viernes, mayo 15, 2009

Ensayo para la posteridad*

I
El motivo de este texto es divertido, pero incoherente. ¿Cómo voy a escribir sobre los escritores de “mi generación” si yo fui el más apartado?, sino de cada uno, al menos de la mayoría, le dije al editor de la revista Devuelta: Ignacio Montoya, con el fin de colaborar en uno de sus números con el fin de hacer una revisión por aquellos escritores de mi generación que, como yo, dejaron de escribir inexplicablemente y bien podríamos ser personajes de las innumerables novelas de Enrique Vila Matas.
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¿Qué hacían los escritores de su generación?, se preguntará el amable lector. ¿Mi generación?, ¿cuál generación?, ¿teníamos tal? No recuerdo ninguna, tampoco manifiestos, ni posturas públicas artísticas de nada. No, mi generación nunca promulgó con la idea de conformar grupos como Los Contemporáneos, Los Estridentistas o el Crack. Se movían por la conveniencia o la obligación. Todos padecían de la contradicción. Se decían apolíticos, pero se enrolaban a mítines políticos con el afán de hacer historia, el que más recuerdo fue el convocado por el intento de mártir nacional: Andrés Manuel López Obrador. De repente, decidían alejarse de todo aquél que públicamente aceptara simpatía por tal o cual escritor, por tal o cual burócrata; y esas son posturas políticas, pero las renegaban. Lo que sí recuerdo es que mi generación fue abandonando poco a poco a literatura como punto de partida y empezó a irse por otros rumbos, respetables todos ellos, pero que nunca compartí ni lo haré ahora. Todo lo veían científicamente, cuadradamente y así no se puede ver a nada que se considere artístico. Sólo había un personaje que, por raro y apartado, me llamaba la atención, sin duda, me refiero a Rodrigo Millán.
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Millán se apartaba de todos y de nadie. Me explico, era un ser que sí convivía con sus allegados, pero hacía todo lo posible por mantenerse lejano, extraño. Mientras me dedicaba a organizar un sinfín de eventos literarios con escritores que admiraba y que a la larga acabaron siendo mis amigos, y al mismo tiempo escribía mis poemas que se iban cocinando entre los talleres literarios y los amores fracasados; Millán, en tanto, ganaba un que otro premio literario convocado por algunas de las Universidades del país. Quizá le faltó lo que Alí Calderón desmerecía: el prestigio o reconocimiento de la plebe literaria ya local, ya nacional.
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II
¿Qué si he leído a los de mi generación? Si por generación entendemos a los nacidos en los ochentas, puedo considerar que si leí a uno que otro. Regularmente esa oportunidad se daba cuando me los cruzaba en el camino. Con algunos inclusive llegué a publicar en suplementos que dirigí. Unos publicaban textos escritos con más fuerza y seguridad que otros. La lista de escritores es larga, empero toda lista como toda antología pasa por un filtro que no es estético; sí amistoso, convenenciero, conciliador o todas las opciones anteriores juntas.
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Consideraría dignos (as) de ser nombrados (as) a los (as) siguientes: Leonardo Ávila, Alan Arroyo, Carmen Barranco, Israel Aguilar, Juan Rivas, Indira Díaz, Sandra Palacios, Rodrigo Millán, Verónica Xochipiltécatl, Luis Miguel Orozco, Abigail Rodríguez, Alejandra Vergara, Mariel Martínez y quizá tardíamente: Conrado Zepeda, también pueden considerarse como parte de este grupo generacional a Viridiana Carreto y Anyi Valerdi que a pesar de haberse desenvuelto en el mundo de las artes plásticas no eran ajenas al de las letras. Seguramente, para algunos, he olvidado otros tantos que desde mi perspectiva no son significativos.
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Esta generación nunca tuvo padres literarios definidos ni unificables. El posmodernismo, pensamiento que nos caracterizó, no nos lo permitía. Unos optaban por Paz, Borges, Cortázar, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Del Paso, Pitol, Elizondo; otros se iban más atrás y tomaban a la generación Beat, Faulkner, Hemingway o Cirlot; mientras que algunos más tenían como guías a los escritores del momento: Rivera Garza, Volpi, Bellatin, Palou, Padilla, Serna, Mankell, Sada, Tabucchi, Coetzee, Vila Matas, entre otros más.
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III-1
Una vez hecha esa revisión, es oportuno pasar a analizar uno de los textos que me fue proporcionado por el editor de esta revista. Rodrigo Millán, autor de ‘El aleph’ y Rodrigo Millán, autor de ‘El aleph’, ambos de mi contemporáneo: Rodrigo Millán Alemán. No, ni es broma de mal gusto ni me equivoqué al escribir los nombres. Así se llaman los cuentos.
