jueves, julio 09, 2009

¿Plagio o intertextualidad?

Diario Milenio-Puebla (09/06/09)
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Escribe el poeta Alejandro Aura en Volver a casa, Premio Aguascalientes 1973, que “por encargo del Rey/ se informa/ a los que componen cantos/ que a partir de ahora/ lo que se llamó plagio/ pierde su carácter de delito/ y se autoriza su práctica/ desmedida/ a fin de que en la tierra/ vuelva a florecer/ el canto colectivo”. Se trata de un poema llamado “Intermedio anímico”.
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El poema de Aura lo cito porque el jueves anterior se presentó en Puebla, en la librería Profética, el poemario de Javier Sicilia Tríptico del desierto (Premio Poesía Aguascalientes 2009), en medio de lo que muchos interpretaron como una acusación de plagio por parte del crítico Evodio Escalante y publicado en "Laberinto", suplemento cultural de Milenio.
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El poema de Aura celebra que las canciones pudieran ser de todos. El libro de Javier Sicilia es, digámoslo así, un tanto tramposo.
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En una entrevista radiofónica, Sicilia se defiende de la acusación de Escalante y recurre al recurso de la intertextualidad.
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Helena Beristáin, en su clásico Diccionario de retórica y poética, define a la intertextualidad que ésta se da en la relación del texto analizado y otros textos leídos o escuchados. Así, un texto puede ser un collage de otros textos pero, lo subraya bien Beristáin, los textos evocados deben ir entre comillas o cursivas o como plagios (Kristeva).
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Lo anterior hace escribir a Daniel Saldaña París que las comillas son una especie en extinción.
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Transcribo parte del texto de Daniel Saldaña: "El crítico Evodio Escalante ha hecho bien en llamar la atención de la comunidad literaria hacia un fenómeno inquietante, escandaloso: las comillas están desapareciendo.
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"Esos signos menores, que sobreviven mal colocados en los carteles de las fondas (Favor de cerrar la puerta al salir. ‘Atentamente’, ‘la administración’. ‘Gracias’), aparecen cada vez menos donde tendrían que estar: en los libros de poesía.
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Muestra de ello es el galardonado Tríptico del desierto, de Javier Sicilia (…) Escalante olvida en su fervor, que el mismo Eliot, por quien voluntaria y voluntariosamente aboga en la corte de la originalidad, atentó contra las comillas en no pocas ocasiones, plagiando descaradamente o modificando apenas algunos fragmentos de la Biblia, de Shakespeare, de John Donne y de muchos otros, sin tomarse la molestia de indicar sus fuentes."
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¿Esto último justifica entonces el plagio o la intertextualidad, provenga de donde provenga? No lo creo. Si, como lo ha dicho Javier Sicilia, él trabaja su poesía con el recurso de la intertextualidad, estaríamos de acuerdo, muy de acuerdo con él, siempre y cuando, en efecto, usara las comillas o las itálicas, que para algo deben funcionar.

miércoles, julio 08, 2009

"Un monumento a Krauze"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 08/07/09)

A Carmen, porque las calles Puebla también te extrañan.
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En el año 2007 las grandes editoriales: Fondo de Cultura Económica y Tusquets se reunieron para organizar un homenaje al historiador, promotor cultural y crítico: Enrique Krauze, con motivo de sus sesenta años de vida. A ese homenaje asistieron sus amigos y colegas del camino: Sabina Berman, Roger Bartra, José de la Colina, Gabriel Zaid, Christopher Domínguez Michael, José Woldenberg, Hugo Hiriart, Mario Vargas Llosa, Miguel Ángel Granados Chapa, entre otros más.
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Lo expresado en ese homenaje, ahora, ha sido publicado por las mismas editoriales que se encargaron de organizar el evento y los textos fueron recopilados por Fernando García Ramírez en una antología que atinadamente se llama: “El temple liberal. Acercamiento a la obra de Enrique Krauze”.
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Para los que no pudimos asistir al homenaje, esta publicación debe agradecerse, pues más que una reunión de textos que se erigen como un monumento de bronce o de piedra -de esos que se levantan en todo México para recordar a aquellos héroes que han forjado patria, por cierto, liberales todos en su mayoría-, es un estudio crítico a la aportación de Krauze en el México actual. Los textos hacen una interesante revisión por las facetas más importantes de Krauze: historiador, empresario cultural, crítico, observador político y, por si faltará más, la parte humana ya como amigo, ya como padre. Hay textos que, quizá, puedan estar cargados de excesivas flores, otros más se comportan neutramente y se enfocan a analizar un libro en particular o una fase krauziana. Pero ningún texto está fuera de lugar.
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La figura de Krauze está envuelta en mucha polémica, debido a su acaparamiento en la opinión pública nacional y a ese emporio cultural que nació gracias al foro que le brinda Televisa, pero sin Clío muchos mexicanos no tendrían una mínima idea de la Historia de su país y muchos escritores no hubieran tenido tanta voz y difusión si no es de la mano de “Letras Libres” (herencia de la “Plural” y “Vuelta” de Octavio Paz).
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“El temple liberal” es un libro que ofrece al lector una serie de ideas sólidas para considerar, desde ya, a Krauze como una de las personalidades más representativas de la cultura en la historia nacional.
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La publicación de libros que celebren la vida y obra de algún autor en particular es una tradición literaria que vale la pena continuar porque es una forma de fomentar el debate, hoy tan descuidado y en algunos casos estropeado.
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No hay mejor forma de homenajear a un personaje del tamaño de Krauze que esta.

