jueves, septiembre 17, 2009

Jóvenes de muy buenos sentimientos

Diario Milenio-Puebla (17/09/09)
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Consigno aquí ahora un caso que le he enviado a José Luis Durán King, pensando en que a él como especialista en asuntos como éste podría interesarle. Lo comparto también con mis lectores.
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Durante los últimos días de julio, en Fresnillo, Zacatecas, unos adolescentes, sólo por el hecho de “divertirse” cometieron a sangre helada, cuatro homicidios con toda la ventaja que da el sentirse empapados en drogas y alcohol. Los diarios entonces comentaron el delito que, al conocerse por la comunidad, fue como un peñasco en aguas pacíficas.
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Fidel de Jesús Preciado, de 15 años (líder de la banda), Claudia Acosta Villagrana, de 15 años, Adelaida Acosta Villagrana, de 16 años, Octavio Flores Preciado, de 12 años, Adrián Ojeda Acosta, de 21 años de edad y César Hernández Castañeda, alias “El Gringo” de 17 años estaban reunidos, luego de que se conocieran de manera informal el 24 de julio, afuera de la secundaria técnica 77, en la Colonia del Valle. Ya drogados, declaró Fidel de Jesús Preciado González cuando la policía los atrapó, se dijeron: “Hey, chicos qué hacemos, a la manera de los personajes de La Naranja Mecánica. “Pues habrá que hacer un pequeño desmadre,” respondió alguien. Fue así que ya en el camino, se toparon con una pareja a la que amagaron y la subieron a la camioneta que conducía la que habría de ser la primera de sus víctimas. A ella la violaron y a él lo mataron de dos balazos, para de inmediato echarlo al fondo de un tiro de mina. “La morra dijo que estaba embarazada y se agarró llorando, por eso no la matamos,” dijo Fidel sin culpa alguna. Al amanecer bebieron y en la noche del 25 de julio, las hermanas Acosta Villagrana le hicieron la parada a un taxi con la idea de irse de parranda a la zona de tolerancia. Sin embargo, en el camino, amagaron al taxista Florentino Flores Martínez, a quien mataron dándole varios disparos en el cuerpo. Se fueron tranquilos en el propio taxi a comprar "piedra" y cervezas. Poco después quemaron el auto en Fresnillo. El domingo 26, una vez más las jóvenes le hicieron la parada a una camioneta Ford Explorer, blanca, en la que viajaban dos hombres, a uno de ellos lo amagaron mientras el otro huía corriendo, pero el Gringo le disparó por la espalda y ya no supieron de él. De ahí se fueron rumbo a Jerez y en la presa conocida como El Tesorero, entre Fidel, Adrián y César bajaron al hombre y “en el puente al no atreverse ninguno yo agarré la pistola y lo maté y el cadáver cayó a la presa”, dijo Fidel. Luego de arduas investigaciones, las autoridades investigadoras lograron dar con el paradero de los homicidas y del hombre que había logrado huir herido, aunque su estado de salud se reporta como de suma gravedad.
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Los adolescentes son considerados de alta peligrosidad: a su minoría de edad y en menos de una semana, cobraron la vida de cuatro personas. Así las cosas.
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Fuente: El Sol de Fresnillo.

La risa literaria-Álvaro Enrigue-(El Universal/Opinión-17/09/09)