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El primer cuento, es divertido y atrevido. Su trama se centra en presentar un gran problema literario surgido en Septiembre de 1945 tras la publicación de un cuento llamado: El aleph, tanto en Buenos Aires, Argentina; como en la Ciudad de México, firmados cada uno por autores distintos: Jorge Luis Borges y Rodrigo Millán, respectivamente. Cada cuento tiene la misma trama, la diferencia la hacen sus escenarios, el nombre de sus personajes y una frase. Acto seguido, el autor plantea la polémica que se desata en el mundo literario: unos defienden a Borges, otros a Millán. Una disputa por la legitimidad de los textos, hasta que hace su aparición Bioy Casares, íntimo de Borges, para acallar la discusión con una idea que le resulta inexplicable de describir, pero deduce que ambos en algún lugar, quizá en los sueños, se encontraron con la misma idea y que la diferencia yace en que ambos textos fueron escritos por diferente autor.
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El cuento dos, por otro lado, es aún más sorprendente. En éste, se dibuja a un personaje que descubre en una biblioteca una revista donde aparece publicado el texto de Millán y al verlo nombrado de forma idéntica que el cuento de Borges, le da por compararlos, hecho que lo llevó a la investigación, que a su vez lo trasladó a una serie de artículos donde se hace un repaso por algunas de las escenas planteadas en el cuento número uno y después pasa plasmar en un tipo artículo las experiencias gratas que le provocó haber descubierto esa extraña similitud entre los cuentos de Millán y Borges.
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III-2
Lo que propone Millán en esos dos cuentos es sorprendente. Lástima que no volvimos a ver más de él, en cuanto a creación literaria, porque estamos inundados de textos académicos, reseñas de libros y artículos para revistas destacadas. Sus allegados dicen que Millán llevaba años trabajando en un libro de cuentos, pero nunca lo terminó y no ha sido publicado debido a que el autor está decidido a nunca publicarlo en vida.
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Lo planteado por Millán es consistente con la visión que tiene de la literatura y que fue plasmada en cada uno de los ensayos que escribió. Su estilo bien cuidado, hace que se vea excesivamente bello, poético. Plasma una ecuación muy provocativa: Millán es Borges, como Borges es Millán, como ambos son literatura. Literatura donde bien Borges pudo haber sido personaje de Millán o alter ego del mismo y viceversa. Sea cual fuere el resultado, lo que menos debe importarnos es la mano que lo escribió, sino la forma y el motivo por el cual fue concebido tal texto. En este caso, Millán quiere decirle al lector que lo único importante en la literatura es el texto en sí, pues embellece la vida de uno, al mismo tiempo que revela una enfermedad social: la persona por encima de lo creado por ésta. No hay más síntoma de egoísmo que ese.
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IV
¿Por qué dejamos de escribir? Toda la literatura escrita por mi generación, es superable. Es cierto que nos animamos a experimentar de formas grandiosas, propusimos juegos por demás atrevidos, originales, sin embargo no fue suficiente. Ocurrió lo que más se temían otros escritores y lo que menos quisimos aceptar los de mi generación: la Literatura murió y la matamos nosotros. La matamos con nuestros excesivos paternalismos, con nuestra terquedad por superar a Borges, Cortázar, Pitol y compañía, con nuestra excesiva necesidad por acabar con el otro y menospreciar su literatura. La ambición nos mató y con ello a la literatura misma. Inclusive ese temor por no repetir, nos orilló a cometer dicho crimen.
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Sólo nos han quedado los fracasos y el placer de seguir leyendo a los grandes escritores que tanto nos han alegrado la vida desde que descubrimos la literatura.
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Pare cerrar, no hay mejor forma de hacerlo que con Cortázar: “Lo que pasa es que se creen sabios -dice de golpe-. Se creen sabios porque han juntado un montón de libros y se los han comido. Me da risa, porque en realidad son buenos muchachos y viven convencidos de que lo que estudian y lo que hacen son cosas muy difíciles y profundas[1]”. Tal vez en la frase de Cortázar se puede resumir el mal que carcomió a cada uno de los escritores que conformamos la generación de los nacidos en los ochentas.
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[1] Cortázar, Julio. Cuentos Completos. Punto de lectura. Buenos Aires. 2007. Cuento: El perseguidor. Página 328. Tomo I.
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*Ensayo escrito para la materia de Crítica literaria impartida por Sheng-li

