viernes, agosto 21, 2009

El día y su frase 2

Si Dios existe y Jesús también, estoy seguro que también tienen otros nombres: Espacio y Tiempo, pues en contra de la voluntad humana son capaces de convertir a la belleza en incertidumbre; luego el viento se alía para ocultar toda huella, he ahí al Espíritu Santo.

jueves, agosto 20, 2009

¿Por qué novelas?-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión (20/08/09)

La mayoría los grandes libros de ficción cuentan intrigas de amor, muerte o amor y muerte. La muerte a veces es sólo simbólica y el amor puede ser desatado por ciertos emblemas, pero el fin de la intriga siempre es el mismo: grandes pasiones con finales trágicos. Todas las novelas siempre se tratan de lo mismo y por más que la lectura de cualquiera de estos libros pida siempre, como sintetizó Coleridge, un ejercicio de suspensión de la incredulidad, si el deseo de contemplar en detalle la caída de un personaje fuera el motivo principal para leer un libro, al terminarse el realismo se habrían terminado los lectores.
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Las novelas cuentan la organización de la vida interior en periodos específicos de tiempo, pero si fueran sólo eso estarían limitadas a material de investigación para antropólogos e historiadores. Los lectores de a pie no las comprarían. También está el argumento de la ejemplaridad cervantina, según el cual las novelas tendrían algo de ilustración ética sobre la situación de los valores en el tiempo en que la pieza fue escrita. Es cierto, pero también lo es que nadie lee novelas como parte de un proceso de edificación interior.
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La literatura pregunta sobre las convenciones morales del periodo en que fue escrita —las cuestiona, las tuerce, se ríe de ellas—, pero si tiene éxito es precisamente porque nunca dicta un programa de recomposición para la sociedad que la produjo. La novela, entonces, tampoco es un mecanismo de demostración sociológica.
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Lo curioso, en todo caso, es que mientras el arte de la novela está sujeto a una constante reflexión sobre sí mismo, en el sentido de que criticarla es siempre preguntarse por la pertinencia general de su existencia, como lectores de materiales literarios dispuestos en la página bajo la forma de lo que llamamos poesía, nunca nos hacemos esas preguntas.
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No tenemos problema, cuando nos ponemos a leer poemas, en reconocer que lo hacemos en busca de cierta sabiduría y cierta empatía, pero sobre todo por razones estéticas: nos gustan José Lezama Lima o César Vallejo porque nos conceden un placer plástico; porque decían cosas que intuimos como verdaderas de una forma que se atiene sólo a parámetros estéticos —orgánicos y originales—.
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Los poemas se siguen leyendo porque el hallazgo de cierto orden en la disposición del sonido de las palabras produce placer —el ritmo es la cocaína del lenguaje—; son artefactos concretos y medibles.
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En la poesía, la forma es un fenómeno transparente, cuantificable y accesible para todos los lectores disciplinados.
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Las novelas son sólo novelas y lo único que se puede medir en ellas es el número de páginas, pero creo —aunque ya nadie hable nunca de ello— que su goce al final es también solamente estético: las leemos para ver cómo fueron organizadas, como se podía contar esa historia que sí es moral y sí es ejemplar, que nos trae noticias trágicas de lo íntimo, pero, sobre todo, que no podría ser contada de otra forma que aquella en que lo fue.
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Gabriel García Márquez encontró una dicción, una sintáxis y un ritmo que empataban a la perfección con la historia de un pueblo onírico. Escribió Cien años de soledad. Lo mismo le pasó a Julio Cortázar con el París de los tempranos años 60 desde la perspectiva de un intelectual latinoamericano: Rayuela cuenta la historia de Oliveira, pero sobre todo se cuenta a sí misma; relata de la única forma en que se podía relatar exitosamente la vida copiosa y revuelta de su personaje principal.
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La historia que de verdad cuentan las novelas es la de cómo fueron contadas. Lo que lo que nos hace seguir leyéndolas es que suponen una organización sólo estética de nuestras teorías sobre el mundo. Son, como los poemas, artefactos plásticos; lo que pasa es que como además las historias que cuentan apelan a nuestras emociones, a nuestra política, a situaciones concretas en las que probablemente nos hayamos encontrado alguna vez, las leemos con menos distancia de la que le aplicamos a los poemas.

