jueves, mayo 28, 2009

"El dinero del Diablo"-Fragmento (http://www.poder360.com y http://eluniversal.com.mx/graficos/pdf09/adelanto_dinerodiablo/index.html)

(Diciembre 2008)
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Cuando estaba a punto de entregar este manuscrito, el portavoz de la Santa Sede, Federico Lombardi, entregaba un comunicado que especificaba que recién en 2014 se podrá realizar la apertura de los archivos secretos que contienen los documentos del controvertido papa Pacelli. La razón, según él, estriba en la dificultad de catalogar los más de dieciséis millones de documentos existentes. La comunidad judía internacional exige poder verlos. La verdad histórica también.
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Este libro busca estar allí, en medio del debate. Es sumamente significativo que Benedicto XVI quien acaba de defender públicamente al Papa Pío XII en su homilía para recordar el aniversario de su muerte, haya dicho recientemente que el proceso de beatificación que había anunciado en 2008 y que da pie a esta novela, se va a retrasar para analizar los reclamos de la comunidad judía y reflexionar profundamente sobre el tema.
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Los documentos más comprometedores que pertenecieron a Pío XII, sin embargo, desaparecieron el mismo día de su muerte. La madre Pascualina-su leal asistente personal- se encerró en el departamento de Pacelli y llenó tres grandes sacos de tela. Ella misma los bajó, sudorosa, y los arrojó al incinerador del Palacio Lateranense. No se movió de allí hasta que fueron reducidos a cenizas.
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Esta es una obra de ficción basada en documentos originales y en investigaciones realizadas en archivos secretos, gracias a la colaboración de algunas personas que pertenecen a redes de espionaje dentro y fuera del Vaticano, lo que me impide mencionarlos por su nombre en los agradecimietos. Muchos de ellos se negaron a colaborar e incluso me amenazaron, al conocer que esta novela era el objetivo de mis investigaciones, como si la montaña de fango aún pudiese alcanzarlos.
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Al final del libro el lector curioso encontrará una amplia bibliografía, que le permitirá continuar adentrándose en los vericuetos del poder sostenido por los hombres de barro, tan lejanos a las aspiraciones divinas. De nada sirve saber quién empuñó el arma sino quién dio la orden y qué es lo que quiso ocultar o enterrar para siempre.
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Los que más han amado al hombre le han hecho siempre el máximo daño. Han exigido de él lo imposible, como todos los amantes
Nietszche
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Prólogo
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El desierto quema.
El desierto esconde.
El desierto es inmenso, como la pérdida. Ignacio Gonzaga siente que no debe volver por ningún motivo. Ha huido de la mentira, de la estulticia, de la falta de fe y ahora ha vuelto a creer en el amor.
Sólo el amor salva: es poderoso.
Es el único motivo de su existencia: estar allí, en medio de la muerte. Servir en el lugar del mundo, acaso el último donde hace falta.
En medio de esos campamentos de refugiados, los otros no son los únicos desplazados. No es el único con miedo. Como si todos los que se desplazan no quisieran llegar nunca: o hacerlo lo más tarde posible.
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-Toda guerra es estúpida –le había dicho hacía muchos años su querido Padre General, a quien llamaban con miedo el Papa Negro- Diminuto y transparente a causa de la radiación de la bomba atómica, su superior. Él había presenciado en Hiroshima cómo el mal se convertía en un hongo denso, irrespirable.
-Y es estúpida –decía el sobreviviente de la peor guerra- porque sacrifica lo único que vale la pena, la vida de un ser humano, el argumento central de la creación.
El jesuita ahora, en el desierto, no estaba tan seguro de ello. Los humanos, al fin y al cabo eran los amos de la guerra y del dolor. Engendros, más que creaciones divinas.
Adonde se voltea la cabeza aparece la dueña las horas, de los días y de la muerte.
El odio ha sido sembrado en donde quiera: los humanos nos alimentamos de él y de la mentira, su corrupta hermana.
Por una mentira él ha huido.
Desde la mañana hasta el anochecer dedica sus horas a ofrecer consuelo: lo mismo a un herido que a quien ha perdido las extremidades o la vista.
El mundo explota, es una gran bomba de tiempo.
Ellos son los retazos de la cobardía, del silencio, del estupor.
Una mujer esta mañana le ha tomado la mano, apretándosela con fuerza. Hablaba árabe. Él la dejó, pero después de unos minutos quiso quitársela; ella entonces se aferró aún más a la mano del sacerdote.
Soltó lágrimas y le suplicó que no la dejara sola.
-Voy a morir, ayúdame -le decía al tiempo que señalaba con la mano libre a su hija pequeña que se arrastraba entre la arena.
La niña no tenía un brazo.
Le preguntó qué era lo que le había pasado a su hija.
-El fuego, el fuego –repetía la mujer aturdida. Ardía en fiebre.
Tenía razón: no habían escapado de la guerra, eran los refugiados del infierno.
Y el mundo se caía en pedazos. Imposible salvarlo.
Y él no tenía fuerzas ya para oponerse al mal. Sólo en las películas triunfa siempre el bien, se dijo. Esa noche el agua caliente de la ducha improvisada no lograría lavarlo.
Una llamada telefónica desde Jerusalén en la tarde. Una cita a comer. La esperanza de ver siquiera por unas horas otro escenario menos macabro.
¿Y la niña sin brazo? ¿Qué podía hacer él por ella o por la madre moribunda? Las trompetas derriban las murallas de Jericó. Todo se hace añicos, incluso la esperanza.
Aprovechó la llamada de su amiga forense, doctora también de la muerte, para salir rápidamente del lugar. Traspasar la frontera, saber que siempre se está en el otro lado.
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1
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El primer cuerpo apareció el Domingo de Resurrección. En su pequeña habitación de Borgo Sancto Spirito, el jesuita había sido decapitado y, recostado sobre la cama, sostenía entre las manos una nota de advertencia: ¿Cómo puede Satanás echar fuera a Satanás? Su cabeza, ya separada del cuerpo, yacía sobre el escritorio en una charola ensangrentada. La habitación, en completo desorden. Quien quiera que hubiese estado allí buscaba algo, desesperado y a juzgar por el estado en el que había quedado el cuerpo del padre Jonathan Hope, no lo encontró.
El Padre General fue avisado de inmediato y dio la orden de embalsamar el cuerpo allí mismo, en la enfermería. Debían proceder con cautela, hacer ellos las investigaciones, le dijo a su secretario privado, el italiano Pietro Francescoli.
-Ni una palabra a nadie de lo ocurrido. ¿Me entiende? Que nuestro médico firme el acta de defunción ya, cuanto antes sería mejor.
Francescoli era metódico y servicial. Esto último podía lograrlo tantas veces como se lo propusiera con su superior, pero el Padre General era impredecible y eso siempre lo sacaba de sus casillas, a pesar de los veinte años de conocerse:
-¿Y qué les decimos a sus familiares?