La claridad de los libros oscuros

Diario Milenio-México (07/07/09)
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Leí por primera vez El Quijote hace muchos años, en una de esas versiones abreviadas, con frecuencia acompañadas de ilustraciones de dudosa calidad, que se anuncian como productos especialmente diseñados para niños. La premisa detrás de estos libros delgadísimos es que los niños, aunque en realidad se refieren a todo mundo, evitan por naturaleza internarse en mundos complejos y profundos, prefiriendo el resguardo de lo familiar y lo breve y lo explicado. Los niños, dice esa premisa, son, por naturaleza, lectores de best sellers. Así las cosas, ese Quijote diluido y abreviado, amén de generosa y atrozmente ilustrado por manos que hacen bien en permanecer anónimas, dejó poca huella en mi memoria de lectora.
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Leí, luego, secciones de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha en la secundaria y ya bastantes capítulos enteros en la preparatoria, pero siempre con ese temor de quien se aproxima a un templo o, peor, como quien toca letras en braille sin ser ciego. Temía no ser capaz. Albergaba la noción de que, para abrir esas páginas, se necesitaba algo más. Una Gran Obra de la Literatura Universal se abría ante mí con las mayúsculas del caso y, en reacción automática, yo cerraba los ojos aún antes de que sobre mí cayera la iluminación adscrita a sus letras. Sabía, como se saben esas cosas, nomás así, de saberlas, que había que leerlo completo y bien, pero en realidad no lo volví a tomar otra vez sino hasta los años universitarios.
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A medida que lograba convencerme, no sin cientos de batallas internas, de que esa extraña ocupación que devoraba mis horas —escribir— iba a ser algo permanente, también me convencía de que, si iba a continuar haciendo lo que hacía —escribir—tenía que internarme por los caminos de la Mancha con cuidado y con seriedad. De esa lectura que fue, en efecto, seria y cuidadosa, tampoco logré conservar grandes recuerdos. Recuerdo, eso sí, que abría la edición de Alianza Editorial, que, por cierto, un amigo mío había logrado expropiar de las garras del capitalismo en alguna librería del sur de una gran ciudad capital, con una gravedad que ahora me resulta cómica, por no decir ridícula. Iba por los caminos de la Mancha como quien va o hacia la guillotina o hacia la calistenia. Me trepaba sobre el lomo del rocín aquel como si tuviera una deuda que pagar. Tanto me habían dicho que los libros importantes eran difíciles y que los libros difíciles eran oscuros, que al paso de los años terminé por creerles. Y me convertí, por fortuna sólo por un tiempo breve, en una lectora más bien timorata, preocupada continuamente por “entender” el texto o por “captar” la intención o el mensaje del autor o por avanzar a toda prisa por la anécdota para buscar al final la solución al acertijo. Me tomó tiempo, y la placentera, eufórica, apasionada lectura de muchos libros descritos como difíciles, advertir el engaño. Luego, me tomó más tiempo el denunciarlo: ni los niños ni los adultos son lectores naturales de best sellers, ¡válgame dios! Uno no lee libros para “entender” o para “captar” nada. Uno lee libros para jugar, de preferencia para jugar ajedrez con el Extraño que todos llevamos dentro. Uno lee libros (¿habrá que decirlo de verdad?) por placer.
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¿Cuántas lecturas placenteras de Pedro Páramo han dejado de ocurrir sólo porque alguien desde una de esas sillas altas que quedan en la punta misma de una torre de marfil ha dicho que se trata de una obra difícil por lo hermética? ¿Cuántos jóvenes de 20 años han seguido la recomendación de Deleuze y Guattari respecto a que esa es la mejor edad para emprender la primera lectura del Anti-edipo? ¿A quién le conviene que los lectores, o los futuros lectores, piensen que las obras complejas son por naturaleza herméticas y, por lo tanto, imposibles de leer? ¿A qué tipo de autoridad le conviene que los lectores, o los futuros lectores, piensen que las obras complejas sólo pueden ser leídas por lectores altamente especializados o por los lurias lectores tocados por algo más allá de sí mismos? ¿Quién o qué se beneficia describiendo a los libros que retan al lector, demandándole una participación activa y, si se puede, orgiástica dentro (y fuera también) de sus páginas como obras oscuras que es mejor dejar de lado? ¿A quién defienden en realidad los apologistas del best seller?
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Vivimos en una sociedad que premia el esfuerzo calculado o la más ramplona de las facilidades: o se es productivo o suertudo (o corrupto), pocas cosas a la mitad. Vivimos en una sociedad que desprecia las labores del espíritu para congraciarse, en su lugar, con las reacciones automáticas producto del miedo y la humillación que suelen beneficiar tanto a los Grandes Señores del Mercado. Es difícil correr un riesgo en estas circunstancias. Es difícil levantarse un día pensando: tomaré un viaje justo al borde del abismo nomás para ver hasta dónde puedo llegar. Por gusto. Por ardiente curiosidad. Porque es posible. Eso, entre otras cosas, es lo que enseñan los grandes libros. No se inventa todo un nuevo género, como lo hizo Cervantes, creyendo que es preciso reproducir lo familiar o evitar la zambullida en albercas desconocidas. Tampoco es necesario, como lo anota en el revolucionario prólogo de la obra, alejarse de las múltiples capacidades del lector en cuyas manos pone el destino final de sus letras: “Procurad también que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave lo la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”. Polimorfo en su figura, este no es el lector al que hay que darle las cosas masticadas ni diluidas. Se trata de un lector en el que se puede confiar. El compañero de juego que se inventan a veces los niños.