Los niños de La Raza

Diario Milenio-Puebla (20/08/09)
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Hace pocos días se dio a nivel nacional una escandalosa noticia: dos niños, de diez y trece años, fueron contagiados de VIH-Sida mediante una transfusión en el hospital La Raza.
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La nota apareció casi en todos los medios impresos y electrónicos. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos emitió una recomendación al director general del IMSS, Daniel Karam Toumeh, para que se investigue cómo y quién ordenó que se realizaran esas transfusiones en marzo y abril de 2008. Por lo pronto, quienes hayan sido los responsables han dañado ya para siempre el futuro de dos niños que nunca pensaron, ni ellos ni sus familiares, a qué se estaban exponiendo al recibir una transfusión sanguínea.
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A casi treinta años de haberse manifestado los primeros casos de contagio en humanos por VIH-Sida, me parece injustificable un descuido como éste. Se ha dicho que el contagio se dio por incorrectas acciones y omisiones de los servidores públicos. A treinta años de distancia, debiera suponerse que nadie se podría contagiar por este motivo cuando una transfusión de sangre debe ser algo sumamente controlado. Pero el caso se dio. Se ha pedido también que la institución de la que depende el hospital La Raza repare el daño a los niños y a sus familiares. ¿Cómo se podrá reparar un daño de ese tipo? Hasta el momento no hay aún responsables, no se sabe bien a bien quiénes ordenaron el tratamiento. Los niños que recibieron la transfusión son enfermos de anemia aplástica grave y leucemia aguda mieloblástica. Quizá para mucha gente el hecho pasó desapercibido, pero es algo que horroriza y que le puede suceder a cualquiera.
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En el programa matutino “Panorama informativo” que conduce Alejandro Cacho, el secretario de Salud federal declaró, ante la insistencia de un reportero, que los niños recibieron sangre de un donante portador del VIH-Sida cuyos estudios habían arrojado negativo, ya que estaba en "periodo ventana". “Eso fue lo que pasó,” dijo. ¿No se trata, pues, de un verdadero descuido?
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En el mismo comunicado de la CNDH se dice que se incumplió con lo dispuesto por la norma oficial, en donde se establece que todas las unidades de sangre o de sus componentes para fines de transfusión halogénica, deberán tener anotada en una etiqueta el resultado de pruebas de detección de enfermedades transmisibles.
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Yo ahora consigno el hecho porque no me imagino el futuro de esos dos niños, que bastante han luchado con su enfermedad como para haber adquirido un virus que representa, por desgracia todavía, un enorme estigma social.

El día y su frase 1

“A veces el transcurso del día te invita dejarlo todo, pero el abrazo o el esbozo de una tierna sonrisa del otro, te permiten querer llegar al siguiente día”
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Yo

miércoles, agosto 19, 2009

De frases y libros

La semana pasada Alberto Chimal estuvo en Puebla, fue un placer conocerlo. Platicando con él, le comenté que mi primer libro leído fue Macario de B. Traven, pero el que realmente me catapulto al mundo de la lectura fue Diablo Guardián de Xavier Velasco, hablamos del año 2003, como verán soy un lector joven y no me avergüenza, al contrario me enorgullece, pues gracias a Velasco llegué a Faulkner y otros más. El otro culpable, pero ya en planos más amistosos y educativos fue Pedro Ángel Palou, pues al tomar un curso que impartió en Casa del Escritor me vi obligado a leer a Kafka, Rulfo y más.
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Yo no soy de esos mamadores que dicen: de chico me chuté todo Verne o cosas así, es cierto no he leído mucho “clásico”, pero a mi cada libro me va llevando a otro. Así ha sido mi modo de leer y me gusta.
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Dada esta pequeña explicación, entremos a lo que truje. Aunque Macario fue el primer libro leído, Diablo Guardián es el correcto para iniciar este proyecto.
Aquí el fragmento o frase:

“El amor: qué cosa tan prohibida. No jugaba con los demás porque nadie entre los demás quería jugar con él, pero escribía cosas de amor (…) porque al amor no había forma de tocarlo si no así: escribiendo sobre él, encerrándose en soliloquios impensables en una escuela primaria para varones, donde todas las niñas son oficialmente detestadas, como no sea para fantasear con dedearles la pepita y enchufárselas”. (Velasco: pág. 25).
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Al leer este fragmento, supe inmediatamente que el escritor había pasado por un sistema educativo similar al mío: el lasallista. De esos extraños códigos, que sólo alguien que pasó por el mismo trauma lo entendería. Quizá otro vaso comunicante sería el siguiente aspecto: en esa época la escritura era un asunto lejano, pero tenía una manía extraña: cambiarle la letra a las canciones amorosas. Había canciones de grupos que me latían, pero no todo lo que decían o cómo lo decían, entonces quitaba una palabra y ponía otra, al terminar ese cortar y pegar, solía escribirle alguna dedicatoria, en esa época lo único próximo que tenía a una mujer, eran mis primas de edad cercana con las que jugaba de repente a esos divertimentos propios de las niñas de diez u once años, todo con tal de estar cercana a una. A la distancia, suena enfermizo, pero hasta cierto punto comprensible, espero.
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La afinidad con el escritor, me hizo lector. Pensar que había otro como yo, fue la clave para ver a la lectura como una mejor forma de vivir la vida. Y ahora que lo pienso bien, esa extraña soledad me hizo acercarme a este mundo, pues nunca tuve un hermano con el cual jugar.

Dos avisos, dos

Hoy nacen dos nuevas formas de perder el tiempo y seguir llenando de texto mi blog. La primera consiste en estar compartiendo algunas frases de ciertos libros que me han marcado y explicar el por qué de la frase seleccionada.
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Al regresar Carmen, la bitácora -en honor a ella-, que duró dos meses y seis días pasa a mejor vida y damos paso a otra cosa, no es precisamente una bitácora, pero sí buscar una frase o crear alguna que sea capaz de definir el día a día.

"De encuentros y partidas"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 19/08/09)

A Carmen, porque tu regreso hará nuevamente bella a Puebla
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Fabio Morábito nos entrega su primera novela: “Emilio, los chistes y la muerte” (Anagrama, 2009). Novela que pasó por un proceso largo, pues antes de escribirla se dedicó al cuento, el ensayo y la poesía, destacando libros como “Lotes baldíos” (Premio Carlos Pellicer) y “De lunes todos los años” (Premio Aguascalientes), además tradujo al reconocido poeta: Eugenio Montale.
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“Emilio, los chistes y la muerte” se divide en tres partes y consta de ciento sesenta y seis páginas que cuentan la historia de un niño de doce años: Emilio que, aún gozando de la inocencia propia de un infante, ya conoce el significado del divorcio y la soledad. También se presenta la historia de Eurídice, una masajista que perdió a su hijo de doce años. Ambos cruzarán sus caminos en un cementerio viejo de la ciudad, casi derruido por no decir olvidado. Eurídice carga un duelo y tiene ganas de borrar el tiempo y la memoria; todo esto mientras Emilio tiene una extraña capacidad memorística que consiste en grabarse todos los nombres que ve en el cementerio.
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La vida, el destino, la suerte o las coincidencias hacen que estos dos personajes al ver que tienen un vaso comunicante -la soledad-, opten por buscarse. Ella encuentra en él al hijo que perdió y él haya a su primera amiga. El humano actúa según las circunstancias se lo permiten, por eso no es de extrañarse que estos personajes actúen como lo hacen: Emilio a punto de entrar a la adolescencia y lo que ello implica en el ámbito de la sexualidad; por otro lado Eurídice tiene mucho amor que dar, pues con la muerte de su hijo se encuentra vacía, incompleta.
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Ambos podrán saciar sus inquietudes y necesidades de forma clandestina en el único lugar que comparten y que por ende los une: el cementerio. Sin quererlo, la decisión que han tomado marcará sus acciones venideras. Y no es raro que el cementerio sea el escenario principal, pues con los muertos se van las verdades absolutas y quedan los recuerdos que alargan la vida, al mismo tiempo que manipulan la verdad; maniobras propias de la memoria.
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Fabio Morábito relata esta historia con una fluidez sorprendente, la cual sin duda es producto de sus años de trabajo en el género de la poesía. En “Emilio, los chistes y la muerte” el escritor invita a sus posibles lectores a reflexionar sobre la imposibilidad de ver al otro. Y creo, lo logra. Pues en el mundo real uno va deambulando sin saber exactamente qué lo une con el otro. Juan Carlos Canales, poeta tremendo y amigo, al hablar de las relaciones humanas, sobre todo las amorosas, comenta que cuando se logra descifrar por qué se encuentra con esa persona, la relación se acaba, ya que el misterio es lo que mantiene la unión. Así los personajes de la novela de Morábito: cruzan sus caminos sin entender exactamente por qué, pero al momento en que logran tener un pequeño ápice de luz, huyen sin dejar aviso alguno, aunque también suelen regresar por simple comodidad o miedo.