-Que murió de un infarto, un ataque al corazón y que a causa del calor en Roma, decidimos enterrarlo. Envíe mis condolencias personales.
-¿Algo más? -Sí, busque de inmediato al padre Gonzaga y pídale que venga desde donde quiera que esté. Y limpien hasta la última gota de sangre.
-Si lo embalsamamos, Gonzaga tendrá mucho más difícil su trabajo.
Las manos delgadas del Padre General se crisparon y golpeó el escritorio, en un gesto teatral: -Usted haga lo que le digo. Tome varias fotos antes de la asepsia total –pronunció la palabra asepsia de forma que su subordinado entendiera a qué tipo de higiene se refería.
-¿Y a los demás? Más temprano que tarde empezarán los rumores.
-Los rumores, querido Francescoli, seguramente ya salieron de esta casa y los está escuchando el Santo Padre directamente. Estoy seguro de que ya habrá dado órdenes a alguno de los miembros de La Entidad para meter sus narices aquí, mientras usted y yo perdemos el tiempo. O mejor, mientras usted pierde el tiempo.
La Entidad era el nombre neutro con el que en el Vaticano se llamaba actualmente al servicio secreto. El mismo cuerpo que antes se llamó La Santa Alianza. Francescoli hizo una mueca ante el mero nombre; para alguien como él no tener el control de las cosas era el peor pecado, le parecía repugnante no saber quién era un espía infiltrado, tal vez tu mejor amigo o tu propio confesor. Se daría prisa.
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Ignacio Gonzaga había salido muy de mañana de Amman para ver a su amiga Shoval Revach. Habían quedado en comer juntos en el Crown Plaza de Jerusalén, un lugar impersonal en una ciudad hecha de misterio y asombro, pero que a ella le encantaba porque podía ir caminando desde sus oficinas en el Tribunal Superior. A pesar de sus jefes, Gonzaga había decidido pasar estos años ayudando a los campamentos de iraquíes refugiados en Jordania. Iba en la carretera cuando sonó su celular. Reconoció el número, la comunicación sólo podía provenir de Francescoli. Dudó durante tres tonos si contestarle o no. Al final cedió: un resorte de obediencia quedaba en el antiguo secretario privado del Papa Negro, Pedro Arrupe. Desde la muerte de su Padre General había hecho hasta lo imposible para negarse a aceptar otra autoridad que la de su memoria. Pasaba apenas los cincuenta; se veía en forma, con el cabello apenas salpicado de canas. El cuerpo delgado y alto se le balanceaba al caminar, como si la cabeza le pesase en demasía. Tanta obstinación como para esconderse en el lugar más complejo de la tierra en estos días:
-¿Qué se te ha perdido, Francescoli?
-A mí nada, Ignacio –se tuteaban desde hacía veinte años, los dos estudiaron en la Gregoriana, pero ambos recelaban del otro. Sus carreras semejaban una competencia atlética, no teológica- eres tú quién se ha extraviado en el desierto, ¿de quién te escondes?
-No me has hablado para confesarme, ¿llevas puesta tu estola?
-Es cierto, dejémonos de ironías. Es urgente que regreses a Roma.
-No puedo dejar el campamento ahora, se los he explicado una y mil veces. Quizá dentro de un año.
-No entiendes, no se trata de eso. Es para que resuelvas un nuevo caso –subrayó la palabra, como si estuviese hablando con Hércules Poirot- el Padre General te necesita en Roma hoy mismo.
-¿De qué se trata?-Un crimen, igual que las veces anteriores. Tenemos que darnos prisa. El General te espera hoy por la noche.
-Imposible.
-Lo único imposible para ti ha sido atravesar la vida con la llama de la verdad por delante sin quemarle las barbas a quienes se han topado en tu camino.
-Tengo cosas que hacer, me tomas en medio de un viaje. Estoy en carretera.
-Hoy, aunque sea en la madrugada.
-Mañana; salgo en el primer vuelo.
Colgó. No quería seguir discutiendo con Francescoli. El desierto es una piel que calcina. Se volvió a poner los lentes oscuros y aceleró. Francescoli era hombre de pocos rodeos. Algo muy importante lo hacía pedirle que regresase a Italia. Algo relacionado con su pasado como investigador, por llamarlo de algún modo. El Padre Arrupe solía bromear con ello.
-Llamen al detective -decía de Gonzaga, cuando algo gordo se presentaba en algún lugar del mundo- Y era él quien tenía que esclarecer las cosas, convencerlos de que la verdad libera. ¡Qué estupidez!, la verdad es una soga que estrangula lentamente. La verdad es seca y calcinante, como la arena del desierto y, por si fuera poco, también enceguece.
Llegó a Givat Ram un cuarto de hora antes de la cita con Shoval. Le dejó las llaves de su Land Rover al valet parking del hotel y fue directo al bar. Gonzaga tenía aún las maneras y los caprichos de un niño mimado –su padre fue uno de los hombres más ricos de Navarra o, más bien, de España- y realizaba su ayuda humanitaria en Medio Oriente con su propia camioneta blindada y muchas veces con generosas sumas de dinero que sacaba de sus cuentas privadas en Suiza. Era hijo único y sus padres habían ya fallecido.
Entendía el voto de pobreza muy a su manera: había que tener reservas y liquidez, la única forma de huir si se daba el caso. ¿Qué hacía él en Jordania, conviviendo con refugiados de Iraq? Hacía tiempo que no se lo preguntaba: sus ojos preferían mirar hacia otro lado.
Entró al anodino bar del lugar –un enorme edificio blanco, como si un arquitecto loco hubiera querido hacer una nueva Torre de Babel justo a la entrada de la ciudad- y pidió un whisky doble sin hielo.
El color de la malta, sus singulares brillos, esa tenue amargura que sin embargo se desliza por la garganta como la seda y aturde de inmediato. Lo saboreó como un premio, sólo que él no había ganado nada en los últimos tiempos. En la guerra sólo se adquiere una certeza: la de la miseria lo humano, se dijo cuando la vio llegar y saludarlo agitando su brazo delgado y bronceado.
Shoval Revach, el torbellino –le dijo y la besó en ambas mejillas. Estaba bellísima, con un vestido rojo sin mangas; el largo cabello ondulado le caía sobre los hombros, el cuello largo, los ojos hechos con algún extraño mineral. Parecía más una sofisticada diseñadora de modas que la mejor médico forense de Israel.-Ignacio Gonzaga, el seductor encubierto –reviró ella y el tajo dolió un poco.
La invitó a sentarse.
-No, no. Entremos ya al restaurante, tengo una tarde de perros.
-Y yo tengo que volver a Roma.
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Francescoli realizó la encomienda de limpieza con singular rapidez. El médico personal de su familia se encargó, en la enfermería de Borgo Sancto Spirito, de los detalles menos agradables y el cuerpo –sus dos pedazos cercenados, claro- estuvieron antes de mediodía listos en un hermético ataúd de metal. Francescoli mismo realizó la misa de cuerpo presente en la capilla delante de los jesuitas que administraban no sólo su casa en el Vaticano, sino el centro de su poder mundial, en aquel vetusto edificio que pronto necesitaría una gran remodelación. En esos asuntos banales pensaba Francescoli mientras pronunciaba su sermón y pedía el descanso del alma de Jonathan Hope. Todo Paraíso, tierra de la vida, es también territorio de la muerte.