En un periodo en que la generosa tradición de la literatura mexicana se siente amenazada porque el dramatismo y la volatilidad de lo real parecen más ricos que las formas de que disponemos para representarlo, editorial Almadía acaba de poner a la venta el más revolucionario de los libros que he leído en mucho tiempo: Poesía eras tú, de Francisco Hinojosa.
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El matrimonio de unos marraneros está fracasando y, a manera de supervivencia, el marido decide comunicarse con su mujer -que en tanto lidereza del gremio está a punto de ser elegida diputada-, sólo a través de poemas. La novela es el registro de la vida de la pareja a través de los 53 peores artefactos poéticos jamás escritos.
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Hay personas que pueden hacernos partir de risa. Conversadores de leyenda capaces de hacer que uno toque el suelo con la nariz de tanto reírse. También hay libros que nos arrancan memorables caracajadas de un machetazo perfecto: recuerdo haber leído Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez o El tambor de hojalata de Grass empeñando toda mi pompa para, en algún momento, descubrir que eran volúmenes que se carcajeaban conmigo.
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Nunca, sin embargo, había visto nada como Poesía eras tú. Es casi un arma: mientras lo leía, mi mujer, que trataba de hacer una llamada telefónica, tuvo que cerrar la puerta de la habitación porque yo me retorcía de risa en la cama. Por supuesto, lo agarró apenas me distraje: al día siguiente me despertó pataleando a carcajadas en el futón de la sala.
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Si novelas como El gran Gatsby de Fitzgerald o Manhattan Transfer de Dos Passos representaron brutales destripamientos críticos sobre la fragilidad cultural y emocional de la sorpresiva potencialidad gringa en la era del jazz, la imagen crítica de los años veinte que se fijó en la mente occidental no fue la que produjeron esos libros magníficos, sino la que propuso Groucho Marx.
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La secuencia del camarote fondero al que se mete absolutamente toda la población de un trasatlántico en Una noche en la ópera es el emblema de todo un periodo porque el humor cala y marca y porque la cicatriz de la risa es siempre la más gorda.
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¿Cómo representar la psique gringa en el momento en que se descubrió como dueña de un imperio involuntario? Regresando al mito de origen de su medianía: todos hechos bolas en el camarote de quinta de un barco lujosísimo.
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Al parecer la responsabilidad que supone toda transformación es tan grave que lo primero con que termina es con el sentido del humor de sus promotores. Nada más reaccionario que una Revolución que se institucionaliza y queda fija –los hermanos Castro, reyecitos del juguetero tropical— porque en el momento en que los artistas del cambio se convencen de que la vuelta que proponen es definitiva, dejan de sentirse halagados por la risa: la más abrasiva y misteriosa de las armas de la inteligencia.
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El éxito fulminante de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, consistió en buena parte en que la emprendió a patadas y sin misericordia contra la noción de vanguardia artística, que quién sabe por qué mantuvo su relumbrón hasta tan tarde en el siglo XX. ¿Por qué nos cae tan sopa un artista iluminado? A Bolaño se le ocurrió un tropo esclarecedor: puesto en contraste en la ciudad de México echeverriísta -una maqueta agobiada por problemas de verdad—un creador de vanguardia exhibe transparentemente la futilidad del arte y el hecho de que su grandeza estriba sólo en su capacidad para ser autorreferente.
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Contra lo que solemos pensar una vez que nos la creemos, componer canciones, escribir novelas o intervenir paisajes sólo sirve para que los paisajes sean intervenidos, las novelas sean escritas y las canciones compuestas. Eso es suficiente porque la marca del arte es parte de la sustancia humana, vale por sí misma.
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¿En dónde está el México más transparente de hoy en día? En los poemas de un marranero sin talento ni escrúpulos. Francisco Hinojosa es el máximo innovador de una generación y está de vuelta.

