jueves, octubre 01, 2009

Ambrose Bierce

Diario Milenio-Puebla (01/010/09)
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Supe de Ambrose Bierce cuando, siendo un adolescente apenas, me topé con el Diccionario del diablo. Supe del humor (del sarcástico humor de Ambrose Bierce) cuando terminé de leer algunos de sus cuentos y luego supe de su enigmática personalidad y desaparición en México cuando leí su biografía. Carlos Fuentes, en Gringo viejo, llevó a la ficción de la novela su vida. Muy parcial e incompleta para todo lo que representa un escritor de la talla de Ambrose Bierce, desde mi humilde punto de vista. He retomado la lectura de Ambrose Bierce porque la editorial Valdemar, en su Colección Gótica se ha dado a la tarea de reeditar sus cuentos fantásticos completos. Un gran acierto de Valdemar.

Buscando algunos datos nuevos en la fama y la comodidad de Google acerca de Bierce, me encontré con la grata sorpresa de que es un autor leído por miles de jóvenes en todo el mundo. Las nuevas generaciones, ésas de las que ya hablaba hace tiempo y que están redescubriendo la música de los sesenta (creen que Los Doors son un grupo que acaba de conformarse) leen a Ambrose Bierce, lo que lo convierte en un autor clásico.

Me pregunto qué hubiera sido de Bierce sin la herencia de Edgar Allan Poe, para no ir muy lejos. Bierce, en efecto, le debe mucho a Poe. En un escrito que deja por ahí antes de su desaparición en 1914 en territorio mexicano, él afirmaba que ser un gringo en México es mejor que suicidarse. Nunca se supo, ni se logrará saber jamás, qué lo motivó a externar tal sentencia.

Su nombre completo fue Ambrose Gwinnett Bierce. Nació en 1842 y no se tiene aún la certeza sobre la fecha de su muerte, que pudo haber ocurrido hacia 1914. Como sucede alrededor de toda personalidad como la de Bierce, desde entonces se han conocido muchas hipótesis y muchas anécdotas sobre él.

Lo cierto es que, de acuerdo a sus biógrafos, Bierce cruzó la frontera con México en 1913. Tenía (lo dicen los editores en la presentación) dos mil dólares en oro y sus credenciales que le permitieron avanzar hacia el territorio de los constitucionalistas.

Fue, como se sabe, soldado, periodista y escritor de negro humor. Su Diccionario del diablo lo llevó a la fama póstuma y sus cuentos “Las delicias del Diablo” y “Telarañas de una calavera vacía” lo han hecho un autor imprescindible. Colaboró en diversos diarios y casó con Mollie Day, hija de un acaudalado minero.

Bierce escribió un par de cartas la Nochebuena de 1913 en Chihuahua y había dejado un equipaje en Laredo. Las versiones acerca de su desaparición y muerte son muchas. Lo único valedero sigue siendo su autoepitafio: “Para todos y cada uno de ustedes, la paz que no me perteneció”.

miércoles, septiembre 30, 2009

"Contra la homofobia"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 30/09/09)

“Contra la Homofobia” de Jeremy Bentham es el round número ocho perteneciente a la colección Versus de Tumbona ediciones y que ha sido traducido por Pablo Duarte y Ana Marimón.
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A lo largo de sesenta y ocho páginas el padre del utilitarismo y mentor de Stuart Mill, pelea con fervor y fundamentos esta insistencia moralista por castigar la homosexualidad, la cual se llegaba a penar con la horca.
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Todo este breve ensayo gira en torno a la siguiente premisa: ¿cómo se justificaba que se proscriba una inclinación tan inocua para la sociedad como placentera para sus practicantes?, pues quienes se entregan a ella lo hacen de muto acuerdo, sin afán de dañar a nadie, tal y como sucede en una relación heterosexual. Un ensayo necesario en estos tiempos, quizá no ayude a muchos puede servir para ir generando un poco de conciencia en esta sociedad tan extraña y un poco asquerosa. Bentham aborda este tema, de manera astuta y precisa, desde todas las perspectivas: filosofía, religión, sexualidad, social e histórico.
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Este libro es valioso por el aporte que hace a la discusión de este tema tan complicado para algunas esferas ya políticas, ya religiosas; pero también lo es porque nos otorga una reflexión muy importante, “Contra la homofobia” es un texto paródico que viene a recordarnos que en todas las épocas de la humanidad existirán temas escabrosos, tabú, pero que cuentan con convenciones a veces razonables, por muy oprobiosas que puedan ser.
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Un libro que debería leer toda la corriente conservadora de esta mítica Puebla y de los pobrísimos priistas –defraudadores del liberalismo- que votaron en contra del aborto y de la tolerancia a la comunidad homosexual.
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El diván de las invitaciones
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Este Jueves 1 de octubre a las 19:00 horas se realizará la presentación de la novela “Paraíso es tu memoria” (Alfaguara, 2009) de Rafael Tovar y de Teresa. Acompañando al autor estarán el prolífico y tan envidiado novelista poblano Pedro Ángel Palou García, Rafael y la Dra. Gloria Tirado. Como siempre la entrada es libre y al final se ofrecerá un poco de mezcal.
¡No falten!