¿Puede descansar un alma como esa, a la que se sorprendió con tal violencia?, se preguntó. La mente es un saboteador poderoso y la de Francescoli se perdía en su retórica: iba de las facturas y lo cotidiano a su propia metafísica de bolsillo. Se escuchó a sí mismo decir:
-Las almas de los justos no atraviesan el Purgatorio, reciben la visita de Cristo y él las conduce al Paraíso. Nuestro hermano descansa junto al Padre Eterno. (Mientras lo decía, sin convicción alguna, pensaba en realidad en las palabras del Evangelio de Mateo: Que su sangre recaiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos) Algo en el ambiente le parecía una premonición funesta. Dentro de su mente sólo se hallaba la cabeza cortada de Jonathan Hope, los ojos que pedían clemencia, asustados. Apartó la tétrica imagen de sus pensamientos e hizo la señal de la cruz.
Todos se santiguaron. Luego les dio la comunión. Más que una misa era su forma velada de colaborar en el esclarecimiento de los hechos: estaba seguro de que el asesino se encontraba entre ellos y que una mirada lo delataría, mostrando o bien su lado débil o su zona de hielo, despiadada. Necesitaba penetrar en la mirada del criminal, pero no tenía las armas de Gonzaga, ni su sangre fría.
Nada hubo revelador en las pupilas de los treinta y seis hombres que lo acompañaban en la homilía, salvo los ojos llorosos del padre di Luca, el viejo ecónomo de la casa. Lo llamó aparte al término del acto.
En su despacho de burócrata Francescoli se veía mucho más cómodo que tras el altar. Cuestionó sin rodeos al viejo sacerdote:
Enzo, ¿Usted sabe qué fue lo que pasó con el padre Hope?
El padre di Luca asintió con la cabeza: -
La mayoría lo sabe; los que aún no, conocerán la verdad antes del anochecer. En el comedor se cuenta todo.
-¿Y cuál es esa verdad?
-Padre Francescoli, no juegue con mi dolor. A Hope lo asesinaron.
-¿Quiénes? ¿Por qué lo dice en plural?
-Yo qué sé, por costumbre. ¿Usted diría a Hope lo asesinó, en singular, si no supiese quien ejecutó la infamia? -Nunca lo vi cerca de Hope; por eso me extraña ahora su dolor, sus lágrimas.
-¿No me diga que soy su principal sospechoso? Pierde el tiempo, Francescoli. Llame mejor a la policía.
-No intento suplantar a nadie, Enzo. Es sólo que usted es el más viejo aquí. Podría saber más.
-Cuando se llega a mi edad comienza a ser cómodo pasar inadvertido, Francescoli. Uno es invisible, escucha cosas.
-¿Cómo? ¿Qué ha escuchado, Enzo?
-Padre, nada de valor. Sólo que Jonathan Hope estaba metiéndose en asuntos muy turbios. Totalmente oscuros, diría yo.
-¿Y quién se lo dijo?
-El propio Hope. Anteayer, después de la cena. Lo observé muy cansado, demacrado incluso. Le pregunté si se encontraba bien. Entonces me dijo unas cuantas cosas, nada que pareciera especialmente peligroso; tan sólo que estaba tocando fondo en sus investigaciones, que sentía mucho miedo, que no quería regresar solo al Archivum Secretum Apostolicum Vaticanum.
-¿Tú sabías que Hope trabajaba en el Archivo Secreto?
-No al principio, todos nos quedamos con su nombramiento de ayudante en la Biblioteca Vaticana, lo demás era misterioso o al menos privado.
-¿Y le dijo qué estaba haciendo en el Archivo Secreto?
-Tomaba notas, nos decía, para un trabajo especial que le había pedido el propio Secretario de Estado. Tenía acceso a secciones prohibidas.
-¿Qué tan prohibidas?
-No lo sé. Trabajaba en un lugar casi sin luz, la Sección de Papeles Familiares e Individuales. A Francescoli aquel nombre no le dijo nada. Prefirió terminar la pesquisa:
-Gracias, padre. Perdone la molestia. Lo acompaño en su pena por el padre Hope.
-¡Que el Señor lo tenga en su Gloria!
-Eso espero, Enzo, eso espero.
Jonathan Hope era un acucioso historiador de la iglesia, un ratón de biblioteca, pero también un ser inofensivo. Nunca se hubiese atrevido a divulgar ningún secreto, pensó Francescoli. Luego se imaginó los últimos días de Hope, presa del pánico, sin saber qué hacer con el pozo oscuro, como le decía Enzo di Luca, que había abierto metiendo las narices donde los papeles apestan a algo más que humedad.
Eso buscaban sus asesinos: las notas de Hope. ¿Las habrán obtenido? Sonreía. Pietro Francescoli tenía algo importante que comunicarle al Padre general antes de la llegada de Gonzaga. Pronunciaba siempre así las palabras, Padre en Mayúscula y general en minúscula. Él era un siervo, el hijo menor de su superior a quien obedecía como una mascota.
-¡Gran día para un aprendiz de detective!, se dijo sonriendo. La humildad no era una de sus virtudes, esa se las regalaba con gusto a los franciscanos.
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Gonzaga disfrutaba la compañía de su amiga Shoval Revach, se sentía con ella en total confianza, como con ninguna otra mujer. Podían quedarse callados durante mucho tiempo, sin que eso causara el menor malestar en ninguno de los dos. Ella celebraba el sentido del humor ácido del jesuita con otro no menos negro que le venía de sus familiares rabinos, particularmente de un tío suyo que aún vivía en Haifa dedicado a contar una y mil veces los mismos cuentos jasídicos a su casi infinita descendencia y parentela.
A simple vista nada los unía, salvo esa amistad de una década. Él, dedicado profesionalmente a perpetuar la vida como sacerdote, (aunque en los últimos años en Medio Oriente mediante una forma precaria de lo animado, la supervivencia mínima en medio de las ruinas del odio). Ella, en cambio, a la muerte, encontrando en la sala de autopsias las razones de la maldad y el crimen. Sin embargo, en los dos había la misma pasión por la verdad, proveniente más de la inteligencia que del corazón. Gonzaga había callado sus emociones o eso creía hasta ahora, al hacer sus votos y Shoval reconocía que la única forma de llevar su profesión siendo mujer era no aparentando interés por hombre alguno. En ambos casos la castidad era consecuencia de sus propias actividades, como si más allá de los votos o del exceso de trabajo no tuviesen elección.
Shoval comenzó a contarle su vida cotidiana en la oficina. Había dejado la sala de autopsias hacía apenas seis meses para incorporarse al Tribunal Supremo de Justicia y odiaba su trabajo. El presidente del Tribunal, además, se complacía con acosarla:
-Lo que empezó como una galantería: flores, pequeños regalos, invitaciones a cenar y que yo interpretaba como deferencias profesionales se ha vuelto una verdadera monserga.
