jueves, julio 30, 2009

Cien poemas para hablar con Dios en español

Diario Milenio-Puebla (30/07/09)
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Me ha llegado en días pasados un libro que recientemente ha editado el gobierno del estado de Jalisco (Cien poemas para hablar con Dios en español) Antología de poesía religiosa, una investigación y selección del poeta Raúl Bañuelos, José Brú y Dante Medina.
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Como bien se sabe, la poesía mística tiene una gran tradición en las letras del mundo. Una de sus primeras manifestaciones se halla en la literatura medieval dentro de lo que se conoció (y se conoce) como hagiografías, la vida de los santos narrada literariamente.
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Coincide esta lectura de la investigación de Bañuelos, et al, con otra más que ahora tengo el gusto de leer de José Luis Camacho, quien ha realizado una tesis sobre el poeta español Fernando Rielo: “un representante de la mística hispánica contemporánea”.
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Ahí, en la tesis que defiende Camacho, escribe que es muy difícil, después del movimiento que Europa conoció como Romanticismo, seguirle la pista a los poetas místicos, porque había una especie de ruptura entre el pensamiento social de la época y lo que se estaba escribiendo. Es verdad. Sin embargo, el mismo autor de la tesis hace referencia a algunos poetas (como Merton, Bécquer o Concha Urquiza) cuya obra se ha abocado a la poesía mística concibiéndola como un estado de conciencia único y de experiencia trascendental. Es el equivalente a lo que la Edad Media conoció como “los poetas trovadores de Dios” o “los escritores que lograron hablar con Dios”.
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Sin duda lo que leo ahora en este libro coordinado por Raúl Bañuelos, Cien poemas para hablar con Dios en español, es el resultado de la influencia que todos los poetas aquí reunidos han retomado de la gran tradición.
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Permitiéndome una ligera libertad, voy a citar un párrafo que extraigo de la tesis de Camacho para ilustrar esa influencia no sólo en Rielo, sino quizá en todos los poetas que antóloga Bañuelos, Brú y Dante. Las palabras son del propio Fernando Rielo: “Yo recuerdo que siempre recitaba de memoria a Bécquer. Fue ése el poeta que me conmovió.” Bécquer, aunque no directamente y desde el Romanticismo, también es un poeta místico.
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En la antología de los investigadores de Cien poemas para hablar con Dios en español hay voces importantísimas: Ramón López Velarde, Elías Nandino, Leopoldo Lugones, Miguel de Unamuno, Fray Luis de León, Eliseo Diego, Ernesto Cardenal, Octavio Paz, Vicente Aleixandre o Pedro Garfias.
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Remato esta nota con parte de los versos del soneto incluido de Xavier Villaurrutia: “Este miedo de verte cara a cara,/ de oír el timbre de tu voz radiante/ y de aspirar la emanación fragante/ de tu cuerpo intangible, nos separa”.
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Cien poemas para hablar con Dios en español, una antología de consulta necesaria.

miércoles, julio 29, 2009

"Y volver, volver..."-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla-29/07/09)

Luis Sepúlveda, escritor de origen chileno, ha entregado a los lectores su más reciente novela “La sombra de lo que fuimos” con la que obtuvo el Premio Primavera de Novela 2009 y es publicada bajo el sello Espasa.
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“La sombra de lo que fuimos” empieza narrando la reunión de tres viejos revolucionarios que se da treinta y cinco años de su última tertulia. El que convoca: Pedro Nolasco; el punto de reunión: un almacén de Santiago de Chile. Pero camino al lugar de encuentro Nolasco se topa con un tocadiscos que ha sido lanzado desde alguna ventana, impidiendo así su presencia en la cita. Sin embargo, los amigos que se re-encuentran no son los mismos de antes, a pesar de ello y en ausencia de su ahora difunto amigo, deciden apropiarse uno de sus preceptos: ¿Qué, nos la jugamos?, el cual será su punto de lanza para vivir una que otra peripecia.
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Una novela que goza de un ritmo agradable y una perfecta construcción narrativa, lo que habla de la calidad del autor y la dedicación que tuvo a la hora de escribir dicha obra. Algo que todo lector agradecerá.
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“La sombra de lo fuimos” se inscribe en lo que algunos osan llamar: educación sentimental –que debe su nombre a “La educación sentimental”, novela de Flaubert-, o lo que Lukács llamó “novela psicológica de la desilusión”. Aquí algunos de los preceptos de Lukács que me parecen dignos de destacar, pues se hayan dentro de la novela de Sepúlveda: 1) su visión se fija en la Historia, como una nostalgia del pasado. Lo que indica que además, hay un reconocimiento de la función del tiempo en la novela; 2) la novela es la biografía de la nostalgia, es la expresión de la ambivalencia del hombre como sujeto, escindido entre el mal y los valores, entre la historia y la utopía; entre otros y así es como el lector debe entenderla, creo, al enfrentarse con esta novela.
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Sin los puntos, arriba señalados, no podía explicarse su excesiva carga de regionalismos.
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“La sombra de lo que fuimos” es una novela de fácil lectura y dejará al lector con un buen sabor de boca si se toma en cuenta la inscripción literaria ya comentada, de otra forma, podría parecer una novela plagada de sentimentalismo, cuyo único propósito es seguir escribiendo sobre las afectaciones generadas por la dictadura de Pinochet a una generación que para conservar la vida tuvo que huir despavoridamente de su tierra natal, perdiendo una vida y entregándose a otra plagada de recuerdos y de muchas ganas por volver a lo que un día fue.