martes, septiembre 29, 2009

Precisamente ante tus ojos

Diario Milenio-México (29/09/09)
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Armando H. Zozaya era un periodista aficionado a resolver casos criminales misteriosos”, así da inicio “Mensaje inmotivado”, el primer cuento del libro Muerte a la zaga de María Elvira Bermúdez. Nacida en Durango, uno de los estados del norte que más ha sufrido los azotes del narcotráfico, y a inicios del siglo XX (1912), María Elvira Bermúdez no sólo produjo a ese detective joven y trabajador, caballeroso y bien vestido que resolvía, sin paga de por medio y con una inteligencia a la vez rigurosa y desbordante, casos criminales en barcos de tripulación cosmopolita o en casas de huéspedes en la provincia mexicana, sino también a María Elena Morán, la esposa de un diputado por el estado también norteño de Coahuila, cuya afición por leer historias de detectives y a imaginar casi compulsivamente la distinguieron como la primer detective mexicana, al menos en el terreno de la ficción.
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En la fotografía que ilustra la contraportada de Lecturas Mexicanas 31, Segunda Serie, donde se reprodujo en 1986 la segunda colección de cuentos policiacos de la duranguense, María Elvira Bermúdez porta un gesto entre retador y adusto. Los anteojos agatubelados de la época, mitad de pasta y mitad metal, caen diagonalmente sobre la cara, contribuyendo a ocultar uno de sus ojos bajo una sombra exigua. Sería fácil caer bajo la impresión de que el rostro del retrato está guiñando el ojo izquierdo, más un gesto de complicidad en este caso, que de coquetería. El cabello corto, de apariencia fino, termina con las puntas hacia arriba, como si hubieran pasado bastante rato bajo la presión de los rulos de plástico azules o rosas que peinaron a tantas mujeres del medio siglo. La horizontal línea de los labios lo anuncia todo: esto es en serio. Aquí está pasando algo y yo voy a saberlo.
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En 1961, unos ocho años antes de que Rafael Bernal publicara su Complot Mongol, oficialmente reconocida como la primer novela negra producida en el país, La Pre-Primera Detective se enfrentó a un caso ardiente: un crimen pasional que involucraba la muerte de una escritora acaso lesbiana, una crítica literaria con cierta afición por poetas y escritoras del siglo XIX, una periodista acostumbrada a visitar a las autoviudas de una cárcel citadina, un grupo de licenciadas y jueces organizadas en un sindicato, y hasta una paradigmática taxista. Todo esto, por supuesto, bajo el título de Detente, sombra, un verso aptamente cortado de la insigne Sor Juana.
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Si nos atenemos a las fechas y las tramas, los orígenes de la novela policiaca mexicana no se circunscriben al Distrito Federal sino que se extienden a la provincia norte del país. De manera por demás ominosa y acaso profética, es en los alrededores de Ciudad Juárez que se lleva a cabo “Las cosas hablan”, el cuento en que María Elena Morán descubre el crimen y el asesino gracias a su capacidad (“esa manía tuya”, diría su esposo el diputado) “de comparar las personas a las cosas y las cosas a las personas”. Asimismo, “Cabos sueltos”, el cuento que enfrenta a dos hermanos, toma lugar en Durango, y “Muerte a la zaga”, en relato en el que una mujer despechada casi se sale con la suya al deshacerse de un hombre, se desarrolla en un barco que lleva a los personajes de Veracruz a Tampico.