-Díselo.
-Eres sacerdote, Ignacio, no entiendes estas cosas. Ya se lo dije, claro y cristalino como el agua. Pero para él debió ser agua salada del Mar Muerto. Le he picado el orgullo y ahora es un macho herido que hará lo imposible por acostarse conmigo.
-¿Casado?
-Obviamente. Un ortodoxo, además. Encaja perfecto en el perfil.
-Los seres humanos no somos perfiles, Shoval, somos máquinas complejas, diría que incomprensibles.
-Mi trabajo es encontrar los motivos. Desactivar la complejidad. Simplificar es el arte del forense.
-¿Y qué motiva a tu perseguidor, además del orgullo herido?
-Soy un trofeo. Algún día me colgará en el muro de honor de sus conquistas y pasaré al olvido.
-Renuncia, si no puedes soportarlo.
-¿Y echo por la borda veinte años de trabajo? No estoy loca, ya no son las épocas de escapar de la ciudad e irse a un kibutz a cantar bajo la luna y hacer crecer tomates. Se acabaron las utopías y los kibutz, Ignacio.
Gonzaga le tomó la mano. Shoval temblaba, poco faltaba para que saliese espuma de su boca. Se repuso, acostumbrada a controlar sus impulsos y cambió la conversación:
-¿A qué regresas a Roma? –le preguntó mientras cortaba con elegancia quirúrgica su rodaballo a las brasas con salsa de pimienta rosa.
-A ver al padre General -siempre lo pronunciaba así, padre en minúscula, General en mayúscula. Desde sus épocas cercanas al Papa Negro, Gonzaga se sabía un soldado, como Loyola. Aunque cada vez se le complicaba más entender la razón de ser de su cruzada personal. Tomó aire y siguió:
-Un asunto particularmente difícil, según parece, del que no sé nada. Ven conmigo. –Él mismo se sorprendió de proponérselo.
-Aunque hoy los judíos no tengamos que escondernos en Roma quizá necesites una catacumba para que tus superiores no se asusten con mi presencia.
Gonzaga hizo caso omiso del comentario e insistió:
-Tómate unas vacaciones, las mereces. Dime, desde cuándo…
-Desde nunca. La palabra vacaciones no aparece en mi diccionario.
-Lo que quiere decir que en la oficina te deben muchos días de asueto. Lo ves, no es nada difícil. Hablas, pides permiso y te tomas un descanso cerca del Tíber.
-¿Por qué habría de ir, Ignacio?
-Tal vez te necesite.
-Yo siempre te necesito, ¿entiendes la diferencia? –puso su mano sobre la del sacerdote, quien no se atrevió a mirarla, sonrojado como un adolescente.
Jerusalén siempre le pareció el crisol del misterio. Una ciudad labrada en la arena en la que se resguardaban los lugares santos de la cristiandad habitada por judíos y algunos árabes no dejaba de ser una paradoja.
Pasó por el muro de las lamentaciones y contempló a los hombres realizando su penitencia. Al desierto había ido, él mismo, a expiar una culpa desconocida. Estar en Jerusalén significa siempre pasar de la sensación de sentirse extranjero, incluso rechazado, a finalmente sentirse familiar, parte de esa experiencia común que inició con Abraham y Moisés. Eso se dice ahora mientras contempla el fervor religioso de los judíos.
-¿A qué ha venido tan lejos? –le había preguntado Shoval alguna vez. Ahora lo sabía: a regresar.
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2
Roma, 1929
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Esa madrugada del primero de enero, los aires de Año Nuevo no parecían para nada propicios. Su Santidad Pío XI se despertó otra vez como un simple mortal. Volvió a ser quien había sido hasta hacía siete años: Ambrogio Damiano Achille Ratti, el hombre, el viejo archivista y paleógrafo, el aguerrido alpinista que conquistó tantos picos como se había propuesto y que había sobrevivido toda una noche colgado en un acantilado, en medio de la tormenta en el Monte Rosa. Sólo que esta vez no estaban junto a él los antiguos documentos que tanto amaba ni las nevadas cumbres de sus montañas. En la alta cama que, horizontal, le privaba de otro horizonte que el de sus pies hinchados, se supo solo, pequeño, miserable. Hacía siglos que no había habido un Papa más pobre que él, se dijo. Y así, sin dinero siquiera para renovar el Palacio Lateranense en el que la ruina del Vaticano lo encerraba, poco podría hacer por la Iglesia. Era un papa prisionero, no un digno heredero de Benedicto XV, su protector y amigo.
La oscuridad era casi total, aún no amanecía. Lo despertó el ruido de las ratas que corrían por los techos y entre los muros. Escondidas y agazapadas de día, se volvían locas de noche. Miles de ratas infestaban el Vaticano, llenaban las salas de recepción y los sótanos, las viejas cañerías y los precarios servicios. La misma Basílica de San Pedro era un hervidero de ratas. Sus dieciséis años como humilde bibliotecario, primero en Milán en la Ambrosiana y luego en la Vaticana, le habían dado alguna lección contra las plagas: el único camino era exterminarlas antes de que acabaran con todo.
Y él no tenía siquiera para fumigar. Su imperio se desmoronaba, corroído por la pobreza y los dientes afilados de cientos de miles de roedores.
¿Cómo podría deshacerse de la peste? Abrió la amplia ventana y el frío se coló dentro de su cuerpo, las habitaciones eran de siempre heladas y no había tampoco dinero para calentar los aposentos del Vicario de Cristo en la tierra. Malos tiempos para ser Pontífice, se dijo mientras contemplaba el obelisco egipcio con la enorme cruz que lo coronaba. Bajó la vista y reparó en los cuatro leones aparentemente feroces de su pedestal. El obelisco había caído una y otra vez. Y había vuelto a ser erigido. Del Circo Máximo a su remoción en el incendio de Roma con Nerón hasta que Sixto V lo repuso. Y allí estaba, imponente desde el 2 de agosto de 1587. ¿Cuántos herederos de San Pedro lo habían contemplado al amanecer? Su mente de historiador hizo el rápido repaso: treinta y cuatro.
Salía de nuevo el sol, se trataba de un Nuevo Año: No se puede ser pobre y poderoso a la vez, pensó. Y no estaba dispuesto a rendirse.
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Se escuchó un fuerte ruido en la habitación papal. Uno de los pocos sirvientes que quedaban entró a preguntarle al Pontifex Maximus si se le ofrecía algo. Él negó con la cabeza y le hizo ademán con la mano de que se retirara. No hablar con la servidumbre e incluso con la Guardia Suiza –un decreto impuesto por León XII– era una de las cosas que más le molestaban desde que terminó el complejo cónclave que lo eligió y él entrara a la camera lacrimosa, a vestirse de blanco. ¡Quince votaciones se necesitaron para que hubiese al final humo blanco y el camerlengo pudiese anunciar Habemus Papa. La disputa en realidad se estuvo dirimiendo entre el Cardenal Merry del Val, un conservador de mano férrea y el Cardenal Gasparri, quien había sido el Secretario de Estado de Picoletto, como la gente llamaba a Benedicto XV por su tamaño diminuto, a quien habrían podido también haber bautizado el Monstruo por su andar jorobado o su único ojo, producto de un accidente infantil.