lunes, julio 06, 2009

De honduras democráticas

Diario Milenio-México (06/07/09)
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1 El Pacto de Managua
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Hay términos elásticos a su pesar, como es el caso de democracia. Si hubiese que dar crédito al reclamo de todos los tiranos de este mundo, encontraríamos apenas un puñado que aceptara ser antidemocrático. Si los jerarcas de Alemania soviética tuvieron la humorada de bautizarla como Democrática y ahora mismo Ahmadineyad y Jamenei celebran la victoria de su caricatura democrática masacrando, apresando o secuestrando a quien no está de acuerdo, cualquier cosa podría caber en el término; democracia sería por fin aquel vocablo hueco y vacío en que sus enemigos buscan transformarla. Da hasta risa escuchar a los autoritarios más plantados en el papel de amigos de la libertad, pero provoca grima certificar que a estas alturas hay quien les hace caso. Debe de ser trabajo de un mal humorista, se dice uno entre risa y horror, ese grotesco sketch donde aparecen Raúl Castro, Hugo Chávez y Daniel Ortega —tres militares de ímpetus imperiales y cara extradura— pontificando en torno a la democracia y denunciando “intervención extranjera” en la frágil república de Honduras, apoyados por una pronta corte de papanatas.
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Ahora mismo, a la hora en que el Mártir Empijamado vuela hacia su país nada menos que en un avión venezolano, sus partidarios no tienen empacho en anunciar que al mando de la nave va un “capitán bolivariano”. Por lo visto, varios de los demócratas que animan el regreso de Manuel Zelaya —ayer tirano en ciernes, hoy prócer democrático— a tierras hondureñas, verían la hipotética intervención de soldadesca venezolana con el mismo entusiasmo que en su momento dispensaron al despliegue de tropas del Pacto de Varsovia, eufemismo muy útil para encubrir las invasiones soviéticas, realizadas en el nombre de una entelequia no muy distinta de lo que los chavistas apodan democracia. Un despotismo hipócrita y paternalista que no acepta la réplica ni da espacio a las dudas, en nombre de un discurso mesiánico descontinuado y tétrico, no muy distinto del que hace varias décadas abanderaba la derecha más silvestre.
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2 La ley del buscapleitos
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Nada tiene de nuevo que a un mando autoritario lo sostenga el pavor que inspiran los rufianes. Cada que puede —y puede todo el tiempo— el golpista Hugo Chávez lanza bravatas contra enemigos reales y potenciales, la mayoría perfectamente aplastables por el poder omnímodo que ha logrado construirse. Tantas y tan sonadas resultan sus soflamas que ya campea el miedo a malquistarlo. ¿Cómo entender, si no, la cándida idiotez de quienes expulsaron a Zelaya de Honduras y con ello invirtieron los papeles, en vez de procesarlo por pisotear las leyes a sabiendas? ¿Qué otra cosa, si no el síndrome trágico de Neville Chamberlain, justifica que José Miguel Insulza —hombre civilizado donde los haya, a quien Chávez tachara de pendejo— no pierda la oportunidad de dar gusto al fascismo de boina roja? A juzgar por las últimas declaraciones del canciller más solo del mundo —el hondureño Enrique Ortez, que recién llamó a Obama “negrito” y lo acusó de no enterarse de nada— da más miedo enfrentar a la gavilla bolivariana que a los demás gobiernos del orbe. Nadie mejor que los hermanos Castro sabe cuánto respeto impone entre los pusilánimes el victimismo en armas del barbaján que insulta a diestra y siniestra y jura estar dispuesto a cualquier cosa, como el demente que amenaza a la turba con volarle los sesos a un niño.