martes, julio 28, 2009

Película como Aleph

Diario Milenio-México (28/07/09)
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En una de las escenas de Los Cuatro Amigos, una película dirigida por Arthur Penn en 1981, el inmigrante yugoeslavo Daniel Prozor le promete a Louis Carnahan, su compañero de dormitorio en Northwestern University, que el día en que el hombre llegara a la luna pensaría en él. Hacia el final de la película, justo después de haberse enredado en una pelea de bar, con vómito sobre el pecho del rival incluido, y descansando ya de la resaca en la casa que uno de sus mejores tres amigos comparte con una vietnamita, Danilo ve, efectivamente, las escenas que le dieron vuelta a los televisores del mundo: Neil Armstrong daba ese paso que era pequeño para el hombre, pero enorme para la humanidad. Entonces, fiel a su promesa, Danilo pronuncia el nombre del amigo y, porque va con su temperamento, ríe y llora al mismo tiempo.
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Que ciertos artefactos culturales tienen la virtud (o la desgracia, dependiendo del punto de vista) de crear extraños puentes con el momento en que aparecen o, como en el caso de esta cinta, con el momento en que vuelven a aparecer, me quedó claro cuando, por curiosidad, consulté el calendario después de ver esta escena: era, en efecto, un 20 de julio y, por el mundo entero aunque especialmente en Houston, se celebraba un aniversario más de la llegada del hombre a la luna.
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Vi la cinta de Penn, quien también dirigió Bonnie and Clyde así como Alice´s Restaurant, hace más años de los que quisiera admitir. Y, para demostrar una vez más que el cine no sólo ocurre en la pantalla, la memoria me permitió traer a colación el cine de barriada en el que me introduje entonces con los amigos entrañables de los que eventualmente me separó el fin de la adolescencia y el inicio de esa edad borrosa y amenazante que es la edad adulta. O semi adulta. O ya no adolescente en todo caso. Muy parecida a la trama de la película, el trío que entró al cine pagando a medias los boletos y con un aliento que traicionaba algunos días de desvelo y de fiesta, se debatía entonces contra los valores de la clase media y el aburrimiento que sentía ya pisándole los pies. El ruido inusitado de las cadenas. Justo como Georgia, la única mujer de ese cuarteto de amigos, el trío alzaba la voz contra toda clase de hegemonía, incluso la del amor, y se proponía cambiar el mundo o morir, de preferencia antes de los 30.
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Georgia, justo como Danilo, deja su barrio proletario en el este de Chicago; ella, para viajar por los Estados Unidos en su papel de hippie, y luego post-hippie, libertaria, y él para convertirse en el primer integrante de su familia en obtener un título universitario. A Tom, el tercer amigo, le toca ir a Vietnam; y a David, el judío, le corresponde hacerse cargo del negocio de la familia a una temprana edad. Que a Georgia le resulta natural amar a sus tres amigos lo demuestra el hecho de haberle ofrecido su virginidad a Danilo (quien caballerosamente la rechaza), para luego tener un hijo con Tom y terminar casándose con David. Todo eso antes de dejarlo todo atrás para treparse en un bocho rojo y descapotable que la llevará, junto con una nueva comuna de amigos, hasta Nueva York. Se trata, en efecto, del final de los años 60s. Y el fluir de las escenas parece indicar que todo terminará mal.
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A la película la encontré por azar, después de muchos años de no buscarla. Con el paso del tiempo me llegué a convencer de que o la había imaginado o era el producto de alguna alucinación más bien romántica. Todavía la tomé del anaquel pensando que se trataba de un alevoso, si no es que ridículo, error, y me preparé para la decepción con un tanto de palomitas. Bastó, por supuesto, revisar las primeras escenas para darme cuenta de que la película existía y de que, como algunos libros o ciertos momentos, se había quedado en algún lugar interno, en algún lugar muy hondo, bajo la llave tosca de la melancolía.
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Es recomendable, dicen algunos, leer un libro cuando el lector es más joven que los personajes y, luego, leerlo otra vez, cuando el lector ha rebasado ya la edad de los personajes. Nunca como con Los Cuatro Amigos he experimentado el vértigo que ocasiona el cambio radical del punto de vista que provoca el paso de los años. Poco sabía yo entonces, cuando tenía más o menos la edad de Danilo o de Georgia, acerca de lo qué venía después. Lo temía, como ellos; pero a diferencia de ellos, que alcanzarían su propio futuro en el contexto de, más o menos, dos horas, yo tendría que salir del cine y esperar años enteros para saber el desenlace. La vida real.
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Y los años, como se dice, pasaron. Salí del cine. Me despedí esa noche de mis amigos sobre una banqueta cuarteada y bajo un árbol que insisto en recordar como un árbol de jacarandas. Cada uno tomó un camino distinto para ir a su casa. Recordé el adiós, por supuesto, viendo la película. Y viéndola con absoluta incredulidad también vi los anuncios del futuro que, de manera obvia y sin embargo difícil de descifrar, me perdí entonces, en aquella edad. Me llamó mucho la atención, por ejemplo, la arrebatada identificación que establecí con el inmigrante que yo todavía no era, y que no tenía la menor idea de que iba a ser. Me tomó todavía algunos años dejar el país de origen y recorrer, como Danilo, la entrada en el nuevo. Tampoco sabía entonces, ahí, en las filas de atrás de un cine de barriada en la compañía tensa y romántica de los amigos salvajes, que con el paso de los años terminaría casándome con un yugoeslavo que, para colmo de males (o de bienes, dependiendo una vez más del punto de vista), terminó pareciéndose en demasía al joven actor —Craig Wasson— que le dio vida a un idealista y apasionado y temperamental Danilo Prozor. ¿Cómo iba a saber yo entonces que, justo como pasaba en la pantalla, alguna vez estaría yo inclinada sobre las tumbas de esos que habían llegado del viejo mundo y que no dudaron en cambiarse el apellido impronunciable, el Skvorc, por el que después heredaría, o no, a través de una ceremonia que en su desgarbo y en su alegría le habría agradado sin duda alguna a la rebelde de Georgia?
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Cabe la posibilidad, por supuesto, de que todo lo que cuento ahora sea real.