Achille Ratti, a sus setenta y un años, seguía siendo un hombre imponente, con un cuerpo más de luchador greco-romano que de místico. El hijo de un comerciante de seda, simplemente. Podía haber sido un estibador en Génova o un sicario a sueldo. No tenía la complexión de los ascetas que pululaban por las cámaras de su palacio y entornaban los ojos al rezar como si estuviesen hablando con Dios mismo.
Lo que lo salvaba en medio de la envidia y la intriga del Vaticano era su férrea preparación teológica, dispuesta al más complejo y prolongado debate escolástico. A sus más cercanos les daba miedo iniciar una disputa con Pío XI, nadie podía vencerlo. Sabía qué padre de la Iglesia, en qué año había pronunciado la frase exacta con la que había zanjado disputas de siglos. Por ello veía con nostalgia las épocas de poder y esplendor del papado. En 1215, el Cuarto Concilio Lateranense había proclamado que el Patricius Romanus poseía absoluta autoridad no sólo en materias espirituales sino acerca de todos los asuntos temporales.
–Se nos pasó un poco la mano –decía Benedicto XV, bromeando con el viejo bibliotecario al que había hecho primero su nuncio en Polonia y luego elevado con velocidad a Cardenal.–Fuimos dueños de casi todo Italia, nuestras dieciocho patrimonia.
–No nos quejemos mucho, Ratti –le decía el antiguo Papa– Clemente XI llegó a deber cien millones de scudi.
–Hemos ido y venido entre el Infierno y la Gloria, Santo Padre.
–Hasta Pío IX, el último Papa Re.
–No me negará, Ratti, que de todas formas se trata de una contradictio in abjectio. Hace tiempo que no predicamos con el ejemplo. La pobreza ahora nos obliga a regresar al origen de la Iglesia.
–La Iglesia es un cúmulo de contradicciones, Santo Padre. Pío Nono lo expresó mejor que nadie, dolorido por su falta de influencia al preguntarse cómo puede el Supremo Pontífice, siendo meramente el habitante de un país extranjero, permanecer ajeno a la influencia local.
–Pobre hombre, con su epilepsia y su debilidad a cuestas huyendo asustado de Roma mientras lo iba perdiendo todo a causa de los revolucionarios: uno a uno fueron independizándose los estados papales. Una a una perdió todas sus patrimonia. Una salida desesperada fue proclamar su Syllabus de Errores.
–Y probablemente una solución tardía.
Empezaron a recitar los errores que recordaban, como dos niños que se cuentan chistes entre ellos:
–Error número setenta y siete: Es un error afirmar lo siguiente: “La Religión Católica ya no debe ser tratada como la única religión del Estado y todas las otras prácticas excluidas”.
–Error número ochenta –seguía el historiador alpinista que no podía quedarse atrás del Papa– “Es un error afirmar lo siguiente: ‘El Pontífice Romano puede y debe reconciliarse con la civilización moderna’”.
Luego reían estruendosamente. Hablaban en latín, pero las risas eran a todas luces italianas.
Y no sólo Pío Nono había redactado desesperadamente su lista de errores, también había llamado al Concilio Vaticano Primero para llamarse a sí mismo Pastor Aeternus: había que insistir en que el lugar del Papa en el mundo y sobre todo en Italia era todo menos temporal: allí por decreto se declaró que el Sumo Pontífice hablaba ex cathedra, desde la silla de San Pedro y eso lo hacía nada menos que infalible.
Nada pueden las palabras contra las hordas de la revolución, se dijo entonces Achille Ratti quien volvía a ser Pío XI, por algo había escogido el nombre de aquel Pontífice epiléptico pero enérgico que le encantaba mencionar a Benedicto XV y cuyo cuerpo estuvo a punto de no ser enterrado sino arrojado a las aguas del Tíber por una muchedumbre hambrienta de justicia: dos papados más verían abatirse la ruina y la pobreza sobre el antiguo poder papal. Saco de Huesos, como los obispos norteamericanos llamaron a León XIII, poco pudo hacer a pesar de impedir a los católicos italianos votar en las elecciones.
Como sus dos predecesores Guiseppe Sarto al convertirse en Pío X en 1903, volvió a impartir su bendición desde dentro del balcón de San Pedro en inequívoco gesto de que el Papa se encontraba prisionero del gobierno italiano. Otro tanto haría Benedicto XV.
Eso tenía que terminar. Achille Ratti entró a la camera lacrimosa, en donde nunca pensó estar, mientras los sirvientes lo vestían de blanco y ajustaban sus ropas y abrió por vez primera las ventanas del balcón para pronunciar a todos los vientos su bendición Urbe et Orbi.
La muchedumbre debajo gritó con júbilo:
–¡Viva Pío Undicesimo! ¡Viva Italia!
De inmediato puso toda su energía en obtener dinero. Al proceso le llamó la Cuestión Romana, pero el viejo Rey Emmanuel en el Palazio Quirinale respondió con el mismo argumento:
–Italia, Santo Padre, muere de hambre.
Habló por teléfono con un viejo amigo cercano al Rey, el general Cittadini, sin lograr nada. Las huelgas se sucedían como los días, después de Alemania, Italia era el país con mayor inflación de Europa hasta que un día un hombre oscuro empezó a congregar a las masas gritando:
–¡Nuestro programa es simple, deseamos gobernar Italia!
Él era un genio con las palabras, sus hombres creaban pánico. Pueblo tras pueblo incendiaron todas las casa del popolo socialistas y cualquier policía local que intentase actuar contra los condottieri fascistas era forzado a renunciar.
Por eso ahora el papado estaba bajo otras presiones y asfixiado por la bota de Benito Mussolini. Picoletto no podía haber imaginado que el frustrado periodista que escribió el infamante libelo Dios no existe y una lasciva novelita, La amante del Cardenal, iba a crecer como la espuma junto con sus camisas negras en una arena que no había explorado aún cuando vivía su predecesor, el poder.
Se preparó para dar la bendición de Año Nuevo a la muchedumbre que llenaba la Plaza de San Pedro. Oraba un poco, como el atleta que fue, para tomar fuerza o para concentrarse; le imponía ver siempre a esos miles de fieles necesitados de un solo gesto, una bendición, la sonrisa lejana del Papa desde su balcón. Italia como él, era miserable por esos días, necesitaba de consuelo. Eso lo sabía de sobra. Había repetido su consigna una y mil veces desde su elección: La Paz de Cristo en el Reino de Cristo.