miércoles, septiembre 16, 2009

Báthory

Diario Milenio-México (15/09/09)
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Nunca lo había hecho antes. Había visto suficientes ancianas cruzar la calle con dificultad sin jamás haberme sentido compelido a tenderles el brazo. Cuando me tropezaba con ciegos, prefería hacerme discretamente de lado. A los niños, siempre tan problemáticos, ni siquiera los volteaba a ver. Por eso fui el primer sorprendido cuando me ofrecí a ayudarle a la mujer con su equipaje —una maleta rectangular y de tamaño mediano que parecía causarle incomodidad, aunque no verdaderos problemas, en el pasillo del vagón.
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-Claro -dijo, sonriendo con gracia mientras aceptaba mi ayuda-. Aprecio su gesto -añadió al entregarme sin suspicacia alguna la jaladora de su valija. Yo guardé silencio, sin mover la mano derecha del tubo, y ella, que también estaba de pie, hizo lo mismo. Callada, con la vista puesta sobre algún punto inconcebible al final del pasillo, la mujer no parecía necesitar ayuda, puesto que no era ni tan vieja ni tan frágil, pero parecía, en cambio, merecerla. Había algo en ella de altivez, en efecto, aunque suavizada por una especie de distracción a todas luces congénita. Su presencia a la vez menuda y apabullante me hizo sentir que estaba, de cualquier modo, en presencia de la nobleza.
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A la tercera estación me anunció con un par de palabras que ahí dejaría el tren y, como si se hubiera tratado de una invitación, salí tras sus pasos. Sus rasgos más aparentes fueron: el cabello plateado que caía, abundante y lacio, sobre los hombros; y el carmín rosa con el que cubría algunas estrías sobre un par de labios muy delgados. La voz con la que me indicaba donde viraríamos y a cuántos metros estábamos de llegar a su casa merecería todo un capítulo aparte. Dulce no era la palabra más adecuada para describirla. Tampoco lo era la palabra apacible. Clara apenas si le haría justicia. Pero su voz era esas tres cosas a la vez —dulce, apacible, clara— y muchas otras más. Le pregunté si cantaba mientras introducía una llave pesada, de tamaño francamente descomunal, en el cerrojo.
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-No -murmuró sin verme-. Por supuesto que no -dijo al fin, sonriendo. Su voz.
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Si la puerta del edificio parecía anunciar un departamento afluente pero normal, bastó con que la abriera para darme cuenta de que la casa era en realidad una mansión opulenta, con un jardín de dimensiones inconcebibles incluido. Apenas un paso sobre los pisos de mármol y ya me resultaba difícil recordar que apenas unos segundos antes había estado en la ciudad, amarrado a la prisa y al aburrimiento, presa de necesidades, horarios. Apenas una mirada a los mazos de flores y a las fuentes del jardín y ya olvidaba que había encontrado a la dama a quien tan solícitamente atendían ahora mayordomos y sirvientes en un vagón del tren urbano.
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-¿Me hará el honor de aceptar un té? -insinuó mientras pasábamos bajo las arcadas repletas de rosas blancas y ella se entretenía aspirando de vez en cuando el aroma de alguna de sus flores. No supe cuando me tomó de la mano para guiarme hasta la mesita redonda donde ya nos esperaba una jarrita humeante.
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-Asumo que le gustará el té verde -dijo, y yo asentí sin pronunciar palabra.