Las vidas de Álvaro Enrigue-Carlos Fuentes (16/05/09 El País/Babelia)

La sentencia latina -"nada nuevo bajo el sol"- se aplica a la creación literaria de modo irónico. No, no hay nada "nuevo". El crítico ruso Vladimir Propp reduce a diez o doce los "temas" constantes de la fábula literaria: el abandono del hogar, la aventura en el mundo, la pareja y sus vicisitudes, el retorno al hogar (el hijo pródigo), etcétera. De modo que, si los temas son eternos, lo que varía es la manera de contarlos. Tres grandes novelas del siglo XIX -Ana Karenina, Effi Briest y Madame Bovary- tratan del mismo asunto, el adulterio, pero nadie dejaría de distinguirlas como obras singulares a causa de autoría, estilo, intención...
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La excelente novela de Álvaro Enrigue Vidas perpendiculares pertenece a una -a muchas- tradiciones y hace gala de todas ellas. La situación inmediata oculta las tradiciones mediatizadas. Estamos en Lagos de Moreno, Jalisco, donde don Eusebio es panadero y casado con Mercedes, madre de Jerónimo, que será el centro de la narración. En Lagos se vive "entre la misa y las vacas" y se cree implícitamente en "la hegemonía cultural jalisciense". Capturado en "los parámetros del catolicismo militante mexicano de provincia", Jerónimo habla muy poco y pasa por retrasado. En realidad, posee el don del recuerdo. Su secreto es su memoria.
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A partir de ello, de manera en apariencia sucesiva, Jerónimo nos conduce a sus múltiples "pasados". Ha sido un cazamonjes asesino, padrote y explotador de putas en el Nápoles español del siglo XVII. Ha sido una muchacha griega en la Palestina del siglo cero. Ha sido un brahmán hindú en un tiempo perdido. Y ha sido, sobre todo, vástago anónimo de una tribu sin nombre en la aurora del tiempo.
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Vienen a la mente del lector antecedentes tan célebres como el Orlando de Virginia Woolf, donde el personaje del título recorre el tiempo histórico cambiando de sexo en las distintas épocas que van de un Londres congelado y revivido por la música de Handel, a Constantinopla, a Inglaterra entre las dos guerras mundiales. Orlando traza un devenir, al cabo, lineal -del pasado al presente- en el que cambian el tiempo histórico y el sexo del personaje.
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En Vidas perpendiculares, en cambio, no viajamos del pasado -o los pasados- de Jerónimo a su presente jalisciense. Los "pasados" de Jerónimo no se suceden. Sólo suceden, uno al lado del otro, no en progresión, sino en simultaneidad temporal. Ésta es no sólo la diferencia, sino la gran apuesta de Enrigue y es la apuesta de la novela a partir de Joyce. Trascender la narración sucesiva por la narración simultánea. Darle a la novela la misma instantaneidad que a la pintura, trátese de Velázquez, que nos da el cuadro inmediato de Las meninas, o de Picasso, que lo descompone en sus partes para ir de la narrativa al hecho de narrar: todo se descompone, todo se multiplica. La instantaneidad frontal de Las meninas se convierte en la instantaneidad de lo que no vemos aunque lo adivinamos: el atrás, el arriba, el abajo, así como los lados del cuadro.