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Algo había aprendido del infatigable Picoletto y sus luchas internas: estaba resuelto a que la Iglesia dejara el aislamiento realmente reciente de su larga historia de poder e influencia. El llamado al activismo no era un asunto para pusilánimes, había que luchar a capa y espada contra la amenaza del ateísmo proveniente del comunismo y su llamada insistente a los más necesitados para rebelarse ante su Iglesia.
En estos siete años Pío XI había consagrado los primeros obispos nacidos en China y Japón, a pesar de la férrea oposición de la Curia.
–Las misiones –solía decir– allí está el futuro de la Iglesia. No se trata sólo de bendecir Urbe et Orbi, se trata de salir de la prisión del Vaticano y llegar hasta la última alma del planeta.
Para eso, como para sus ideas de renovación de la Biblioteca Vaticana y del Instituto de Arqueología, también necesitaba dinero. El dinero era su única preocupación. Una muy terrenal.–Dios tiene al Papa en la tierra, pero yo ¿qué tengo sino un ejército de ineptos acostumbrados a la buena vida?
Las arcas estaban vacías y los bancos alemanes lo atosigaban con el pago de los intereses de sus préstamos. La usura es todo lo que se agrega al capital, había denunciado San Ambrosio, se dijo con su pasión por el pasado y los documentos, pero tuvo que apartar la frase de su mente y concentrarse en algo más mundano.
Mussolini y él habían estado en el poder durante los mismos años: siete. Para el Papa habían sido largos, llenos de penuria, para Il Duce, los más hermosos de su vida. Pero ambos hombres tenían ambiciones más grandes. Pío XI quería salvar el cuerpo casi agonizante del Vaticano y Mussolini se había percatado de que su antiguo anticlericalismo le impediría convertirse en el nuevo Emperador Romano; tenía que pactar con su antiguo enemigo.
Una serie de gestos inequívocos fue sucediéndose desde 1923 cuando Mussolini prohibió la masonería y eximió al Vaticano del pago de sus impuestos al omnívoro gobierno. Il Duce había dicho claramente: “Todo dentro del Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”.
Mussolini siempre deseó ser él mismo como un antiguo emperador romano.
Iban y venían correos entre ambos hombres. Al Papa le preocupaba que Mussolini no estuviese casado y viviera con su amante Donna Rachele.
Desde hacía varios meses Pío XI no dudó en descargar todo el trabajo del viejo Cardenal Gasparri –tenía ya setenta y ocho años– como Secretario de Estado, para dedicarse sólo a convencer a Il Duce de contraer matrimonio. Gasparri llamó a su lado al Nuncio en Alemania, Eugenio Pacelli. Eran tiempos que requerían la energía de sus mejores hombres. Había que pactar con Benito Mussolini, costara lo que costara; llevaba tres años arreglando la famosa cuestión romana.
Dio la bendición, sonrió con benevolencia y entró a su despacho, agotado para leer el largo informe sobre la situación en Rusia de su hasta entonces protegido, el jesuita Micthel D’Herbigny, uno de sus más conspicuos espías en la Santa Alianza.

Palou presenta "El dinero del diablo". Finalista del Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casa América.

Diario Milenio-México/Cultura/Madrid • Redacción (27/05/09)
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Ella, que todo lo tuvo y El dinero del diablo son dos novelas distintas que, sin embargo, coinciden en el país en el que fueron ambientadas, Italia; de la mano de las ciudades de Florencia y El Vaticano, el país transalpino está en las obras ganadora y finalista del III Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casa América.
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La escritora y periodista Ángeles Caso fue la encargada de presentar ayer martes los libros, en un acto que contó con la participación de los autores galardonados, Ángela Becerra y Pedro Ángel Palou.
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La obra del poblano Pedro Ángel Palou, El dinero del diablo, es un thriller sobre un tema que a todos nos interesa, seamos o no creyentes, según la opinión de Ángeles Caso, para quien la Iglesia “está muy presente en nuestras vidas y sigue teniendo un gran poder, sobre todo económico”.
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La novela finalista es una “ficción documental” que comienza con la beatificación de Pío XII —conocido como "el papa de Hitler"— y que está basada en testimonios de espías que han trabajado en el entorno de El Vaticano.
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Palou afirma que al investigar para escribir este libro se dio cuenta de que el papel que jugó en su momento Eugenio Pacelli —Pío XII— era mucho más complejo de lo que en un principio imaginó. “El único monarca absoluto que queda en el mundo es el papa,” afirmó el autor, al ser preguntado sobre si esta posible relación entre la Iglesia y el nazismo hubiera podido ocurrir en la época de Juan Pablo II o Benedicto XVI. Palou explicó que ha utilizado documentos reales para construir un thriller de ficción sobre este personaje.
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Precisó que está basado en testimonios de “espías” que han trabajado en el entorno de El Vaticano y que le han proporcionado información, aunque ello le ha costado, según el autor, algunas amenazas.
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Palou calificó su obra como “ficción documental”, aunque aclaró que los documentos que aparecen sobre El Vaticano son reales, y a la pregunta de si El Vaticano actual es un sitio tan lleno de intrigas como él lo retrata, contestó que el piano que utiliza habitualmente el papa actual es un regalo de Hitler a Pío XII.
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Ángeles Caso definió a Ella, que todo lo tuvo, obra ganadora, como una novela “psicológica, tal y como la definen los franceses”, que se adentra en el alma de una mujer “que lo ha perdido todo en un accidente y se ve imposibilitada para seguir adelante con su vida”.
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La autora Ángela Becerra, colombiana afincada desde hace dos décadas en España, explicó que su obra surgió de su pasión por Florencia, una ciudad que la sedujo “desde joven” y en la que ambienta una historia que imaginó al ver en un bar solitario a una misteriosa mujer sentada en la barra, “que parecía estar en decadencia, que había sido bella y ahora parecía haberlo perdido todo”.
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La autora de obras como De los amores negados confesó que la historia permaneció en su mente durante mucho tiempo, porque “es difícil adentrarse en los recovecos de la soledad de una persona”. Ella, la protagonista del libro, es una escritora “rota, inhabilitada para la escritura”, que viaja a Florencia para “intentar reconstruirse”, según comentó la escritora sobre esta novela que aborda temas como la soledad del ser humano, la delgada línea que separa locura de cordura o el deseo de ser comprendido, sobre todo cuando uno ha vivido una situación límite.
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En la presentación realizada en la Casa de América, el director de Planeta, Carlos Reves, destacó que además de la dotación económica el mérito es la difusión de las obras en veintidós países.

La euforia del fracaso

Diario Milenio-Puebla (28/05/09)
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Vamos Puebla / vamos Franja / vamos todos triunfadores / vamos / vamos / con coraje… Ése era el himno del equipo del Puebla de la Franja hace años, antes de que casi lo desplazara el “Somos muchos / más que once…”. Hace mucho no escuchaba una mezcla entre el otro himno “Qué chula es Puebla” y el “Vamos triunfadores” hasta que el pasado martes 26 desfilaron encima de los camiones de dos pisos de la Secretaría de Turismo, los jugadores, el director técnico y el cuerpo técnico del equipo de La Franja.