martes, agosto 18, 2009

Irrevocable

Diario Milenio-México (18/08/09)
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Para Pepe Vázquez y Matías de Hoyos, tijuarisinos
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Vi el gesto por primera vez una clara tarde de septiembre, estoy segura de ese dato. Tenía ya buen rato caminando cuando la calle me ofreció una disyuntiva: moverme un poco hacia la derecha para iniciar el acenso del puente o deslizarme un poco hacia la izquierda para introducirme en la boca de un túnel. Como sabía perfectamente a dónde iba —un parque de pequeños eucaliptos donde me esperaban ya a esa hora algunos amigos— avancé hacia arriba con una decisión tan firme que, más que una decisión, dio la apariencia de ser un movimiento “natural”. Que la selección de vía fue todo menos “natural” quedó claro cuando no pude evitar asomarme a lo que había quedado atrás o, con mayor precisión, a un lado, abajo: la apertura del túnel, la oscuridad ostentosa de su hueco, la superficie compacta de sus anchos muros. Grafiti sobre todo ello. Fue entonces que lo vi. Nunca supe a ciencia cierta qué hacía el hombre frente a la pared pero, juzgando por la manera en que elevó la vista y se detuvo en seco, asumí que se trataba de algo ilegal o, cuando menos, inesperado. Bajé la vista porque él hizo lo mismo, arrepentida en el acto de haber visto algo que no lograba identificar y, sin cambiar la velocidad de los pasos, seguí en dirección a mi destino. La irrupción del gesto no había tomado más de un par de segundos. Acaso menos.
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—De seguro estaba orinando —dijo uno de los convidados a la reunión del parque cuando les conté lo acontecido. Negué con la cabeza sin mucho ánimo, pero en lugar de describir el movimiento de los ojos, en lugar de convidarlos a entrar en algo que parecía una lechosa culpa o un desasosiego nebuloso, tomé un trozo de queso y me dispuse a masticarlo. Hay cosas, estoy convencida de eso incluso ahora, intransferibles. Muchas de ellas son, por naturaleza, inexplicables.
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—Pudo haber estado haciendo un agujero en la pared —mencionó otro a la distraída momentos después—, pero ¿para qué?
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La pregunta parecía dirigirse al cielo tan azul; al sol, que caía; a las ramas que oscilaban con gracia bajo el embate de un viento más bien sereno y suave. No quise decirle a nadie que esa era la pregunta que me hacía. Acaso alguien pensó en la palabra dinamita esa noche, ya en su camino a casa. Tal vez otro imaginó billetes enrollados o joyas pequeñísimas.
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¿Cómo recuerda uno ciertas cosas y olvida otras? Esa es otra interrogante que carece de respuestas. Lo cierto es que de entre todas las cosas que acontecieron esa tarde e, incluso, en ese viaje, sólo conservé lúcido y claro el recuerdo de esa mirada que me obligó a hacerme preguntas imposibles. ¿Qué actividad había interrumpido mi paso por la acera? ¿De qué culpa o de qué marasmo había casi ascendido su mirada para volver a caer otra vez? ¿Cómo fue que me atreví a dejarlo solo con todo aquello? Luego, como tantos otros motivos, terminó diluyéndose entre las cuestiones prácticas de la vida cotidiana y otros recuerdos más comprensibles o más entrañables. En todo caso, lo había olvidado por completo cuando el azar me llevó de regreso a la ciudad del parque.