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Mientras bebía el té y la veía, con discreción pero sin mesura, beberlo, lo supe todo de una buena vez. De algún lado de ese cuadro interior brotaría la daga que me arrancaría la cabeza para que la dama se alimentara dulce, apaciblemente, de mi sangre todavía tibia. Pronto aparecería la asistente que, al saberme paralizado por la sustancia ingerida, empezaría a rebanarme la piel, pétalos dulces, para colocarla luego sobre el rostro súbitamente rejuvenecido de la mujer. Estaba por llegar el hombre que me encadenaría los tobillos para lanzarme luego, bulto carnívoro, ante las fauces del león contra el que lucharía sin armas ni protección para el solaz divertimento de la reina. ¿A qué horas aparecería la enfermera que, sin anestesia pero con el escalpelo preciso, me extirparía la lengua que luego daría de comer, rosa y cálida, en pequeños platitos de porcelana a los pavorreales que paseaban por el jardín? ¿Cómo me vería yo desnudo y encadenado contra la pared recibiendo, además, los latigazos que me propinaría su mayordomo mientras ella pasaba sus largos dedos sobre las dalias?
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-¿Le preocupa algo? -preguntó, sonriendo una vez más. Apacible, su voz.
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Un hacha caería del techo para amputarme los dedos de la mano izquierda uno a uno, con una lentitud a la vez insoportable e irresistible. De algún lugar del salón saldría la ráfaga de flechas envenenadas que me convertirían, con algo de tino y otro tanto de saña, en una versión contemporánea de San Sebastián.
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-No -susurré.
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Estaba por llegar, de eso estaba seguro, el hombre musculoso que afilaría, justo frente a mis ojos, al alcance mismo de mi mano de amputados dedos, el cuchillo que utilizaría para castrarme con suma maestría y suma lentitud. No tardaba el policía que, hurgando en mis bolsillos, encontraría el arma punzocortante que me incriminaría en un asesinato apenas cometido en una vieja estación del tren. Ahí estaba ya la mujer que, después de desplegar la danza de los siete velos entre las gardenias, me mordería las tetillas hasta arrancarlas con el mismo cuidado y la misma violencia que utilizaría para arrancar luego la carne de los antebrazos, los muslos, el abdomen.
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-Su gesto hoy -balbuceó la mujer-. Tan amable -añadió, interrumpiéndose otra vez.Una red, por supuesto, cómo no lo había pensado antes. Una horda de pigmeos con la orden de conseguir mi cabeza. Un sicario de buenos modales.
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-Quería agradecerle -logró decir con dificultad luego de un largo silencio.
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Yo la observaba con la taza del té todavía pegada a mis labios. La estudiaba en realidad. Calculaba con precisión su siguiente movimiento.
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-No lo conseguirás -le dije al fin con voz muy baja pero perfectamente audible-. Esta vez no lo conseguirás.
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Iba a reírme al escuchar el eco amargo y triunfalista de mi propia voz. Iba a incorporarme y a esconder mi rostro avergonzado y a sacar, lo más pronto posible, una cita con un psiquiatra. Iba, sobre todo, a pedirle disculpas, pero ella me atajó.
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-Eso es lo que usted cree -sentenció con esa voz dulce, apacible, clara.