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Se vio un José Luis Sánchez Solá encantado, contento, relajado, luciendo una camisa blanca y holgada y saludando a todo el mundo. La gente que se aglomeró en el zócalo y que disputó las playeras que lanzaban los integrantes del equipo, vio a un equipo que luchó hasta lo último pese al gol de Pumas –de Darío Verón–, los alejó de sus aspiraciones de disputar la final en la fiesta grande del futbol mexicano.
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¿Pero qué festejaba el Equipo de la Franja?
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Yo creo que nada, sólo fue un paseo que congregó a un gran número de gente que (esto es quizá lo interesante del caso) cree aún en su equipo al que le tiene confianza. Entre las pancartas había varias que pedían la permanencia del Chelís como director técnico, otras que decían “estamos orgullosos de ustedes”, etcétera. La euforia lució ante el fracaso. Al Puebla, como a cualquier otro equipo de futbol, le hubiera gustado tener en sus manos la copa de campeón. No pudo ser, pero no quedó en el esfuerzo.
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El Puebla, como decían los viejos cronistas deportivos, "acarició la gloria". Sin embargo apareció, casi solo, descuidado un Darío Verón que levantó la mano repetidas veces pidiendo el servicio. Nada que hacer: fue contundente con la cabeza y el gol dejó fría a la afición del Puebla en el Estadio Olímpico Universitario, mientras el Tuca Ferreti brincaba como en el aire.
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Luego escuchamos las declaraciones del Chelís: se quiere quedar en el Puebla cuando hace meses había renunciado. Esas declaraciones por cierto no fueron muy bien vistas por la prensa nacional.
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La afición lo aprueba. La afición le quiere dar otra oportunidad. Para muchos aficionados él hizo más de lo que se esperaba. ¿Si el Chelís se queda asegura el buen funcionamiento del equipo? Creo que no. No es mal presagio, pero esas continuidades nunca han sido buenas (salvo raras excepciones) en el futbol mexicano. Y el América de seguro que no piensa en el Chelís Sánchez Solá, quien ha declarado ya oficialmente que se queda un año más: el truene. De cualquier manera, ¿qué festejó el equipo el pasado martes 26? Buena y noble la afición que los recibió en el zócalo como campeones.

Convive el Puebla de la Franja con su afición en un desfile (periódico digital de Puebla)

Inventar un paisaje

Diario Milenio-México (25/05/09)
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Hay escritores que se sientan y hay escritores que caminan; Rulfo era de los segundos. Todos leen, de preferencia vorazmente, pero no todos leen el mundo con el cuerpo. Mejor dicho: con los pies. Más que una afición, caminar fue para Rulfo una pasión y, por contradictorio que parezca, una disciplina. Recorría la Ciudad de México a pie, ciertamente, degustando los cambios del clima y los rostros de la gente. Pronto también se inscribió en clubes de alpinismo que lo llevaron a explorar de cerca los volcanes del centro del país —el Popocatepetl y el Iztaccihuatl incluidos. De hecho, una de las fotografías más entrañables del escritor jalisciense lo retrata de espaldas al fotógrafo, pensativo, pipa en boca, en alguno de los picos del Nevado de Toluca. Las lagunas del sol y la luna literalmente a sus pies.
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Sus empleos como agente de ventas y como burócrata del Instituto Nacional Indigenista sin duda contribuyeron también a afianzar su gusto por el viaje terrestre, el deslizamiento que lo pegaba más a la tierra. Que Rulfo llevaba los ojos bien abiertos en todas y cada una de sus andanzas queda muy claro al mirar, inclusive si es sólo de reojo, sus fotografías. Ahí están, íntimamente relacionadas a las minuciosas descripciones de sus libros, las imágenes que poco a poco, y de manera por demás consciente, dan cuenta del proceso de producción del paisaje rulfiano. Su manera de ver y su manera de leer convergen de maneras significativas, por ejemplo, en una de las imágenes que hizo del escritor Efrén Hernández —un explorador de las vanguardias tanto en términos de narrativa como de teatro, que utilizaba, como luego Rulfo, el recurso de la digresión, desatando hilos narrativos en textos donde la anécdota no constituía un eje central. Tal vez en ningún otro sitio como en el retrato que Rulfo le hizo a Hernández en el camino hacia el Iztaccihuatl haya quedado plasmada con mayor claridad la relación silenciosa y emocionada que los unía a ambos. Ahí, rodeado de árboles que se antojan atemporales y coronado por la nieve sempiterna de la mujer dormida, ese volcán, aparece un hombre absolutamente solo. Delgado, con la cabeza inclinada hacia la tierra, Hernández no sólo no da la cara sino que también escatima hasta su sombra misma. Rulfo lo vio así un día.
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Se sabe, por supuesto, que el paisaje no está ahí, inerte y definitivo. Se sabe que el paisaje es natural sólo a medias. Lo que sucede entre el horizonte y la mirada: eso es el paisaje. El escritor, por cierto, fue más bien claro y explícito respecto a la necesidad de “inventar”, es decir, de producir un paisaje propio. En el capítulo dos, intitulado “Hacia la novela”, del libro Los Cuadernos de Juan Rulfo, se lista una serie de elementos —aparentemente relacionados— bajo el mote de “Hay demasiadas cosas intraducibles”: Hay demasiadas cosas intraducibles,/ pensadas en sueños/ intuidas/ a las cuales uno puede encontrarles su verdadero significado solamente con el sonido original… el color./ Inefable. El idioma de lo inefable/ La aventura de lo desconocido/ Inventar un paisaje/ o un nuevo paisaje de México.” De eso, entre otras cosas, se trata también la escritura y la fotografía de Juan Rulfo. Los dos elementos entremezclados.
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Si, como asegura Eric Santner, “la fotografía es un medio privilegiado porque parece funcionar como un sitio de comercio con los muertos (o mejor dicho, con los no muertos)”, no es de extrañarse que el autor de Pedro Páramo mantuviera una relación estrecha y constante con la fotografía a lo largo de su vida. Y aquí vale la pena añadir que su trabajo con la fotografía antecedió al de la escritura y que, además, continuó una vez que éste terminó su obra literaria en 1955. Así, mirando con absoluta atención a su entorno y capturando desde rostros hasta edificios, desde plantas hasta vistas panorámicas, Rulfo se dedicó en realidad a documentar una historia natural de ese nuevo paisaje mexicano de creación personalísima y propia.