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Caminé por la ciudad con cierta regularidad mientras cumplía compromisos de trabajo. Los huesos siempre lo agradecen; los pies, que se desentumen; las piernas que, con el paso de las horas, parecen otra vez ágiles o firmes. Caminé porque la mente, así, descansa. Puse tanta atención en el mobiliario citadino —los candiles públicos, la herrería protectora de raíces y troncos, las bancas— como en los escaparates del comercio. Observé, como siempre, los cuerpos y los rostros de los transeúntes con quienes compartía una ciudad a todas luces ajena. Llegué a aburrirme, incluso, pero no a cansarme de colocar un pie delante del otro para saber si podía hacerlo todavía. Si aguantaría un poco más. Cuando el camino me ofreció la disyuntiva entre iniciar el ascenso del puente o introducirme por la boca del túnel, esta vez elegí deslizarme un poco hacia la izquierda con una naturalidad que casi parecía una decisión firme o, en todo caso, irrevocable.
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—Aquí fue —dije en voz alta, tocando la superficie de la piedra. Bajo las yemas de los dedos, entre el inicio y el final de una palabra pintarrajeada con aerosol, había una pequeña grieta. Con la uña del dedo índice intenté escarbar entre la superficie que no era, como la había imaginado, compacta, sino más bien húmeda y arenosa detrás de una ligera capa de cemento. No lo conseguí, por supuesto. Entonces hurgué en mi bolso hasta encontrar las tijerillas que algunas veces utilizaba en el arreglo de las uñas. Introduje sus puntas curvas y filosas en la fisura que, pronto, fue cediendo. Todo estaba asombrosamente callado en el túnel: hacia mi izquierda se extendía un color negro que no me dejaba siquiera imaginar la mítica luz del final y, hacia la derecha, estaba la boca abierta hacia la ciudad. Desde arriba llegaban ecos de los pasos de aquellos que se dirigían con toda seguridad al parque. Yo seguí en mi tarea con una concentración de la que sólo soy capaz a veces. Pero no tardé mucho en dar con la orilla del papel enrollado, y tardé todavía menos en extraerlo con la ayuda de la pinza con la que le doy forma a mis cejas.
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¿Cuántos años habían pasado entre un encuentro y otro? Hay preguntas para las que cualquier respuesta es incorrecta. Desenrrollé con cuidado pero también con ansiedad el pedazo de papel y, cuando finalmente fui capaz de leerlo, alcé la vista. Un hombre ascendía en su camino hacia el parque y yo estaba ahí, con el mensaje en la mano. AUXILIUM. Eso era todo lo que decía en una letra uniforme y, si cabe colegir esas cosas, serena. Salí corriendo, por supuesto. Salí corriendo hacia la oscuridad. Supuse que me tomaría otros tantos años, tal vez siglos enteros, llegar a saber de qué lado del muro estaba el escritor de ese mensaje. Supuse que, si corría lo suficiente bajo el amparo de la oscuridad, de verdad lo sabría.