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Me gusta Armando H. Zozaya. Veamos. Cuando por casualidad se topa con las hermanas Germana y Carmela en la plaza de Armas de Veracruz y esta última, una antigua novia de sus tiempos de periodista en Puebla, lo conmina a invitarlas a tomar algo, él responde sin problema alguno y de forma casi inmediata: “¡Cómo no! ¡Encantado!”. Y cuando Rafael Dorantes, el actual esposo de Germana y también antiguo novio de Carmela, lo invita a unirse a un grupo peculiar para dar un paseo en barco, el detective amateur no duda en cancelar su fecha de regreso y postergar compromisos de trabajo para disfrutar la brisa del Golfo de México. Luego, cuando poco a poco va dándose cuenta de que el asesino es, en realidad, una asesina, Armando H. Zozaya no se vanagloria de su hallazgo y ni siquiera hace comentario moral alguno sobre la responsabilidad criminal de la mujer. En lugar de eso, atormentado por el conocimiento de una verdad que en mucho le parece una traición, Armando espera a la presunta asesina “acodado en la barandilla más alta del buque” para hablar con ella. Cuando la asesina, ya descubierta, le grita: “Ríete, ¡ríete tú también! ¿Por qué no te ríes? ¡Debes sentirte muy satisfecho de tu proeza! ¡Me descubriste!”, Armando H. Zozaya se niega a la salida fácil y a la prosopopeya de su género. Dice: “Cálmate, ¡por Dios! Créeme que no me siento nada satisfecho. Preferiría no haber descubierto nunca…” Que ella, ya sin salida pero también sin arrepentimiento alguno, decida saltar hacia su propia muerte para evitar la burla ajena (“nadie se reirá de mí”), escapando asimismo del castigo de una justicia que no tomaría en cuenta su condición de mujer traicionada, no hace sino reafirmar las alianzas peculiares del relato. Finalmente, cuando en contra de quienes lo tratan de convencer de permanecer a bordo se lanza, ya sin saco, al mar, y sobre todo cuando escucha el veredicto final (“tiburones”), Armando H. Zozaya sigue siendo ese hombre empático y curioso, compasivo y flexible y fácil de llevar que lo convierte, aún en 1985, en uno de esos hombres sensibles de los 90.
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A María Elena Morán le gusta ser y parecer inteligente. A través de diálogos cerrados y más bien escuetos, la Primera Detective va desentrañando misterios sobre todo para su primer escucha: Bruno, su marido. Él no sólo le pone atención sino que también, aunque con discreción, la celebra. Lo bueno de María Elena es que a su inteligencia también le alcanza para burlarse de sí misma. En “Las cosas hablan”, luego de haber resuelto el caso, Bruno se pregunta con bastante extrañeza cómo fue que “si tengo el sueño tan pesado, me desperté antes de la hora de costumbre”, una acción fundamental en el desarrollo de la trama. La Primera Detective, en modo francamente autoparódico, ofrece de inmediato una complicadísima teoría involucrando entre otras cosas la telepatía, pero se deja interrumpir por la pragmática sospecha del marido: “A lo mejor desperté por el humo.” En “Precisamente frente a tus ojos”, una lectura intervenida de “La Carta Robada” de Edgar Allan Poe, la feliz poseedora de la clave del misterio se niega a descubrir el contenido del mismo: “—¿Tú qué dijiste? —contestó riendo María Elena—. Ya me dijo, ¿no?”.
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Pues eso.