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La historia natural según Walter Benjamin, el pensador alemán, da cuenta de cómo “las formas simbólicas a través de las cuales se estructura la vida pueden vaciarse de sentido, perder su vitalidad y descomponerse en una serie de significados enigmáticos, jeroglíficos que de alguna manera continúan dirigiéndose a nosotros —llegando a nuestra piel psíquica— aunque ya no poseamos la llave de su significado”. El punto en la definición bejamineana así como en la obra de Rulfo no sólo es identificar esos pedazos de cultura material donde han quedado las huellas de otras, sino crear una estructura donde el autor y el narrador, y junto con ellos el lector, queden expuestos al enigmático llamado que de ellos emanaba y emana. Estar expuesto, construir una obra expuesta y vivir una vida expuesta a todos esos llamados es lo que Eric Santner llamó la vida de la criatura. No sé si Rulfo consiguió vivir la “vida de la criatura” cada uno de los días de su vida, pero sí estoy segura que esa vida expuesta es una parte fundamental de su trabajo como artista visual y como escritor de textos experimentales de mediados del siglo XX.
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Al producir un nuevo paisaje mexicano, tal como era su intención, Rulfo nos enseñó a ver verdaderamente nuestro entorno —tanto el externo como el interno— nos enseñó, como hace la poesía, a poner atención en lo visible y en lo inefable. Acaso sea por eso que no pocos consideran a Rulfo también como nuestro gran poeta del siglo XX.

lunes, mayo 25, 2009

Esos libros ponzoñosos

Diario Milenio-México (25/05/09)
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Lectores al cuartel
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Igual que todo el mundo, me he topado con muchos libros malos, pero hasta hoy jamás logré tener entre las manos un libro envenenado. Podría acaso reprochar en algunos que me hayan aburrido, decepcionado o inclusive indignado, pero de ahí a encontrar que sus palabras me infligieron un daño irreparable, o siquiera pudieron llegar a ocasionármelo, media más de un sarcasmo de distancia. Dice uno que determinada novela le causó “daño cerebral” con la sola intención de ironizar en torno a su mala factura, cuando sería más justo proceder a olvidarla mediante la lectura de otra, y otra. Terapia al cabo libre como ninguna, donde el paciente elige a su soberano antojo las páginas que habrá de administrarse, en las dosis que más y mejor le plazca. No imagino, por tanto, a un lector regular que se refiera a libros envenenados. Una idea que ya ha probado su popularidad entre supersticiosos e idólatras, así como su relativa utilidad en manos del gurú correspondiente.
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Resulta pintoresco que quien habla de libros envenenados sea la misma persona que lanza una campaña masiva de lectura, pero lo cierto es que ésta comienza justamente por pintar una línea entre los libros sanos y los ponzoñosos. Clasificación harto peliaguda que por lo visto sólo un líder bolivariano puede llevar a cabo con minuciosidad. Pues no se trata de que la gente lea lo que quiera, sino exclusivamente lo que según el líder debe leer. Que se aprenda las reglas de supervivencia bolivariana mediante un Plan Revolucionario de Lectura, cuyo menú de libros doctrinarios sería algo así como un gran catecismo. Es decir, una gran advertencia. Hugo Chávez invierte los saldos últimos de la bonanza petrolera en publicar y hacer leer una amenaza cruda en varios tomos: he ahí el buen camino, cuidado con desviarse. Y tanto le entusiasma al líder el asunto que recomienda a su rebaño la “lectura en colectivo” y el “intercambio de saberes”, todo a través de consejos comunales y bibliotecas populares, donde cada quien lee lo ya prescrito y opina bajo estricta supervisión.
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La hora del dictado
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No creo necesario puntualizar que a ojos de cualquier lector asiduo este escenario es el infierno en la tierra. Palurdos al servicio de palurdos supervisando los libros que uno lee y cuidando de que los interprete de acuerdo a los ideales de la revolución. Libros no pocas veces pergeñados por burócratas y esbirros del régimen, cuya factura invita a no leerlos ni en defensa propia, que es como por lo visto serán deglutidos. Leer para evitar ser estigmatizado, o para conservar el puesto, o para que que los otros sepan que leyó. Pretender que se lee, saltarse los renglones como el niño que escapa un minuto de la fila durante el homenaje a la bandera. Alzar el libro con el gesto del líder cuando empuña un ejemplar de la Constitución que se mandó hacer. Que se vea que uno lee, aunque no lea. Y todavía mejor, que al proclamar que lee lo que no lee borre toda sospecha en cuanto a otras lecturas. Nadie en el paraíso del bovino ilustrado quiere saber de libros envenenados.
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Fiel a sus objetivos, el Plan Revolucionario de Lectura no solamente incluye la edición masiva de títulos afines al chavismo, sino también el paulatino retiro de ejemplares ajenos al proyecto. Si a ello se suman las insalvables trabas burocráticas que entraña en Venezuela la importación de libros, se entenderá que el plan no es que la gente lea libremente, sino justo al contrario. Que la lectura sea una obligación supervisada por comisarios de la conciencia. Que nadie lea lo que se le ocurra, como cualquier burgués antojadizo. Hay un menú de libros cuyo contenido se juzga libertario en teoría e instructivo en la práctica. Nada muy diferente de un manual de inducción en varios tomos, editado por orden de quien aspira a ser el más grande patrón del continente. He ahí todas las nuevas normas de conducta, según las cuales todos deberán guiarse, y ninguno podrá llamarse a sorpresa si comete el exceso de opinar diferente, allí donde las opiniones sobre todas las cosas ya están dadas y sólo resta repetirlas.
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Por las piras futuras
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Quienes experimenten escalofríos de sólo imaginar una lectura en medio de una asamblea comunal chavista ya habrán captado la sutileza esencial. No se trata, como proclama el Plan Revolucionario de Lectura, de “democratizar el libro y la lectura”, sino de difundir un catecismo en cuyos postulados se sostendrá un gobierno que se queda sin dólares y solicita urgentemente la participación de inquisidores voluntarios. Gente a quien pertrechar de prejuicios. Gente que haya leído “en colectivo” —como se lee en la iglesia, donde la réplica es inconcebible— los bastantes panfletos para dictaminar que cierto compañero es menos compañero de lo que parece. Es decir, que tal vez sea menos persona, y por lo tanto tenga menos derechos; o ya ninguno, si leyó muchos libros envenenados. La mano dura necesita sustento, por eso invita a todos sus gobernados a que se lean la cartilla a sí mismos. Cuando llegue el momento, ya se les pedirá que expresen su opinión al riguroso unísono contra cualquiera que ose pensar distinto.
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No quiero imaginar las dificultades de un venezolano para leer un texto como El perfecto idiota latinoamericano, urgente en las actuales circunstancias (alguien, también, tendría que obsequiárselo a Obama). Sí me figuro, en cambio, el auge subrepticio de esos libros oficialmente envenenados que ahora mismo serán bocado delicioso para tantos lectores sojuzgados por la entronización de la ignorancia. ¿Qué clase de medidas draconianas planea imponer el líder de la boina, si cada día se hace con más activos y dispone de menos efectivo? ¿Qué atropellos futuros anuncia su proyecto de catequización colectiva? ¿Qué suerte de obediencia enajenada espera de un lector quien proclama que existen libros envenenados? ¿Cuánto tiempo le toma a un ignorante señalar al autor de un libro envenenado como envenenador, y a sus lectores como apestados? ¿Para cuándo las próximas hogueras?