lunes, agosto 17, 2009

Silencio, manda la ley

Diario Milenio-México (17/08/09)
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1 Para mandar y mandar
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“Se prohíbe la publicación y divulgación de impresos y otras formas de comunicación social que produzcan terror en los niños, inciten al odio, a la agresividad, la indisciplina, deformen el lenguaje y atenten contra los sanos valores del pueblo, la moral y las buenas costumbres, la salud mental y física de la población; en caso de infracción de éstos, los órganos rectores en materia de educación solicitarán a la autoridad correspondiente la suspensión inmediata de las actividades o publicaciones de que se trate, sin perjuicio de la aplicación de las sanciones contenidas en el ordenamiento jurídico.”
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Me he tomado la libertad —condenable, ojalá— de dejar en suspenso un par de términos del párrafo anterior, ambos correspondientes a la nacionalidad del pueblo en cuestión, de modo que que al leerlo y releerlo —vale la pena: es una gema del humor involuntario— cada cual se imagine sometido de pronto a sus rigores. Observemos de cerca, para empezar, la delicada redacción de cuartel que engalana sus líneas rigurosas y recuerda otras joyas del autoritarismo, como aquella sentencia que rezaba: “El que manda, manda, y si se equivoca, vuelve a mandar”. Ordenamientos en apariencia sin sentido que más de uno confundirá con despropósitos, cuando lo único claro es que no admiten más propósito que el propio, ni dan lugar a réplica posible, pues ya se infiere que el solo acto de cuestionarlos supone el riesgo de infringir sus órdenes y ser objeto pronto de coerción.
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Ahora bien, para ser perseguido por una ley así no es preciso siquiera cuestionar nada, pues ya su ambigüedad abre portones amplios a la temible autoridad correspondiente, desde el momento en que nos habla de “otras formas de comunicación social”. Si a uno, por ejemplo, le diera por decir lo que piensa en voz alta y hubiese por ahí un miembro del citado pueblo, no sería difícil que algún representante de la autoridad, celoso de los sanos valores de marras, se aprestara a suspender inmediatamente sus actividades. Es decir, a callarle la boca. Y eso para empezar, pues ya la ley alude a sanciones ulteriores.
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2 Aniñando al rebaño
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Observemos ahora la primera de las infracciones mencionadas. Los autores del párrafo prohibicionista comienzan alertando contra todo aquello que sea susceptible de asustar a los niños. La obra entera de Poe, Lovecraft y centenares de cocos afines quedaría proscrita, junto a una infinidad de cuadros, esculturas y murales susceptibles de perturbar el sueño de los pequeños. ¿Cómo saber qué tantas impresiones son susceptibles de espeluznar a un niño de cuatro años, por ejemplo? A juzgar por el celo de los redactores, debemos asumir que todo eso lo entenderá la sabia autoridad correspondiente, que asimismo tendrá el olfato necesario para diferenciar qué palabras o imágenes incitan al odio, la agresividad o la indisciplina, en cualquiera de sus sentidos posibles. Imaginemos el caudal de conocimientos de los que sin lugar a dudas dispondrá la autoridad correspondiente para que su criterio haga honor a la ley, así como la inmensa sensatez precisa para la titánica tarea. Pues no cualquiera puede velar con celo y justicia por los sanos valores, la moral, las buenas costumbres y la salud mental y física de millones de ciudadanos, que en un descuido pueden quedar expuestos a un atentado por parte de los enemigos del pueblo.
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Por fortuna, la autoridad correspondiente no está sola, pues para ello cuenta con los órganos rectores en materia de educación, que como es de esperarse son sensibles y celosos en estos asuntos, y con seguridad detectan y corrigen hasta la mínima deformación del lenguaje. Pedagógicamente, la idea es que los profesores no se limiten a adoctrinar a sus estudiantes, sino además actúen como gendarmes para que en lo futuro todo miembro del pueblo pueda expresarse con la elegancia propia de quienes redactaron las invaluables líneas de la ley aludida. ¡He ahí, ciudadanos, la expresión de un lenguaje indeformable que no asusta a los niños, ni los malacostumbra ni los incita a portarse mal o siquiera pensar lo que no deben! No es por tanto casual que el parrafillo empiece por los niños, si su ímpetu mandón parte de ver en cada ciudadano a un menor de edad susceptible de ser enmendado. Sólo la autoridad correspondiente se asume con derecho a cumplir dieciocho años.
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3 A callar todo el mundo
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Si nos ponemos en el lugar de la autoridad correspondiente, veremos que aplicar una ley inaplicable no es en realidad un problema, sino una prerrogativa para inquisidores, fiscales y gendarmes, ya que al cabo es tan amplia y elástica que cualquiera puede haberla infringido, de modo que en principio todo el mundo es culpable. Cada uno, por tanto, deberá hacer un rígido examen de conciencia cada vez que se exprese en sociedad, más todavía si lo hace por escrito, pues hasta la más leve de las interjecciones o la más inocente interrogación es susceptible de saltarse las bardas y caer en los pérfidos terrenos de la ilegalidad. Si va uno a expresar algo, lo que sea, más le vale que actúe con la cautela propia de los alumnos de una rígida escuela correccional donde no sería grave, ni raro ni notorio recibir un severo castigo sin razón de por medio. ¿O es que acaso una ley irracional necesita razones para aplicarse con todo rigor?
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No acabaría uno de contar la cantidad de gorilatos que nada más en la historia de Latinoamérica se han dado a promulgar leyes como la aquí reproducida. Tiranías miedosas que recurren a ordenamientos imbéciles, para que nadie dude que la inteligencia en nada va a ayudar a contrarrestarlos. La inteligencia, así, es el peor enemigo del ciudadano, allí donde el poder impone astutamente la primacía de la estupidez. Quienes solíamos ver tras estas leyezuelas al fantasma de la ultraderecha setentera, hoy vemos con horror que sus nuevos autores hablan de “socialismo del siglo XXI”. Un igualitarismo de cuartel donde el que manda siempre vuelve a mandar y espera nada menos que total obediencia de un rebaño de niños forzados al que apoda pueblo venezolano. Nada nuevo, al final. Boinas rojas, casacas verdes y el celo paternal de alguna autoridad correspondiente.