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Uno de los pilares de la hipocresía consiste en el talento para acusar al otro de hacer lo que uno hizo, o piensa hacer. Eso que los expertos llaman pleito ratero: el agresor usurpa el estatus de agredido y en adelante goza de impunidad perfecta. A su vez, los testigos del desaguisado prefieren suscribirse a la versión torcida de los hechos antes que ser sumados al copioso listado de complotistas a diario cacareado por la falsa víctima. ¿No es cierto que es más cómodo y al cabo conveniente formar parte del club de buenas conciencias, en lugar de vivir bajo el intenso asedio de calumnias, insultos y golpes bajos sin número ni madre? Algo apesta entre tanta corrección diplomática, si los que hablan en nombre de la democracia son justo quienes viven de bombardearla.
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3 La danza de los barriles
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Uno de los aspectos más detestables de una tiranía —su ventaja mayor, para el esbirro— tiene que ver con la administración discriminante, que es la divina facultad de dar o arrebatar derechos y privilegios, según la sumisión del ciudadano, cliente o compañero. Mientras los hondureños tuvieron al subcomediante Zelaya por mandamás, el petróleo les costó una bicoca. Hoy, cuando sus antiguos compinches —no muy distintos de él, vale decir— han echado de Honduras al aspirante a sátrapa, su castigo es quedarse sin ese combustible por sí mismo capaz de transformar repúblicas en satélites, cuando no presidentes en mayordomos. La libertad, se dice, carece de precio, pero el petróleo sí que lo tiene, y de hecho se cotiza por encima de ella, cuando menos en la experiencia de quienes lo abaratan selectivamente, a cambio de una cierta sumisión positiva. Es decir religiosa, total e incontestable. Al tiempo que el debate en teoría democrático toma forma entre insultos y razones, bajo la superficie la cosa se reduce al precio del barril. El comprador ya sabe que lo que no ha pagado con moneda corriente, lo saldará en recortes de libertades —previa distribución de privilegios rigurosamente condicionados y derechos en calidad de préstamo.
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Pobre señor Insulza. Demócrata intachable, inteligente, culto y de probada decencia, debe elegir entre llevar el agua a uno de dos molinos indeseables, y termina siguiendo a pie juntillas el guión de quienes menos lo respetan. Él, que alguna vez dijo que el principal problema del populismo es que cree que es posible repartir lo que no se tiene, ha de sacar la cara por ese adefesio. Apostar, en el nombre de la democracia, por los dinamiteros de la democracia. O de cómo borrar con el codo lo escrito con la mano. Qué ingratitud, para un demócrata de cepa, tener que hacerse el tuerto y pretender que ignora lo que todos sabemos, no sea que se le enojen sus peores enemigos —que no respetan reglas, ni tratos, ni opiniones distintas— y les dé por meterse en más honduras.