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Semejante estética obedece a múltiples transformaciones que asociamos con la revolución del conocimiento en el siglo XX. Einstein y Heisenberg, en la ciencia, transforman tiempo y espacio de acuerdo con la posición del observador y su lenguaje: todo se vuelve relativo. En términos literarios, esto significa que no hay realidad sin tiempo y espacio -y tampoco realidad sin el lenguaje de tiempo y espacio-. Creo que esto es importante para leer Vidas perpendiculares, porque Enrigue da un paso de más. Su novela pertenece al universo cuántico de Max Planck más que al universo relativista de Albert Einstein: un mundo de campos coexistentes en constante interacción y cuyas partículas son creadas o destruidas en el mismo acto.
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Saber esto no es indispensable, desde luego, para leer y disfrutar las Vidas perpendiculares de Enrigue. El talento narrativo del autor trasciende sus posibles orígenes teóricos para entregarnos el sentido -o, mejor, los sentidos- de cada época simultánea a la vida del joven Jerónimo en Guadalajara, en una escuela jesuita de Estados Unidos y en una ciudad de México admirable -y novedosamente- presentada en su hora mejor, la más desolada, y en su hora más desolada, "triste como un boliviano".
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Es esta inmediatez lo que le otorga su presencia al pasado-presente cercano a la evocación de Faulkner ("Todo es presente, ¿entiendes? Ayer no terminará hasta mañana y mañana empezó hace diez mil años:..."). Enrigue penetra a través de los sentidos -sobre todo el olfato- en la concreción de sus fábulas cuánticas. En una de las más llamativas, Saulo, antes de tomar el camino a Damasco, nos es presentado como un hombre raquítico, vivaz y enfermo, "celoso y abstinente", desquiciado por su "irregularidad sentimental" ante la griega narradora. El cazamonjes napolitano y los brahamanes indostánicos están todos inmersos en el mundo de los sentidos, escupen saliva, se limpian las uñas, y como no son momias, sudan.
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Creo que la estrategia narrativa de este inteligentísimo autor culmina en unas páginas de un poder arrasante -tormenta, terremoto- en las que el narrador ha perdido -o aun no tiene- su identidad, sino que es parte de la gran jauría pre-histórica, la manada de la aurora de los tiempos, la tribu del origen que corre por el cerro del lobo, mitad animales, mitad hombres, siguiendo con instinto a la vez obediente y feroz al jefe, al único que consiente imitación...
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Este segmento le da a Vidas perpendiculares su verdadera originalidad, que no consiste en inventar el agua tibia, sino en saberse parte de una tradición que se remonta al origen del mundo, y el origen del mundo es la muerte.
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Vidas perpendiculares depende en alto grado de la confianza que el autor le da al lector, y éste, al autor. Aquí van desapareciendo los capítulos tradicionales, las transiciones de un tiempo a otro se diluyen cada vez más, hasta que el Río Bravo y el Río Jordán coexisten entre dos alisados de la falda de una mujer.
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No cuento las historias mexicanas que dan sustento a esta obra, porque, con fatalidad retrospectiva, hay que matar a Octavio del Río. Prefiero evocar la sensualidad final, la cachondería luminosa y oscura, de un personaje -Tita- que en un alarde creativo, Enrigue nos presenta en dos o tres páginas desbordantes como una mujer "coqueta, maternal, berrinchuda o escéptica" cuyas pulseras vuelan como cascabeles, que tiene pecas en el escote y "las pupilas más hondas del mundo".
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Vidas perpendiculares. Álvaro Enrigue. Anagrama. Barcelona, 2008. 240 páginas. 16,50 euros.

