingrata, en la mano. Pérdida total (de mi último armazón pero también -¡ay!- de la dignidad).


Al día siguiente, bien calados los lentes oscuros -los únicos que conservaba ya-, hice de tripas y deudas corazón y me lancé a la óptica. Quería que mis nuevos anteojos fueran, como los damnificados, de pasta. Me probé algunos negros y, a decir verdad, varios iban bien con mi rostro. Hasta que atisbé en una vitrina unos blancos, de forma apenas caprichosa (es decir que las aristas superiores son ligerísimamente oblicuas). Hacía tiempo había visto en un aparador unos anteojos blancos, valuados en más de 7 mil pesos, y había tenido que renunciar a ellos, porque no me alcanzaba para comprarlos y no los necesitaba. Pero éstos costaban poco más de 4 mil (¡y a 12 meses sin intereses!), me eran urgentes y, para mejor, quedaban, a mi juicio, perfectos. Firmé el voucher y ordené las micas. Tras cinco días de andar por la vida con look de José Feliciano, fueron míos.

Ahora ya no soy un escritor ni un comentarista televisivo. Soy, sin remedio, el señor de los lentes blancos. Mis compañeros de pantalla me hacen bromas al respecto, a cuadro. Los televidentes, vía Twitter, comentan no sobre lo que sale de mi boca sino sobre lo que enmarca mi rostro, con votos a favor (“¡Están chidos!”) pero sobre todo en contra (“¡Pareces Señorita Cometa!”). Y yo padezco -valoro las opiniones no solicitadas pero no las de extraños monomaniacos- pero persevero: me gustan mis lentes blancos.

Me veo al espejo y los encuentro simpáticos. Vistosos sí, dignos de vaga admiración o incluso de tenue reprobación (no tiene el resto del mundo por qué compartir mi gusto) pero sin duda no meritorios de tanto interés ni, sobre todo, de tanto encono. Pero he aquí que su albor los hace poco convencionales. Y que, desde la renuncia masculina a la vanidad derivada de la Revolución Francesa -que bien documenta Lipovetsky en El imperio de lo efímero-, el consenso social es que, excepción hecha de la corbata, los hombres no tendríamos derecho a hacer elecciones vestimentarias esteticistas. Pues bien, manifiesto mi desacuerdo. Reivindico mi derecho a llevar anteojos blancos. Sé hombre tú -aun si miope- y cálate unos anteojos (¿o son antojos?) blancos.

"Latinoamérica y su literatura naufragada"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 09/12/10)

El distanciamiento que el latinoamericano tiene con el mar, tiene sus orígenes en la forma en que éstos fueron descubiertos-conquistados por Occidente. Mientras que para los países occidentales el mar es sinónimo de progreso, para los latinoamericanos es sinónimo de fatalismo y sumisión; esto es parte de la tesis central del más reciente libro de Ignacio Padilla: “La isla de las tribus perdidas. La incógnita del mar latinoamericano”, con el que obtuvo el Premio Debate-Casa América de Ensayo 2010, en su tercera edición.

Con ligereza y excelente ritmo, casi novelístico, Padilla va llevando al lector por un inmenso mar literario donde uno podrá toparse con grandes navegantes como: Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, José Revueltas, Juan Carlos Onetti, Arturo Roa Bastos, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, entre otros; a través de ellos Padilla explicará al lector cómo este fatalismo marítimo con tendencias catastróficas, está plasmado en la mayoría de las obras de estos autores, donde el agua rara vez será sinónimo de alegría, por el contrario lo será de sufrimiento y de muerte, y donde lo común son los naufragios, las batallas pérdidas y los proyectos fracasados.

“La isla de las tribus perdidas” es una radiografía histórica-literaria de la vida latinoamericana que incita al lector a reflexionar sobre nuestra relación con el mar e invita a que rompamos los paradigmas y nos atrevamos a conquistar las aguas oceánicas, pues una vez que lo hagamos tendremos la mentalidad de conquistadores y no de conquistados. En esta mala relación descansa, parte del fracaso mental, el cual nos ha llevado a uno de índole económico en Latinoamérica.

Un ensayo tempestivo que el lector no debe dejar pasar, pues éste le ayuda a entender la amplia relación que existe en el trinomio literatura-historia-vida.

Avisos parroquiales

Aviso 1: Mañana jueves 9 de diciembre del presente año, a las 7:00 PM, Agustín Ramos estará en Profética, para presentar su más reciente novela “Olvidar el futuro”; lo acompañarán Miguel Maldonado, Gerardo Arturo Zepeda Ordorica y Moisés Ramos Rodríguez. Invitan: Tusquets editores, Profética y la Fuga Literaria.