lunes, julio 27, 2009

Aviso importante.

He tomado una decisión importante que a muchos alegrará, a otros no les importará y a unos pocos les sorprenderá, quizá uno que otro intentará convencerme de lo contrario.
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Hoy me retiro de la escritura creativa, nunca he sido poeta, si acaso un intento. Por eso mejor me aparto. Me concentraré en mi columna, en leer mucho y en la vida, la maldita vida.

La columna ante el espejo

Diario Milenio-México (27/07/09)
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1 Antípodas ortopedias
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Es verdad que escribimos y leemos extravagancias con el fin de llevar una doble vida. Vivir una ficción es método eficaz para hacer que la vida se parezca a la vida, tal como uno quisiera imaginársela. Complicada, de pronto, porque sí. Difícil, por qué no. Tortuosa incluso, si para eso es ficción y trae paracaídas. Hay quienes se preguntan cuál es el objeto de asistir a relatos extravagantes, acaso porque se han enviciado tanto de realidad que ya empezaron a creer en ella, que es la madre de todas las extravagancias. No vayamos más lejos, ahora mismo acometo el párrafo presente como quien se aventura a desplazarse por tierras pantanosas. Leer un periódico, y aún más escribir para él, es el modo que algunos habitantes regulares de la ficción tenemos de hacer tierra. Una experiencia no siempre placentera, toda vez que la realidad acostumbra malvenir a sus prófugos con una salva de choques eléctricos que rara vez son causa de alegría. Para mayor desgracia, la realidad resulta un requisito para poder gozar de la ficción. Sin ella, no habría nada por enderezar.
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Hace algunas semanas que un novelista amigo me hablaba de la contaminación inversa. Esto es, cuando la realidad se mete en la ficción de un modo tan grosero e impertinente que logra desvirtuar su cometido y la vuelve irritante como un infomercial. Pocos quieren perderse en la clase de ficciones cuyo autor necesita opinar sobre todo, por encima de la historia que cuenta. El narrador se torna ciudadano y ya le da por confundir la página con púlpito. Nada que no le pueda ocurrir a cualquiera que viva atribulado por los golpes de la realidad y se niegue a callar la rabia resultante. Ahora bien, la ficción qué culpa tiene. Cuando un novelista es también columnista, queda comprometido a aterrizar regularmente en la realidad; así sea para luego sacarle la vuelta, los ojos o la lengua. Y hay que hacerlo con saña, además, si al cabo lo que uno hace, su oficio principal, consiste en corregir lo incorregible y darle un orden a lo inconmensurable. ¿Esperan que al bajar al limitado mundo de lo posible lo haga uno con la sonrisa puesta?
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2 Terapia de combate
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Tampoco es que me queje, si pasa lo contrario. Saber que cuando menos un día a la semana —el domingo, en mi caso, se diría que religiosamente— puede uno invadir la realidad cuchillo en mano, aunque tal vez no logre ni rasguñarla, es aferrarse a un equilibrio precario en apariencia, de hierro en realidad. Pasarla bomba, en términos periodísticos. ¿Qué sería de la literatura si no tuviera vicios como el de hurgar con morbo en el periodismo? Igual que el periodista, el ficcionante anda en busca de sangre fresca y caliente, aunque no todo quepa en la ficción. De repente es preciso dar la cara a la realidad en sus propios terrenos, y en lo posible darse a abofetearla. Si no, como quien dice, a qué vino uno. Pero la realidad es animal cobarde y traicionero. Imposible saber si lo que uno quería que fuese bofetada terminará cumpliendo el papel de caricia.