En defensa de la filosofía

Diario Milenio-Puebla (14/05/09)
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Preocupados por el aún intento de la Secretaría de Educación Pública de eliminar de los programas de estudio de educación media superior la humanística disciplina de la filosofía, un grupo representativo de “Observatorio Filosófico” en Puebla, a través de la doctora Célida Godina Herrera, ha hecho circular sus puntos de vista y su preocupación referente al tema.
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Es lamentable, como han expresado ya muchos investigadores y periodistas, que la SEP pretenda eliminar, así de golpe, la enseñanza de la filosofía. Siempre ha representado un peligro la enseñanza de las humanidades para el sistema. No deben cerrarse espacios filosóficos sino, por el contrario, se deben abrir más espacios de reflexión.
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Plantean en su documento los representantes del “Observatorio Filosófico”, que como personas consagradas a los estudios y a la formación filosófica de los jóvenes universitarios, se encuentran preocupados por el destino de la filosofía en el nivel medio superior bajo las actuales autoridades de la SEP, quienes, en su opinión, se inspiran, “al menos en esta ocasión, por un estrecho y miope utilitarismo”. Sólo por decreto presidencial se ha suprimido en estos niveles la enseñanza explícita de la filosofía, sustituyéndosela por una difusa e inaceptable transversalidad.
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Es en el ámbito de la filosofía donde se plantean las preguntas acerca de quién es el hombre, cuál es su destino, qué es la historia, qué es la cultura, qué es la ciencia, qué es la técnica, qué es lo sagrado, etcétera. Las ciencias particulares no pueden sustituir a la filosofía en su vocación de universalidad y radicalidad, de ahí su función indispensable en la formación de los jóvenes.
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“Creemos –escriben—, y en esto estamos con la explícita recomendación de la Unesco de que deben abrirse espacios de formación y reflexión filosófica en todas partes y para todas las edades, es decir, que no deben cerrarse espacios filosóficos, como hoy lo está haciendo la SEP, sino en abrir más espacios de reflexión.”
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Ahora se ha formado un movimiento nacional, con apoyo internacional, en favor de la causa de la filosofía en México y se han dado a conocer un par de documentos para pedir que las autoridades rectifiquen su posición. El sitio de comunicación de la comunidad filosófica nacional se llama “Observatorio Filosófico” y su sitio es: http://sites.google.com/site/observatoriofilosoficomx/Home, por si el lector quiere asomarse.