lunes, septiembre 14, 2009

Hablando de pena ajena

Diario Milenio-México (14/09/09)
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Honor a quien horror merece
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Ocurrió hace unos días: Joe Wilson, congresista por Carolina del Sur, alzó la voz a medio discurso del presidente Obama para gritar You lie! Es decir, “usted miente”. Si en otras latitudes uno de esos desplantes es moneda corriente, allí causó un escándalo, al punto que el gritón impertinente no tardó en disculparse por perder el control de esa manera. Obama, por su parte, procedió a dar por buena la disculpa y comentar que “todos cometemos errores”, pero ya el demócrata April Creeney estaba listo para rematar: “Yo esperaría una mejor conducta de un miembro del Congreso. Algunas veces las agendas y los egos de la gente parecen más centrados en ellos mismos y menos en el tema en cuestión.”
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La anécdota es pequeña, y hasta insignificante en el contexto norteamericano. Desde un punto de vista estrictamente lógico, tiene todo el sentido del mundo. Más todavía, se trata de argumentos tan claros y evidentes que ya la mera idea de rebatirlos se adivina una pérdida de tiempo. Ahora bien, si se observa el suceso desde otras latitudes —la nuestra, por ejemplo— parecería que sus protagonistas son no menos que seres de otro planeta. Cada vez que se escucha el calificativo de honorable para hablar del Congreso de la Unión, uno asume que tal es un eufemismo tras el cual se agazapa el término intocable. Cuesta trabajo al menos concebir que un diputado o senador de aquel congreso que se presume nuestro sea lo bastante honorable para pedir alguna clase de disculpa, por mucha pata que haya metido, y hasta parece fuera de lugar creer posible un genuino debate de ideas entre quienes se miran tan cómodos sin ellas. Escuchamos, en cambio, soflamas persistentes en torno a una soberanía de cartón donde las fruslerías patrioteras pesan más que esas prioridades elementales siempre sobadas y nunca atendidas. No sabe uno, por tanto, si la conducta de los congresistas ajenos, una vez comparada con la de los propios, le inspira propiamente envidia o vergüenza; pues tanto no se trata de lo que ellos hacen como de cuánto uno les permite.
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Viva la gritocracia
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Es curioso y de paso pintoresco que de la Independencia no celebremos una declaración, sino un grito. Desde la escuela se nos enseña que los principios se defienden a gritos, y se infiere de ahí que quienes menos gritan más se someten. Gritamos viva éste, viva aquél y viva aquello para ahorrarnos la pena de vociferar mueras a cualquiera que piense diferente. ¿Pero al cabo qué importa lo que cualquiera piense, si de lo que se trata es de evitar a toda costa los razonamientos? ¿No es cierto que es graciosa esa sentencia según la cual no tiene caso alguno discutir, cuando a madrazos nos entendemos mejor? Y hoy que las efemérides se nos ponen a punto para celebrar un centenario y un bicentenario, menudean los aspirantes a prócer que reclaman independencias y revoluciones según ellos pendientes, pues su negocio al cabo es la inconformidad. Crearla, expandirla, capitalizarla; no se sabe que sean profesionales en alguna otra rama.
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Si no recuerdo mal, era en la escuela donde más se gritaba. La primaria, el principio de la secundaria, donde los bravucones tenían la voz de mando y ay del que se atreviera a contradecirlos. En todo caso había que contragritarlos. Nada era más sencillo que vencer al contrario a punta de alaridos y pitorreos huecos, allí donde cualquier argumentación era vista como una debilidad. Nada muy diferente de las granjas de pollos, donde los más oscuros o los heridos son presas predilectas del pollerío idéntico. No espero, por supuesto, que aquellos que se dicen mis representantes sean buenas personas y ciudadanos intachables, sino al menos que guarden el decoro bastante para no avergonzarme con la evidencia de que aún se comportan como niños pequeños y cautivos, y al final como pollos de granja, amén de para colmo comprobar que buena parte de ellos no es capaz de entender las leyes que promulgan, algunas de las cuales han sido destinadas a tratarme como otro alumno de primaria.
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Y eso que están trabajando...
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Fue moneda corriente hasta hace poco tiempo decir que el presidente de Estados Unidos era tan dictador como el que más, lo cual no era una ofensa para el zopenco Bush junior, como para millones de votantes que en su momento corrigieron el rumbo. Es imposible prevenirse contra la llegada de un palurdo al poder, tanto como evitar sus patanerías, pero es de respetarse un sistema que no permite dictadura alguna, y para ello comienza por evitar los gritos y las soflamas. Mismos que pueden ser muy bienvenidos en mitad de una noche de mariachis, pero jamás donde se gana un sueldo por debatir ideas y alcanzar acuerdos. Empeños que se antojan más difíciles, especialmente para quien se avergüenza de ser o parecer civilizado, pero al cabo para eso les pagamos. ¿O es que existe otro centro de trabajo donde las diferencias entre los empleados se resuelvan a gritos y mentadas, en la más vergonzosa impunidad y bajo privilegios exorbitantes? ¿Quién querría contratar a un trabajador y concederle semejante estatus? ¿Y qué tal cientos de ellos?
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Tal como están las cosas, únicamente un diputado o un senador pueden quebrar la leyes cuando y cuanto se les antoje. No legislan para ellos, sino para nosotros, igual que esos prefectos abusivos que imponían castigos desde su autoridad incontestable, reprimían a los gritones a punta de gritos y nadie les oyó pedir una disculpa. Un adulto abusivo se presume infalible ante quienes no pueden cuestionarlo sin hacerse acreedores a una sanción —y antes de eso, se entiende, ser silenciados—. Son nuestros congresistas los únicos adultos reconocibles, pues ya su condición de intocables y las leyes con las que se guarecen de nuestras opiniones nos hacen meros niños respondones a los que es necesario meter en cintura. El mundo al revés, pues. Y el colmo, a estas alturas, es que uno siga siendo el avergonzado.

domingo, septiembre 13, 2009

Clase: Turista-Nicolás Alvarado-(El universal-Opinión 11/09/09)