¡Los esperamos!

Aviso 2: Ya circula el segundo número de la revista Uni-Diversidad, cuyo tema es Bicentenario y violencia: Biolentenario. Encontrarán ricos textos de Slavoj Žižek, Cristina Rivera Garza, Pedro Ángel Palou, Agustín Ramos, Luis Felipe Lomelí, José Prats Sariol, Alejandro Badillo; así como un cuento de Ignacio Padilla y un poema de Rodolfo Mendoza Rosendo y la sección de reseñas con textos de universitarios.

Por supuesto, el diseño sigue siendo de Germán Montalvo, ¿hay otro mejor?

¡No se la pierdan!

miércoles, diciembre 08, 2010

Wikileaks y el signo de Prometeo-Javier Aranda Luna (La Jornada/Opinión 08/12/10)

Todo es información. Las revelaciones de Wikileaks y la seductora Dalila corroboran esa verdad de oro. La más famosa filistea de todos los tiempos logró la misión más complicada de la historia: descifrar el código de Dios.

Según refiere la Biblia, la hermosa Dalila logró conocer el secreto que a Sansón le había confiado la divinidad para proteger a su pueblo. Lo sucedido entonces todos lo sabemos: ocurrió, sin hipérbole, la lucha de la carne contra el espíritu y la victoria de esta última.

Dalila, personaje que parece más extraído de Las mil y una noches que de la Biblia, ha sido al parecer la principal fuente de inspiración del trabajo de espionaje de nuestros días. Sólo así entiendo el énfasis que los servicios de inteligencia estadunidenses pusieron en el botox de Muhamar Kadafi, o en las francachelas del primer ministro Silvio Berlusconi tan propenso al Silicon Valley según parece por los documentos de la diplomacia estadunidense dados a conocer por Wikileaks y por la prensa de Italia.

Pero a diferencia de Dalila que llevó con éxito su misión, los resultados de los servicios de espionaje de Estados Unidos dejan mucho que desear si nos atenemos al hecho de que miles de documentos clasificados fueron filtrados de sus bases de datos. Ni siquiera fue un trabajo de Spy versus Spy, a la manera de la revistaMad. Tampoco producto de una trama increíble imaginada por John Le Carré sino algo más cercano a la hackerLizbeth Sallander que pone de cabeza a los servicios secretos suecos en la estupenda trilogía Millenium, escrita por el sueco Stieg Larsson.

Si alguien anticipó el tsunamiinformativo provocado por Wikileaks fue Larsson, quien renovó desde la tradición de la novela a ese género que ya no nos ofrece novedades con tanta frecuencia.

Si nos atenemos a hechos como los atentados contra las Torres Gemelas o las revelaciones de Wikileaks podríamos pensar que el imperio más poderoso de la historia tiene en la actualidad pies de barro en materia de inteligencia. Después del 11 de septiembre de 2001, uno esperaría un mejor blindaje de la información secreta del vecino del norte, pero no es así. Ahora sabemos que es verdad lo que Las mil y una nochessentencian en uno de sus cuentos: que secreto confiado es secreto revelado y que el universo se sostiene sólo por un secreto.

Así como la red de Internet ha relativizado el concepto de soberanía,Wikileaks nos ha mostrado que en el mundo global de la era cibernética resulta casi imposible vivir y actuar bajo la sombra del anonimato, pues todo sistema de encriptamiento de datos implementado por un hombre puede ser descifrado por otro. O mejor aún: que personajes como Dalila o Lizbeth Sallander no sólo podrán poner de cabeza a los poderes terrenales sino al reino mismo de la divinidad. El fuego que Prometeo robó a Zeus para regalarlo a los hombres seguirá haciendo arder a no pocas buenas conciencias. Todo secreto es un privilegio del poder. Revelarlo, otro aún mayor por su poder liberador. ConWikileaks y la web ya vivimos bajo el signo de Prometeo. Alumbrarnos con el fuego robado a Zeus es nuestro privilegio. Nuestro riesgo incendiarnos con él. La detención de Julian Assange es el principio del incendio.