Transferencias de fe

Diario Milenio-México (28/09/09)
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Cómo mover montañas
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Todas las desconfianzas son incómodas, y en su gran mayoría inevitables. Viviría uno más relajado, y puede que más años, sin sospechar de la palabra de nadie; asumiendo que la mentira es excepción remota y además se descubre en la pura mirada. Pero uno mismo miente, siempre que se le ofrece o que es indispensable o quizás conveniente. Hay que ser bruto, de tan arrogante, para menospreciar o regatear una capacidad idéntica en el otro, y asimismo hace falta ingenuidad querúbica para creerse que quienes viven de la fe ajena pueden sobrevivir sin escupir patrañas a toda hora, amparados por unas mejores intenciones de las que no nos queda más que desconfiar.
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No quiere uno ni hacer el ejercicio de imaginar cuántos son los que viven de su fe. Cierto es que quien esto escribe no acostumbra ir a misa y a los obispos no les cree mucho más que al ayatola Jamenei, pero sucede que esto de la fe llega infinitamente más allá de los meros asuntos espirituales. Cierta vez, no hace mucho, abordo de un avión poco menos que nuevo, me tocó en suerte compartir el viaje con un ingeniero aeronáutico que en dos horas me dio una cátedra compacta de marcas, calidades, controles y medidas de seguridad en la aviación comercial. Casi al final, me preguntó si quería saber los motivos de un posible accidente inevitable: ese porcentaje ínfimo al que uno, píamente, prefiere conocer como El Destino. La Desgracia. La Fatalidad. Todo menos los números y los detalles. “Y todavía menos a la mitad de un vuelo”, pretexté, tratando inútilmente de ocultar que elegía a la fe sobre el conocimiento. Vuela uno más cómodo con la fe en el Destino o la Providencia que amparado en las puras matemáticas. No bien el ingeniero se acurrucó entre almohada y frazada, me puse los audífonos, entrecerré los párpados y dejé que la música de Wim Mertens me ayudara a creer que con mis puras alas cruzaba el continente. ¿Quién más podía ser un oficial de Migración para el recién volado, me dormí delirando, sino un enviado de San Pedro mismo?
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Examen de inconciencia
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Ahí está, pues, el brete. Le regatea uno su fe a los frailes, pero se la prodiga a los ingenieros, y a quienes los contratan y a los que ellos a su vez emplean. Y a ellos, como a los santos, tampoco los veremos, y ni siquiera sabremos sus nombres, ni si eran ingenieros o administradores o cardiólogos o, por qué no, impostores. Creemos en vivales y felones y leguleyos y mercachifles y demás fauna infame, no porque sean inmunes a nuestra desconfianza sino porque tenemos tantas suspicacias en marcha que las recién llegadas deben esperar turno. Pues si al final se trata de evitar fanatismos, no menos intratable que un fanático religioso es uno de esos beatos de la desconfianza que en mala hora perdieron la oportunidad de hacerse policías. Creer o descreer es una elección. Al subirme a un avión en lugar de ir a misa, me hago consciente de que en la eventualidad de un accidente aéreo o el advenimiento del fin del mundo, mi fe en los ingenieros y mis sospechas sobre los sacerdotes serían la causa última de mi desgracia.
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Creo en todos los aparatos que manejo, aunque me pase el día blasfemando en su contra. Prefiero, al fin, depositar mi fe en estos charlatanes obedientes que verme ahora mismo entretenido en aplicar teclazos a una olivetti, barnizar el papel con un corrector líquido y levantar la aguja del tocadiscos. Pero cuesta trabajo, pues tal como sucede con la religión, entre más se instruya uno, más ciega habrá de ser la fe que se le exija. Compramos la computadora y nos ofrecen una extensión de garantía y apoyo técnico. Una vez que hemos digerido la abstracción, y antes de eso asumido el pavor de vernos con el aparato descompuesto y la comprensión enrevesada, encontramos que de aquí en adelante firmaremos alteros de autos de fe. Pondremos allí dentro nuestros secretos más personales, unas veces en diarios, otras en e-mail, otras más en la memoria del buscador de internet. Dejaremos ahí la huella de cada una de nuestras compras, encuentros, pactos, chismes, bromas, opiniones, mezquindades, mentiras e imposturas, y además osaremos enviar por esa red de curso inextricable los números de cuentas bancarias y tarjetas de crédito, confiando en uno u otro “certificado de seguridad” que en una de éstas es el hazmerreir de los cibercacos. Cierto es que los católicos le cuentan sus secretos al sacerdote, pero de ahí a confiarle los datos bancarios hay un trecho insalvable, al menos en teoría.
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Pacto de contrición
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Multiplicando tantos terabytes de fe por los millones de cibercreyentes, encontraremos lagunas bastantes para que el fanatismo se esparza como un cáncer. Creemos, por ejemplo, que bajar el archivo electrónico de una canción de la computadora de un desconocido no es un robo, sólo porque lograrlo no nos exige meternos el cd bajo la ropa. Desconfiamos a tiempo de la abstracción y elegimos así creernos inocentes. Si al cabo diez canciones caben en un espacio del tamaño de la uña del dedo meñique, ¿quién va a llamarnos Uñas Largas por eso?
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Cada vez que me rindo a ese placer morboso de hacer compras online —a deshoras, para mayor deleite— encuentro algo de místico en la ocasión. Si de niño debía, cada cuando, enfrentar a un cura y confesarle todos mis pecados —excepto el de omisión, en el que de momento me veía ocupado— de adulto me confieso ante la computadora, que además de pecados almacena intereses, proyectos, tentaciones, vicios, gustos y disgustos, entre tantos secretos más o menos abstractos. Antes, cuando tenía una PC, darle mi fe me parecía una temeridad necesaria. Hoy que tengo una Mac, temo de pronto haberme convertido en beato. La uso como quien es invulnerable al Mal. Con lujo de soberbia. ¿O será que sospecho que al fin he sobornado al sacerdote y estoy al fin del otro lado del infierno? Que no se diga, al fin, que el progreso no engendra supersticiosos.