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Se escribe una columna periodística con el cuchillo en alto y los sentidos en alerta máxima, pues apenas hay tiempo para arrepentirse. Quiere uno disminuir las probabilidades de meter una pata —beneficiosas para la novela,donde se tiene tiempo y espacio ilimitados, pero letales en el periodismo— aunque sabe que ni la más extrema precaución garantiza la ausencia de tropiezos mayores, como cualquier día de estos despertarse diciendo lo contrario de lo que se quería decir. Sucede incluso en medio de un idilio, cuando está uno seguro de que todo lo sabe; cómo no iba a pasar en la escritura, donde no hay más maestro que el error. Fatalmente, para casos como estos hay una ley de Murphy según la cual sólo el error más grande consigue llegar vivo a las rotativas, de modo que uno se lo topa por fin en la página impresa, cuando sabrá el demonio cuántos enterados ya lo habrán atrapado con los dedos en la puerta. “Habrá quien lo celebre”, se dice uno, abatido por el autodesprecio narcisista que la ocasión exige. No pocos ficcionantes, por lo tanto, vemos a la columna periodística como una suerte de terapia draconiana cuyo fantasma nos persigue la semana entera; sin la cual, nos tememos, dejaríamos en desuso al reloj y la brújula: pérdidas catastróficas para un novelista.
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3 Bipartición fecunda
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La profesión se va comiendo al individuo. A medida que el juego se desarrolla, su costumbre no sólo gana peso sino asimismo profundidad. Se ejerce ya no sólo en soledad, herramientas en mano, sino en todo lugar, con o sin compañía. Hay apenas escasas oportunidades de reparar en asuntos ajenos a la obsesión reinante. Inclusive el amor, fuerza inconmensurable, agacha la cabeza ante el empuje monomaniático de un deforme profesional. En el caso de la escritura, se vive a veces, si no todas las veces, sólo para buscar el alimento de los monstruos que mantiene. Una novela, un blog, un guión o una columna periodística suelen ser adefesios celosos y voraces. Uno mismo los mira intercambiar mordidas a la hora de expropiar trozos de realidad y llevarlos a sendas madrigueras.
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Poco descanso queda entre tanto trajín, pero es que no quiere uno descansar. Alimentar al propio tiempo a dos o más proyectos en esencia distintos y excluyentes no es propiamente oficio de locos, pero así lo parece y de eso se trata. Si la ficción no es más que el territorio de la ilusión, la realidad lo es del desengaño. El heroísmo de ciertas profesiones —el periodismo entre ellas— consiste en condenarse a nunca más vivir fuera de los dominios del desengaño. Por lo pronto, es domingo y termina la columna. Es decir que ya es lunes y no hay marcha atrás. A diferencia del resto del mundo, la columna está lista. Me queda la impresión más bien literaria de que tengo control sobre un pequeño trozo del destino. Suspiro, como al fin de una noche de pasión con la mujer equívoca. Me consuelo pensando que lo demás del mundo no está mejor y todo necesita corrección. Ante la intransigencia de la realidad, la doble vida elige ir adelante.