Sueño serial #1 (Diario Milenio/Opinión 07/12/10)

Se dice que es a causa de la lectura. Se dice que todo se debe a un cierto, aunque perverso, gusto por las largas horas solitarias. Se dice, de manera insistente, que está relacionada con la timidez. Se dice que ciertas personas nacen con esa facilidad o con esa fatalidad o que en muchos casos está presente la miopía. Yo creo que la respuesta más básica y, tal vez por eso, la más verdadera, tiene que ver con un peculiar desencanto por lo real. Se escribe, esa actividad por demás inexplicable, porque la realidad molesta o hiere o no alcanza o abruma. De ahí parte todo. Sin ese elemento central, sin ese peculiar desembonamiento, ni la lectura ni la timidez ni el gusto ni la facilidad o fatalidad hubieran sido posibles. Sin eso, quiero decir, no existiría la escritura. Y alguien a quien no le gusta la realidad terminará siempre, sin alternativa alguna, poniéndole una atención acaso desmedida a los sueños.

Yo escribo, luego entonces le pongo una atención desmedida a mis sueños.

Todavía no los redacto en el momento del despertar ni los llevo como piedra preciosa al diván de analista alguno, pero no lo puedo evitar: les pongo atención. Una atención, ciertamente, desmedida. Tengo sueños largos y llenos de anécdotas como una telenovela. Y sueños que, de tan abruptos, me despiertan con gritos que se originan en otros mundos fantasmáticos. Tengo sueños en blanco y negro y sueños en technicolor. Hay sueños a los que me mudo por día enteros, viviendo una vida que bien pudo haber sido mía si no hubiera estado soñando. Tengo, incluso, sueños seriales que me visitan detrás de los párpados de manera recurrente aunque nunca regular. Sé que se trata del mismo sueño por razones que sólo son explicables dentro del sueño mismo—una cierta estrategia narrativa, algunos colores, alguna textura, ciertas frases, algún asomo de geografía. El caso es que a esos sueños no sólo los reconozco cuando llegan sino que también los añoro cuando no llegan y los lloro, como si se trataran de un ser querido, cuando se acaban. El sueño de la calle Normal fue, de entre todos, el más constante. Por años. Cuando llegaba, lo recibía como a un pariente muy querido con quien hubiera sostenido una conversación fundamental que, por razones fuera de nuestro control, había sido interrumpida. Quiero decir que, cuando llegaba, le abría la puerta de mi inconsciente, y más a menudo de mi inconsciencia, y me abocaba a disfrutar sus mensajes como un drogadicto frente al fix en turno.

Por razones que no puedo ni siquiera avizorar, tal vez por puro amor a la paradoja o por esa costumbre que me obliga a llevarle la contraria a todo lo que veo y oigo y siento, he vivido en dos ocasiones en barrios que sustentan el nada evocativo nombre de Normal—en Houston era Normal Heights y, en San Diego, Normal Heights. Las gemelas malditas. Mi sueño de la calle de Normal se sucedía, de esa manera brumosa y algo rara en que se suceden los sueños, en el barrio de Houston donde se erguían grandes casonas victorianas construidas en los años 20s a base del dinero producto del algodón o, según me dicen, petrodólares tempranos, aunque también en base a esa idea algo edulcorada de la grandiosidad sureña. Se trata, aún ahora, de casas de dos plantas con amplios porches fresquísimos y techos de dos aguas. A los costados de pequeñas callecitas sin banquetas, cruzado aquí y allá por rieles melancólicos, y poblado, así mismo, por oscuros bares donde tocaban jazz, el barrio de Normal era bastante normal fuera del sueño. En el sueño, sin embargo, el barrio era otra cosa. Había grandes aves metafísicas que sobrevolaban, negras, el desastre del tiempo. Había retorcidos encinos y rozagantes plantas de mariguana y flores de la pasión. Había centros comerciales siempre cerrados y estacionamientos permanentemente vacíos. Había tragaperras con luces espectaculares. Y caminatas infinitas que siempre, sin variación alguna, terminaban en una cierta esquina. Se trataba, estoy segura, de la Esquina del No-Hay-Más-Allá.

Soñé este sueño por años enteros, sabiendo sólo a medias que se llevaba a cabo, por supuesto, en el barrio Normal de Houston. Esto no lo vine a saber a ciencia cierta sino hasta el fatídico o bendito día, según se interprete, en que tuve que regresar. Todo esto 7 años más tarde. Asistía a una reunión académica a mediados de marzo. Atosigada por las temperaturas congelantes de los auditorios donde nos dábamos a la tarea de hablar sobre el estado actual de la historiografía moderna de México mientras nos titiritaban los dientes de una manera algo violenta, aunque no sólo por eso, me vi obligada a dejar los recintos donde se llevaba a cabo la reunión porque ya empezaba a toser. Estaba lista para enfrentar la humedad salvaje del trópico tejano pero, cuando un amigo de tiempo atrás se ofreció a manejar por la ciudad, acepté de inmediato porque la humedad era verdaderamente salvaje y, sin metáfora alguna, le pertenecía al trópico.