martes, mayo 12, 2009

La turbulenta vida de los etcéteras

Diario Milenio-México (12/05/09)
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Aparecen usualmente al final de las oraciones, pero en realidad están en todos lados: ya como signo que reemplaza lo por todos conocido, ya como puerta por donde pasa lo infinito, ya como señal del mismísimo olvido. Según la Real Academia de la Lengua, la expresión et cetera, que viene del latín, se usa “para sustituir el resto de una exposición o enumeración que se sobreentiende o que no interesa expresar. Se emplea generalmente en la abreviatura”. Reducido a su expresión mínima, ese todo lo demás me ha provocado una especie de pesar no muy hondo por mucho tiempo, esa camaradería que surge de manera casi automática ante las cosas frágiles o las causas perdidas. Siempre al final de la línea, siempre en-lugar-de, siempre en la cola del mundo sustituyendo lo de menos importancia o alargando innecesariamente una lista de referencias con frecuencia bastante inútiles, ¿cómo no sentir una ligerísima pero evidente tristeza por los Etcéteras? Me los imaginaba grises, sin lugar propio; apenas un agregado de última hora, un añadido más. Apéndice universal. Solía suponer que más de uno albergaría el denotativo deseo de dejar de ser un Etcétera para convertirse en algo específico y concreto, algo cerrado y con nombre propio. Algo con forma. Supuse, en fin, tantas cosas. Mi actitud hacia Los Etcéteras y su Extraña (o Turbulenta) Vida Secreta, sin embargo, ha cambiado. Véase si no.
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En la oración: “En X (donde X es un parque conocido) había de todo: niños y ancianos y perros y etc.”, el Etcétera juega un papel nada menor. Reducido a tres letras y a un singular acaso vergonzoso, ese Etcétera, sin embargo, deja entrar a todo lo que no es ni niños ni ancianos ni perros en el tal lugar X. Acaso podría tratarse de seres anodinos o cosas intrascendentes —aunque esto como tantas otras cosas suele depender del cristal con que se mire— pero en definitiva se incluyen ahí, en ese Etcétera súbitamente engrandecido, un número demencial y creciente de elementos más bien inenarrables. Y esa es una tarea, si me lo preguntan ahora, no sólo portentosa sino también fundamental en el proceso de extender lo límites de lo real. Ese Etcétera, habrá que decirlo con todas sus consonantes y vocales, está en lugar del Infinito Mismo. Quiérase o no, esa expresión cotidiana y accesible tiene el don de agigantar los dones de la imaginación.
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El Etcétera, además, aparece a menudo en la oración en lugar de Lo Indecible o en lugar, aun más, del Olvido (y todos sabemos que el Olvido es el otro término con el que se conoce Lo Infinito). “Fui a la casa de X por mi corbata y mi televisor y mi pisapapeles y etc”. Cuando el emisor no puede recordar una larga lista de referencias, el Etcétera Salvador sirve como escudo contra la mala memoria o el Alzheimer temprano. Se trata de un Etcétera que se aprovecha de las asociaciones básicas de un determinado campo semántico.
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Como pocos otros vocablos, el Etcétera nos da vida y, en el centro de su ambivalencia, también nos la quita. Asumo que todos estamos al tanto de que todos y cada uno de nosotros hemos sido un Etcétera alguna vez en la vida. Por ejemplo, en la oración: “Y en la fiesta X estaban Juanita y Lucrecia y Ozuna y Martha y etc.”, ese último Etcétera amenazador nos incluye en la lista de los poco memorables o los de menor importancia pero, he aquí lo relevante, nos incluye. Un poco como el Estado mexicano en la post-revolución temprana, el Etcétera incorpora a todos los involucrados pero a condición de una básica subordinación, en este caso al anonimato o la desmemoria.
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El Etcétera no sólo cumple funciones metafóricas ligadas al poder sino que también construye su propia geografía. Por los caminos del Todo Lo Demás se elevan colinas encantadas y se abren paso ríos de turbulenta aguas. Debe haber océanos y cadenas de montañas y fenómenos acaso impensables en sus inmediaciones. Debe tener, incluso, sus Fronteras y su Más Allá. En todo caso, todos alguna vez hemos estado en Etcétera: “Visité Chiconcuac y Huixquilucan y Atarasquillo y etc.”.
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El caso es que entre ser código no-tan-secreto para designar El Infinito o Lo Inconmensurable y ser puerta que se abre para que lo Real se expanda, Los Etcéteras no deben pasársela nada mal. Cómplices de la imaginación desatada y camaradas en armas del lado más débil de las jerarquías, los Etcéteras parecieran querer subvertir el mundo tal y como lo conocemos, poniéndose a sí mismo en lugar del enigma. Aliados de la menudencia cotidiana, del diminutivo y la ruina, los Etcéteras se nutren de lo mismo que alimenta a la escritura: lo que pasa desapercibido pero que encierra, en sí, un laberinto. Cuentan, además, con la protección del anonimato más radical (nadie anda por las calles tratando de revelar la identidad de un Etcétera, por ejemplo). Así entonces, no sólo ya no siento pesar alguno —ni hondo ni superficial— por Los Etcéteras sino que su elusiva condición de tránsfuga gramatical me causa un extraño anhelo. Allá van libres ellos, esos Etcéteras, con visado para todas las oraciones del mundo y sin identidad fija a la que tengan que responder o a la que tengan que serle fiel. Como plan de vida no está nada mal, eso cavilo, mientras pienso también en mis clases y en dos libros y los sobrenombres del aire y etc.