Por una vez, viajo en primerísima clase. (Haces bien en envidiarme, lector: escribo esto a bordo de un crucero de lujo que zarpó hace siete días de Venecia y arribará en cinco más a Estambul. Y no, no soy yo quien sufraga los costos —con lo que gano y con los efectos de la crisis mundial si acaso podría pagarme el viaje en uno de los botes salvavidas— sino que una revista para la que colaboro me ha enviado a reseñar la travesía para sus páginas. En efecto, soy muy suertudo y cultivo culpas épicas por ello, y las ahogo en champaña de cortesía.) Ello, sin embargo, no me libera de la monserga (relativísima, lo sé… pero aun así) de llevar ya días topándome con personas a las que sólo es posible catalogar en una clase y esa clase es la desclasada especie que responde al denominador común Turista.
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En la industria de los viajes, Turista es el nombre habitual para la tarifa más económica y, por tanto, más frecuente. La palabra, inofensiva por sí sola como todas las palabras, proviene del francés tour, que significa giro, y es que quien viaja gira, por así decirlo, por el mundo. Aplicada a ciertos individuos, sin embargo —y, como se verá, nada tiene que ver el asunto con su origen social ni con sus posibilidades económicas: por más que el Turista viaje en Primera, Turista se queda—, sirve como antónimo de viajero o, para decirlo con mayor precisión, como sinónimo de patán. (Y ahora sí aprovecho aquí —aviesa, traviesamente— la etimología: el viajero viaja pero el turista da giros sin sentido y sin sensibilidad, hasta el punto en que todo lo que ve se le confunde en una sola imagen ininteligible y el resultado inescapable es primero el mareo y después el vómito… aunque por desgracia no el suyo sino el de los que nos vemos obligados a fungir como horrorizados testigos del triste espectáculo que protagoniza.)
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Pongamos por ejemplo la escala de hace unos días en Constanza, ciudad rumana que cuenta entre sus atractivos una hermosa mezquita construida en 1910, la cual alberga un minarete cuyos 140 escalones asciende cuatro veces al día el muecín para llamar a los musulmanes de la ciudad a la oración. Yo no soy religioso. Y, si lo fuera, no sería musulmán. Aun así, considero menester mostrar respeto por aquello que es sagrado para otros, por lo que, durante mi visita, hablo en voz baja y, pese a la abundancia de turistas literalmente descocadas que pululan por el recinto, insisto a mi mujer en que se cubra la cabeza (a ese efecto ha traído no una pañoleta pero sí un suéter provisto de gorro).
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Echamos a andar escaleras arriba, pronto nos quedamos sin aire, varias veces estamos tentados a claudicar del esfuerzo titánico, pero nos ilusiona y nos mantiene en pie la promesa de una vista panorámica notable. (En efecto, lo será.) Henos ahí, discreta y momentáneamente adosados a un muro para recuperar el aliento, cuando de pronto escuchamos unas voces femeninas que se elevan y no precisamente en oración. “¡Puta madre! ¡Cuántos pinches escalones, carajo!”, es lo que profiere una, en nuestro mismo idioma y con nuestro mismo acento. “¡No mames! ¡Me cae que si logro llegar hasta arriba de esta madre les invito un chupe!”, responde su compañera.
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Eunice, que es sabia y generosa, ahoga una risita; yo, que tantas veces he contemplado asumir la identidad de Don Cucufato ahora que la ha jubilado Fernando Luján, no puedo sino arquear las cejas de puro horror. De pronto, mis ojos desorbitados se topan con otros, pertenecientes a una de las mexicanas en quejoso y bullanguero ascenso. Diré en su descargo que alguna autocrítica tiene la chica puesto que, no bien nos ve, ofrece una suerte de disculpa, pretendidamente cómica: “Seguro ya han de estar diciendo ustedes ‘¡Estas pinches mexicanas gritonas!’”. Cortés aunque tensísimo, le respondo que para nada, que cómo cree. (Lo que quisiera añadir, sin embargo, es que si no pienso eso —y mucho menos lo digo, y mucho menos en esos precisos términos— es porque, a diferencia de ella, a mí sí me educó bien mi mamá.)
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Es cuando la veo perderse escalones arriba, perchada sobre sus tenis Gucci y colgante de su hombro la bolsa de lona con el logotipo de nuestro mismo crucero, que llego a la conclusión de que la clase Turista no se lleva en el boleto ni en la cartera sino en el alma. (Nótese que he dicho en el alma y no en la nacionalidad; y es que, aunque éstas son mexicanas, este viaje me ha demostrado que el turista es —¡ay!— una plaga universal.)