lunes, mayo 11, 2009

¿Para qué queremos la vida si en lugar de disfrutarla nos llenamos de deudas, trabajamos en lo que no nos gusta, estudiamos porque sí y vivimos bajo una serie infinitesimal de convencionalismos que aplastan al ser puro, para convertirlo en un ser social?

Esos libros increíbles

Diario Milenio-México (12/05/09)
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1 Intríngulis crediticios
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Tal vez el gran problema de escribir un libro —cuando menos la gran preocupación— consiste en ser creído. Lleva uno ventaja, sin duda, mas no por eso se hace fácil conservarla, pues basta una expresión inverosímil, un adjetivo fuera de lugar, una mínima inconsistencia argumental, para que los lectores quisquillosos arruguen la nariz, como quien considera ya la posibilidad de regatearle crédito a lo leído. Aun cuando se narra aquello que pasó, luego de haberlo visto o averiguado, es preciso contarlo de manera que la verdad parezca verdad, pues se sabe que en los dominios de la crónica no sólo abundan las falsedades, sino también las exageraciones. Y si la historia pertenece al reino de la ficción, donde más que narrar la realidad se la corrige y además encapsula en un proyecto estético, está por verse que sea suficiente con emular y replicar la verdad, si encima hay que dotarla de aquella intensidad vivencial sin la cual quedaría, en el caso mejor, como una triste verdad irrelevante. ¿Quién va a querer sentarse a escribir un libro para llenarlo de irrelevancias, mentiras obvias o verdades dudosas?
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Responder a la pregunta anterior es adentrarse en un género aparte. Allí donde no importa gran cosa la improbable veracidad de lo expresado, pues se escribe para sacarle raja a un momento, ya sea por las ventas automáticas o por el tema del posicionamiento. Se espera buena fe de los lectores. Complicidad, también. Todo depende de la fama del súbito autor, sin la cual no habría libro, ni historia, ni lectores. Unos porque tuvieron el poder, otros porque acabaron en la cárcel, otros más porque están o estuvieron de moda, todos quieren vendernos lo que nos dicen que es su verdad, asumiendo que muchos nos tronamos los dedos por conocerla. Total, si tantas divas se maquillan y afectan al extremo y aún así la gente jura que las conoce, qué tanto es un tantito a la hora de leer verdades corregidas y acomodadas de acuerdo a conveniencias fantasmales que el lector da por hechas de cualquier manera. Pues el chismoso al cabo se lo cree todo por deformación propia de su oficio. Qué más da si se narra la verdad; lo que cuenta es que haya algo que contar.
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2 ¿Tú lo lees? Yo tampoco
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Parientes próximas de los discursos públicos, que asimismo suelen valerse de negros oficiosos para ser redactados, las memorias al vapor deben su credibilidad casi exclusivamente a la fe del lector, que se empeña en creer incluso lo improbable por así convenir al interés, el morbo, la simpatía o lo que sea que le despierte el personaje narrador. Más que, tal como ofrecen, desnudar al autor, estos libracos fueron pergeñados para satisfacer al qué dirán. No son un ejercicio de exhibicionismo, como de ocultación. Brillan también como instrumentos de revancha, dado que sus autores intelectuales rara vez llegan a enterarse de que existe una ética al respecto, y al autor material no suele preocuparle más que cobrar su cheque y jalar la cadena.
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La presencia de un nuevo libelo es siempre sorprendente en las estanterías. “¿Y éste?”, nos extrañamos, a menudo con menos curiosidad que repelús. Da grima imaginar que ciertas mercancías consigan venderse, tanto como que exista quien se crea mentiras evidentes. A veces inclusive provoca ternura, como es el caso de ese libro cuyo título no es preciso recordar, firmado por Roberto Madrazo. Lo he visto en un estante, hace pocos días, y lo cierto es que me ha ganado la risa. ¿Quién lee eso, en caridad del Verbo? Vamos, que el mero texto de la solapa ya se antoja infumable, por increíble. Pues más allá de lo que pueda decir en su defensa, y hasta en su denuesto, todo el mundo —y esto me temo que es literal— conoce al autor por tramposo. No lo leímos, lo vimos. Levantaba los brazos al fin de un maratón cuyo trayecto sólo corrió a medias. No dudo, por supuesto, que entre sus detractores haya tramposos aún más avezados, pero es que a éste lo vi. Si alguien me ve con su libro en la mano, se va a reír con ganas a mis costillas. O quizá voy a darle ternura de la mala. Para el caso, prefiero que me atrapen con un libro de Niurka. No ha de ser muy sincera, pero al menos será más verosímil.
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3 Leer para ignorar
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Un par de días después, topéme con el libro donde Carlos Ahumada se confiesa, luego de su odisea como preso político de la esperanza. Era una pila enorme de volúmenes que subrayaban su calidad de hit, sólo que como dicen tantos perezosos, yo ya vi la película. Es decir, los videos, que extrañamente no acompañan al libro en un indispensable dvd —en cuyo caso me lo habría llevado de inmediato—. Hasta hoy casi nadie habrá olvidado las imágenes del tahúr y los gangsters que extorsionaban en nombre de los pobres, y de un día para otro se volvieron estrellas del video. No están en internet (qué pudor sospechoso) pero su huella peca de imborrable. Nada puede añadírseles, son perfectas. En ellas se demuestra la calaña de toda la camarilla, pero se corre el riesgo de tomar partido, cuando lo único claro es que no hay uno solo digno de crédito, por más papeles que consiga apilar.
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Insisto, yo no sé si me digan la verdad, pero como lector les creo poco o nada. Del maratonista milagroso al presidente legítimo —cuesta diferenciarlos, de repente— me es más fácil dar crédito al horóscopo, cuyo autor no pretende convencerme de necedades que yo mismo no crea porque me da la gana. Así el que se confiesa lograra desnudarse del alma y no falseara ni un solo relato, sospecho que creerle cualquier cosa me instala en los dominios de la superstición inducida. Como si su lectura me convirtiera en ignorante supino. O aún peor, en idólatra. Y ahora, con su permiso, me regreso al estante de ficción. Como lector ansioso, me urge que alguien me cuente algo creíble.